-Sí, padre.
-Veo que has venido a mí, pura, desnuda, libre de taras mundanas, como te ordené ayer, para proceder a tu limpieza general de pecados.
-Como Su Reverencia me mandó, padre.
-Bien, bien. Ése es el camino. El de la obediencia sin tasa, porque el Señor, que todo lo ve, no tolera distracciones de sus preceptos divinos.
-Eso creo, padre.
-Tu cuerpo te delata, hija mía. ¡Cuánto vicio se atesora en él!
-Muy cierto, padre. Soy una gran pecadora.
-Pero eso no debe afligirte, pues Cristo perdonó a María Magdalena, que había pecado más de lo que hayas podido hacerlo tú.
-Sí, padre, mucho más.
-Con todo, Cristo permitió que ella, en agradecimiento, le agasajara con ungüentos y perfumes, ante la mirada asombrada de los discípulos.
-(...)
-Lo que quiero decir es que tú no debes ser menos, hija mía. Y que debes agasajarme en la medida que corresponda.
-¿Y cómo, padre? No tengo dinero para lujos caros con que obsequiarle.
-¿Será como una penitencia, padre?
-Podríamos decir que sí, hija. Aunque de la penitencia por tus pecados hablaremos después, cuando hayamos terminado.