sábado, 14 de abril de 2012

INSPIRACIÓN EN EL SUPLEMENTO (MICROFICCIÓN)

(Cuando uno está con ganas de crear, cualquier atisbo puede hacer brotar la chispa de la que surja la deflagración con que se alimente todo proceso creativo. La lectura de un reportaje en un suplemento semanal reciente dio lugar a lo que sigue. El orden de lectura de ambos textos, el de origen y el relato, no influye en su valoración.)

EL ARTISTA SUPREMO

Niego la acusación, naturalmente. ¿Quiénes son ustedes para negar mi arte? Tal vez según sus leyes haya cometido alguna ilegalidad. Pero ¿sobre qué base? ¡Yo soy un artista! Nadie mejor que yo conoce a los pintores cuya obra estudié hasta agotar las referencias. Nadie mejor que yo sabe cómo eran sus trazos, los materiales que utilizaban, los paisajes que visitaron, las vivencias que les trastornaron, las técnicas que desarrollaron, las rivalidades enconadas que les hicieron evolucionar y, a algunos, caer. No he copiado cuadros de nadie. ¡Qué vulgaridad! Yo he creado obras nuevas con modos antiguos. Perfectas. Todas habrían podido ser firmadas por los autores en los que me he inspirado. Ningún crítico de arte, ningún especialista de museo ha detectado jamás fallo alguno en mis obras. Pero si hasta la viuda de Max Ernst dijo que una de las obras “reaparecidas” era el cuadro más hermoso que habría creado su marido. Siempre dije que, si aún vivieran, habría sido capaz de convencer a algunos de esos autores que una de mis obras era suya, olvidada tras muchos años de pérdida o desprendimiento voluntario. Pero, no. Yo no falsifico. ¡Creo! Pinto obras nuevas. Mi pericia es sobrenatural. Sin embargo, ¿habría reconocido el mundo mi habilidad? ¿Habría podido ganar el dinero que he ingresado en mis cuentas con mi propia pintura? No, no se me habría reconocido jamás. Por eso mi método consistió en inventar colecciones extraviadas, rescatadas de guerras o coleccionistas misántropos. Cuando veían las fotos preparadas para la ocasión, envejecidas artificialmente, donde figuraban mis obras colgadas en paredes sepia, las posibles dudas se disipaban de inmediato. Al mercado del arte habría que juzgar, no a mí. Me han pagado lo que pagan por obras infladas en el mercado. Los galeristas, los coleccionistas, los museos, necesitan más cuadros. Su propia necesidad y ambición los ha cegado. Yo sólo he aprovechado una fisura del sistema. Pero, por favor, ¿culpable yo? Soy un artista, no lo duden. El mejor, porque con la misma facilidad que pintaría un Derain, enmarcaría sin titubear un Léger, o cualquiera de los artistas de cuya creación hubiera alguna mínima duda sobre cuántas obras habría pintado. Yo soy el mejor artista, el más global. Mi obra debería estar en los mejores museos del mundo. No olviden mi nombre, señores: yo soy Wolfgang Beltracchi.

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