martes, 15 de julio de 2014

CONTEMPLACIÓN MORBOSA DE LOS ENCIERROS

Si sólo actuásemos conforme a la razón, acaso cometeríamos menos estupideces, tal vez viviríamos más, es posible que ciertas lacras humanas desaparecieran, pero seguramente todo ello nos parecería poco humano. Analizando muchos de los comportamientos que nos caracterizan, brotan de inmediato el espanto, la rabia o la incredulidad, cuando no una aleación de esas tres sensaciones, a la que se pueden añadir unas cuantas más, todas en un sentido negativo que se podría resumir en la palabra estupor. Por los demás. Por uno mismo.

En los últimos años, siempre que me encuentro en casa a principios de julio, pongo el despertador poco antes de las ocho de la mañana, me saco de la cama y me planto ante el televisor para presenciar el encierro pamplonica de la jornada. Son apenas unos minutos, unos cinco previos, dos o tres del encierro propiamente dicho, y cinco o diez comentando las incidencias y viendo repeticiones de los lances más peligrosos, llamativos o sorprendentes. En total, no llega a los 20 minutos. De madrugón. En verano, y alejado ya de las obligaciones académicas del curso. Y para ver a unos cuantos jóvenes (algunos, no tanto) correr delante (y a la par, y por detrás) de seis toros y su manada de cabestros entre los corrales de la Cuesta de Santo Domingo y el coso taurino de Pamplona. Aquí no me asiste, como en el caso de las corridas de toros, contradicción alguna (entre la ética y la estética). No existe estética, aunque los avezados corredores lo apunten repetidamente. Sólo hay una tradición. Y las tradiciones no responden a parámetros racionales. Son expresión de la irracionalidad más aplastante, cuando no de la brutalidad más execrable, y por ello más humana. No. Entonces, ¿para qué me levanto para ver los encierros de San Fermín? ¿Por qué veo en la pantalla imágenes de una fiesta que me he prometido que jamás conoceré, pues representa todo lo contrario de aquello que me gusta?

Sólo me anima la esperanza. La de ver cómo los toros se toman un aperitivo violento de lo que puede que tenga lugar en la plaza. La de ver a algún descerebrado empitonado y destrozado por las estrechas e inclinadas calles del recorrido. La de contemplar cómo la sinrazón de la naturaleza animal se cobra un peaje mínimo por lo que la naturaleza humana le lleva haciendo tributar tantos años, siglos ya. Es un espectáculo que si no resulta sangriento o sin heridos me frustra. Pero ya sabemos que los espectáculos o los juegos implican la posibilidad de perder, y no se puede ganar de continuo. Obviamente, no siempre lo logro, y la paz que sobreviene al final del evento, a mí no me provoca un descenso de la adrenalina, sino que me haría lamentar el madrugón si no fuera porque haberlo hecho me prolonga el día una o dos horas más. Eso sí, mi deseo de venganza debe aguardar otra jornada más propicia. Y si al final de las fiestas no he satisfecho mis deseos más primarios, entono, como los pamplonicas más conspicuos, el “pobre de mí”, hasta el año que viene.

Pd/ Esta entrada fue escrita hacia la mitad de las fiestas. Por fortuna, el último encierro, el de los Miura, que tuvo lugar ayer, me proporcionó alguna satisfacción morbosa, que me anima a proseguir el año que viene por la misma senda salvaje.

jueves, 10 de julio de 2014

UN PROYECTO INCONCLUSO, CASI NONATO

Hace casi once años, concebí una idea que desarrollar de forma diarística, que podría acabar siendo una novela o cualquier otro modelo literario. El proyecto se tituló provisionalmente Diario del transcurso y -como tantas veces- no pasó de su breve inicio, que aquí reproduzco en su integridad.


"1 de enero

Romper amarras, marcharse, continuar. Así de sencillo se puede comenzar un cambio drástico. Tan fácil como escribirlo y después cumplirlo. Mi vida ha terminado. Al menos, como la llevaba hasta ahora. No me gusta cómo vivo. No me gusta en lo que me he convertido. Es hora ya de dar un volantazo que me encamine en otra dirección. Y creo que ahora, mientras los demás cantan, bailan, cometen los excesos propios de una noche como ésta, es un buen momento para tomar mi decisión. Dejaré, pues, que el azar que me ha sobrevenido por sorpresa sea la yesca que me inflame. Me voy. No sé por cuánto tiempo ni hacia dónde, pero desde ahora viajaré al ritmo que me indiquen mis sentimientos y mi necesidad. El viaje será mi forma de vida. Mi viaje será mi transcurso. Con todo lo que ello comporte. 

1 de febrero

Mis manos no han tomado contacto con el papel ni la pluma a lo largo de un mes exacto. No volveré a separarme ni un día más de mi cuaderno ni de esta única pluma que me acompañará a partir de ahora. Un mes exacto. Un mes que he ocupado en preparativos. También serán los últimos que haga. No quiero planificar nada más. Ya he planificado demasiado en esta vida. Demasiados años siendo viejo antes de serlo. Demasiados años previendo sin que lo temido llegara. Demasiados años perdiéndome demasiadas cosas. Demasiados años. No quiero desperdiciar ninguno más. A partir de este momento intentaré vivir todo lo que me sobrevenga. Lo bueno, lo malo. Sin negarme a nada. Construyéndome conforme la vida me modele. Asumiendo lo que soy sin pretender cambiarme. Y sé que todo esto suena también a proyecto, a planificación. Pero, no. Es todo lo contrario. Es una ruptura. Quienes me conocen pensarán que es otra falsa alarma. No les culpo. Pero ahora va en serio. Se acabó. Mañana me marcho."

miércoles, 9 de julio de 2014

VINDICACIÓN DEL SILENCIO

Una caricia de silencio. Un zarpazo de silencio. Un impasse de silencio. Eso es lo que necesitamos tantas veces en la vida, y hasta varias a lo largo de un mismo día. El atronador ritmo de la existencia lleva aparejado demasiada cantidad de ruido medido en decibelios, pero también mucho ruido mental, mucha ganga desaprovechable que oculta la mena que podríamos extraer. Si el silencio nos acariciara, nos arrobara al menos unos instantes.

Cuando uno observa el gregarismo de la raza humana. Cuando uno analiza las causas por las que se interpreta tan mal esa tendencia natural hacia los demás, confundiendo la cercanía de los otros con la exigencia permanente de su compañía. Cuando uno mira, y además ve, resulta muy difícil comprender y resulta más difícil sumarse a la marea que todo lo invade, y que nos rodea en todas las direcciones.

Por ello, aislarse de los consejos de tantos que velan por nuestra buena salud, encerrarse (frente a la tentación de los concurridos parques, de los rutinarios paseos, de las hacinadas playas, de las consecutivas fiestas), sentarse en un sofá (tras apagar todos los aparatos electrónicos que nos abducen), elegir voluntariamente abrir los oídos (para escuchar con plenitud las palabras y sentimientos que fluyen del interior), son las únicas cosas que permiten reivindicar la extrañeza -frente a lo común-, la diferencia -contra lo establecido-, la salud -mental-, la alegría -plena y radiante-, surgidas todas ellas de la única fuente fiable: uno mismo.

jueves, 3 de julio de 2014

AGRADECIMIENTO Y RENCOR (A LA IGLESIA)


Estos volúmenes de gran formato que contemplamos aquí pertenecen a la colección de códices del monasterio de San Millán de la Cogolla, en la zona donde se creyó brotar el castellano con sus glosas, allá por el siglo X. Algunos miden casi un metro, y sus tapas y nervios, de materiales duros, acreditan que su peso es considerable, apto sólo para ser transportados por más de una persona. Su temática es casi invariablemente religiosa en su variedad cristiana, porque en esa época medieval, la religión lo copaba todo. Además, la Iglesia por aquellos tiempos era la única depositaria (por apropiación y exclusión) de todo lo que tuviera que ver con la cultura, dado el desbarajuste sociopolítico originado tras la caída de Roma. Y, dentro de la Iglesia, los monasterios eran los cofres donde se guardaban las muestras de dicha cultura, y también unas pocas de culturas anteriores. Fueron unos pocos miles de monjes quienes en sus scriptoria manuscribieron, iluminaron y ordenaron dicho corpus. Sin la participación paciente -y a veces apasionada- de dichos monjes, hoy seríamos mucho más pobres culturalmente hablando.

Y, sin embargo, siempre que contemplo con arrobo embobado libros como éstos, o accedo a alguna sala que remeda la estructura de un scriptorium de entonces, no puedo por menos que recordar el capítulo opuesto de cuanto llevo diciendo: las obras allí expuestas, cribadas por el paso natural del tiempo, que han sobrevivido a saqueos, catástrofes y al deterioro lógico de los materiales, son las únicas que la Iglesia permitió, habiendo separado, prohibido y destruido todas aquellas que dicha institución consideró que no eran acordes con sus ideas. El fanatismo propio de finales de la Antigüedad, añadido a la alianza que estableció la Iglesia con los diferentes poderes políticos sucesivos, determinó que se llevara a cabo la destrucción sistemática de bienes culturales más salvaje y extensa de la historia de la civilización occidental. Obviamente, las circunstancias socio-políticas ayudaron a esa labor, pues la caída del Imperio Romano y la sustitución en Europa occidental de dicho imperio por reinos de culturas nómadas muy inferiores a la romana, originó pérdidas incalculables de patrimonio cultural de todo tipo, incluido el escrito. Pero esas pérdidas se consideran “naturales” o inevitables en tiempos de guerra o conflicto. Lo que entra en el territorio del culturicidio (si se me permite la expresión) fue la decisión consciente de sistematizar la selección y criba de una parte sustancial de las obras grecolatinas, y destruir a continuación la mayoría de ellas que, acusadas de impiedad, paganismo y oposición a la Verdad, no se recuperarán nunca, ni siquiera gracias al aporte bizantino y musulmán, que permitieron que el desastre se atenuara un tanto.

Por ello creo que a la Iglesia, desde el punto de vista cultural, le debemos muchísimo. Agradecimiento infinito por su labor de custodia y propagación de una pequeña parte del legado clásico. Y encono eterno, por todo lo demás.

miércoles, 2 de julio de 2014

LECTURA EN FAMILIA, COMO ANTAÑO


Entre mis adicciones más frecuentadas se encuentra la lectura, es sabido. E incluso cuando no leo, y encuentro algo en mis viajes que la refleja o alude a ella, no dudo en disparar. A veces, la sorpresa me retiene unos instantes antes de hacerlo. Y me da tiempo a pensar, a sonreír, a admirar lo que ante mis ojos se ofrece. En ocasiones, también después. Esta fue una de ellas.

En la ciudad de Oporto no carecen de esculturas. Por eso, resultó sorprendente que recalara en ésta, dado que no es propiamente una escultura de bulto redondo, sino un mediorrelieve que se halla en la peana de otro elemento que ahora no viene al caso. Pero si se mira bien, además de a los seis protagonistas y del escueto y referencial mobiliario se asistirá a una escena entrañable. Una mujer -suponemos que la madre- está leyendo un libro a los demás -suponemos miembros de su familia-. ¡Leyendo un libro! Y se supone que en voz alta, porque la atención con que los otros parecen beberse sus palabras es alta y hasta contagiosa. Los gestos así lo denotan, la mirada concentrada en la lectora, la dirección de sus cuerpos, el agrupamiento en piña, el mentón en la mano abierta que lo sujeta; parecemos oír sus palabras de sólo mirar cómo ellos escuchan atentamente. Nos atrapa el entusiasmo, el deseo de saber cómo proseguirá la trama a continuación. Nos sumerge en el enigma de saber qué obra es la que los mantiene a todos tan en tensión, cuál el tono del relato, cómo acariciaría los oídos la voz de quien les lee. Y todas esas preguntas pueden quedar sin respuesta, o crear una para cada momento, adivinando cada pieza y colocándola a nuestro antojo, que para eso es una obra pública y se encuentra en la calle ante la mirada de quien repare en ella. Yo lo hice, en su momento. Confieso que antes tiré la foto. Pero, una vez realizada, me quedé pensando, imaginando, recreando. Hoy he regresado a Oporto, a aquella mañana soleada de invierno frío. Hoy, recuperé esa lectura. Hoy os la ofrezco para que la completéis.

Peana del monumento al escritor portugués Julio Dinis (Oporto, Portugal)
Enero, 2013 ----- Panasonic Lumix G3

martes, 1 de julio de 2014

OBVIEDADES DE 1º DE JULIO

Hoy es el primer día del resto de mi vida. También, el primer día del mes de julio del presente año. Y, de igual modo, mi primer día de vacaciones tras el rápido curso 2013-14, que finalizó ayer. Las dos primeras frases muestran obviedades universales. La tercera, para quien conozca a qué me dedico, también, aunque particular. ¿Por qué escribo obviedades? Porque hoy me siento obvio.

Es obvio que a medida que uno crece en años la percepción del tiempo se altera, en sentido menguante. Nunca hasta hace poco, la duración de los cursos me parecía tan fugaz. Será una sensación subjetiva, pero me consta que es nota común, no importa cuál sea la profesión de cada cual. Si tenemos en cuenta que el tiempo, desde un punto de vista objetivo, dura lo mismo, convendremos que nuestro cerebro opera el cambio. Lo peliagudo es indagar las causas. No se me revelan con claridad. Sólo constato.

Eso sí, percibir la velocidad de la vida, en mi caso, sólo puede generar dos reacciones: o ansiedad por todo lo que aún me resta por crear, sentir, conocer; o relajación absoluta porque da igual cuanto suceda, ya que no puedo controlar nada de los cambios en mi percepción. Me sumerjo en ambas. Y no alternativamente. Tampoco sé por qué razón unas veces es la primera y otras la segunda. En realidad, sé muy pocas cosas. De algunas, tengo interés en buscar la explicación. De otras, no. Y a su vez, no sabría explicar igualmente por qué... (círculo vicioso). Vamos, que navego por un líquido amniótico de irresoluciones, que no me ayuda a vivir mejor, pero que arroja en mi capazo preguntas en cantidad suficiente como para generar un stock de crisis. Aunque uno no vive de preguntas. Sólo de algunas respuestas. Que siempre son menos que las dudas.

Y, ante la duda, ante la indefinición, ante la falta de empuje, ante el vacío más desolado que se pueda mostrar ante uno, sólo cabe una acción. Proseguir. Continuar. Mantenerse. No ceder. Luego, cuando el tiempo vaya pasando, comprobaremos que nuestra biblioteca ha aumentado, que el número de fotografías ha desbordado los discos duros, que la retina fue enviando a la memoria más lugares y más rostros que recordar,  que los sentimientos se arracimaron en celdillas nuevas, y que algunos se sobrescribieron. Que uno cada vez es más, en definitiva, siendo el mismo, aunque uno cada vez sea menos. Lo que, como es natural, resulta algo obvio.

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