viernes, 31 de marzo de 2017

HITOS DE MI ESCALERA (17)

Uno de los hechos capitales de mi adolescencia, y que perfiló con más claridad mi carácter, tuvo lugar una mañana de febrero del año 78; aún no había cumplido 15 años. El lugar fue mi aula de 2º A, y el catalizador del episodio, don Fernando, mi profesor de latín y secretario del centro. Este era un personaje muy peculiar, y no creo exagerar si afirmo que era la persona que más miedo inspiraba en el instituto. Se le temía, no porque agrediera a nadie: se le temía porque era capaz de acojonar a cualquiera sólo con el uso de la palabra y la ironía, sin excluir el recurso, entonces tan habitual, a la humillación. Este profesor fue el que me definió con claridad la diferencia entre potestas y auctoritas, algo que él practicó con firmeza a lo largo de todo el curso. Y aunque yo en aquella no fui consciente de ello, fue quien más influyó en el modo de entender cómo se controla un aula desde uno de los múltiples puntos de vista que existen para hacerlo, que, en este caso, encajó a las mil maravillas con mi carácter mucho tiempo después. Pero no nos desviemos.

Para ser muy claro, y para proseguir el tono barriobajero ya iniciado más arriba, diré que este señor era, como persona, un cabrón integral en toda regla. Al menos, todos teníamos esa impresión. Pero era muy bueno dando clase. Su catadura moral y sus dotes didácticas podían entrar en contradicción clara. Pero en esa edad, a ver quién lograba un análisis certero. A pesar de que objetivamente lo considero un buen profesor, cuando te sacaba a la pizarra, o te preguntaba algo, podías relajar tus esfínteres sin problema ninguno, que nadie te lo reprocharía luego. Con todo, yo, hasta el día de autos, no había destacado en latín, más allá de que había aprobado las dos evaluaciones previas de forma ramplona. Me mantenía en un discreto segundo plano. Ya comenté que este 2º de BUP fue mi annus horribilis. Pues bien, yo había captado que a este individuo le gustaba la gente coherente, la que justificaba sus actos con explicaciones bien argumentadas, sin dudas de ninguna clase. Una de sus frases estrella era “¿está usted seguro?”, mientras te recorría de arriba abajo con su inmutable mirada gélida. Tras ella, el miedo te inundaba de abajo arriba, sin dejar un poro libre. Pero una mañana yo decidí no tener miedo, y ser coherente y consecuente, que era lo que él deseaba.

Cuando me llamó a la palestra, me pidió un par de cosas más que no recuerdo, y al final, me requirió la declinación de la palabra prudens, -tis, de la tercera. No olvidaré esa palabra jamás. Pues bien, para abreviar, yo, allí delante de la clase, decliné muy ufano la palabra en cuestión mirando al tendido, de pe a pa, sin desmayar el tono y con seguridad manifiesta. Pero (siempre hay un pero) confundí el genitivo plural prudentum con el dativo-ablativo prudentibus, un error algo estúpido para quien se sabía la 3ª declinación, pero que yo mantuve a machamartillo. Cuando alguien citaba algo de carrerilla, preguntaba siempre con mirada torva: “¿está usted seguro?”, y como dudaras, o cambiaras la respuesta, la nota que ponía al dubitativo rara vez subía del cero absoluto. Por eso, cuando me lo preguntó al acabar, mantuve mi posición y afirmé que sí. Me concedió otra oportunidad para decirlo bien. Y yo respondí que era eso mismo, orgulloso de hacer algo de lo que la mayoría no era capaz: enfrentarse con firmeza a don Fernando. “Yo creo que se equivoca”, dijo con paciencia inusual. “No, no; es como le he dicho”. Me miró condescendiente unos segundos (debía tener el día bueno), e indicó a uno de los compañeros de delante que me leyera la respuesta correcta. Tras oírlo, yo afirmé, delante de mis 39 compañeros, que no, que no, que aquello era una confabulación que él había tramado con el alumno para hacerme dudar y que me cayera el cero correspondiente. El tipo no debió salir de su asombro cuando me escuchó decir eso ¡en su clase! Contrayendo el entrecejo, y ya visiblemente molesto, me ordenó: “Arias, coja el libro, y lea la declinación completa de esa palabra”. Lo hice, y cuando hube acabado, mi jersey de color azul debía contrastar al cien por cien con la rojez de mi cara y de mis orejas. Me había obstinado en un error garrafal. “Bien, ¿se ha enterado ya?”. “Sí, don Fernando”, respondí contrito, con un hilo de voz. “¿Sabe ya la nota que le voy a poner?”. “Sí, don Fernando” respondí de nuevo ya con sólo un hilo de voz. “Bien, puede sentarse”. Con una estatura de apenas unos milímetros sobre el suelo, logré encaramarme al pupitre y quedarme allí, muerto en vida, el resto de la clase.

El cero no me lo quitó nadie. El suspenso esa evaluación, tampoco. Pero a sus ojos, desde aquel día, me incorporé al grupo de los elegidos para la gloria. Yo había sido el insolente que había osado enfrentársele, cuando un episodio así no se recordaba en los anales recientes. Cuando fui viendo que el trato que me dispensaba mejoraba día a día, y hasta me pareció que a veces me “enchufaba”, el gusto por la asignatura mejoró muchísimo, y tener la lección bien aprendida o la traducción bien realizada fueron para mí prioridades absolutas. En junio, me puso un “bien”.


De don Fernando aprendí muchas cosas sobre el control del orden público en clase, sobre la exigencia, y sobre la justicia. Varias de ellas las he aplicado en mis clases desde el principio, me parece que con éxito. Aunque, eso sí, aquel hijo de perra (aun si su madre fuera santa) nunca sonrió en el aula más que cuando preveía con fruición otra posible víctima de sus palabras. Yo sonrío mucho más y de forma mucho más sincera, mucho más humana. Dónde va a parar…

jueves, 30 de marzo de 2017

INFANCIA (MICRORRELATO)

Frío y un triciclo en el parque. Una memoria que asombraba. La escarlatina y una ametralladora a pilas. Lluvia. La apariencia del precoz. Las manos peludas que engañan, que arrancan sangre de la boca. El abuelo protector, enseñante, educador. Su muerte incomprensible. Traslado. Otro nacimiento que lo cambiaría casi todo. Las nubes con cara de pan, de pirata, de reina. Un mercado con animales que acariciaba al pasar. Cromos los domingos. El primer alunizaje, en la tele de un bar. La ilusión del día de Reyes. Los gritos, las discusiones de mis padres. El ritual de la peluquería. Las primeras fotos, posando. Los tebeos encuadernados, la abstracción del tiempo, las tardes, las noches. El virus de la palabra, irrefrenable. La fragancia de la leche condensada. La fascinación por las historias, por la Historia. Un dios al que no se entiende, pero al que se ama. Los golpes de regla en las uñas. Crudezas invernales. Riñas de patio de vecinos. El pan con chocolate. El estudio responsable. Conciencia de debilidad, de fortaleza. Las ausencias de quien más era necesario. Las lecciones recitadas de memoria. Los prados y los solares. El fútbol y las cacerías de pequeñas alimañas. Los libros, la biblioteca pública. La enfermedad por la palabra. Las canicas y el juego del tacón. La caja de cerillas y un incendio que arrasa un descampado. La maldad de la abuela. La magia del ajedrez, tan temprana. La asunción de la dolorosa diferencia. La matanza del cerdo, y los rigores de una familia sesgada. El cuerpo cambiante y sorpresivo, y los espejos del baño, tan turbadores como irresistibles. La última paliza, a golpes de cinturón. La muerte por la palabra. La resurrección, al fin, a la palabra.

Del libro inédito Micrólogos, 2012

miércoles, 29 de marzo de 2017

EXUBERANCIA DEL ARTE MUSULMÁN (APARIENCIAS)


Aunque tenemos una idea de magnificencia de los palacios musulmanes, acaso influidos por los relatos de Las mil y una noches, y por la popularidad del Taj Mahal (que es una riquísima excepción), lo cierto es que el arte islámico era más un arte de apariencias, que de realidades. Se trata de un arte que muestra riqueza y exuberancia, pero usa para ello materiales pobres, como el ladrillo, el yeso, el azulejo. Como su religión prohíbe la representación de su dios -pura lógica: el espíritu no puede ser visto, por lo que no puede ser ni dibujado, ni pintado, ni esculpido-, abunda en cambio en una decoración muy propia, casi exclusiva: la caligrafía inunda sus paredes, sus cúpulas, sus zócalos. Suelen ser versículos del Corán. Entre sus múltiples curvas, la mayoría no entendemos nada. Probablemente, será otra sarta de sentencias apodícticas, axiomáticas, dogmáticas. Probablemente, sí. Pero ¡qué belleza! Cuando uno contempla un lienzo completamente decorado como el de arriba, lo primero que piensa es en mármoles, marfiles, panes de oro. Pero sólo son yeserías. Y hasta cuando reparamos en los luminosos azules, nos imaginamos sin dudar los brillos misteriosos del lapislázuli. Pero sólo es pintura de azul índigo. Sí, tal vez esas bellas curvas hablen de fanatismos y de sentencias sin discusión. Pero, como diría una compañera que cumple hoy años, ¡qué belleza!

Yeserías en el Palacio de Comares, en la Alhambra (Granada, Andalucía, España)

          Enero, 2009 ----- Nikon D300

lunes, 27 de marzo de 2017

DEL VIAJAR Y SUS RIESGOS (Y PLANTAR UN ÁRBOL)

Me sorprende que no me canse viajando. Nunca lo hubiera podido prever, habida cuenta del estado de mi espalda. Pero sí, enhebro velocidad, pericia, buena vista y ganas de llegar pronto para pisarle lo suficientemente duro sin dejar por ello de permitirme ser prudente a la vez. No obstante, nunca se aparta de mí la idea de que en cualquier momento el revólver que cabalgo puede disparar o que otros revólveres o ametralladoras pueden dispararme a mí. De hecho, viniendo ya a Asturias hace unos meses, contemplé delante de mí, en riguroso directo, un accidente. Por fortuna, leve, porque fue un impacto lateral aunque los coches quedaron mal parados. Pero diez segundos más, y yo hubiera sido el que habría recibido ese impacto. Es así. No conviene darle más vueltas, porque si uno tuviera en cuenta todos los riesgos de vivir, no viviría: se consumiría pensando cómo vivir bien sin riesgo, o sea, no viviendo, en suma.

Pero sí, viajo bastante. Conozco nuevos sitios, nuevos parajes, sí. Pero el primer contacto con la experiencia que principia es el desplazamiento en sí. Y éste tiene lugar en el coche. Por mucho que conduzca me seguirá fascinando que un conjunto de acciones con los brazos, las manos y los pies me traslade de lugar y me permita paladear otras culturas, otros edificios, otras calles, otros alimentos. En realidad, la técnica que me sirve bien me maravilla. Sea del tipo que sea. 

Por fortuna, puedo permitirme ese riesgo (ese lujo), porque luego hago compartir ese aparente fanatismo tecnológico con el romanticismo más puro de plantar una vida aparentemente inmóvil en un trozo de terreno que previamente yo habré ayudado a excavar.

(Fue cosa de ver con qué ilusión acometí la dura tarea de coger la pala y extraer tierra de aquel rectángulo y depositarla en un cono irregular a uno de sus lados, para crear hueco suficiente para el plantón. Igual de sorprendente fue cómo di instrucciones a mi amiga anfitriona, para que fotografiara todo, y así dejar constancia del hecho de que, por primera vez, proporciono vida y no sólo la consumo. Durante un buen rato, la técnica fue sustituida por el músculo y el sudor. Por unos minutos, las perspectivas de rapidez a la hora de ejecutar algo quedaron a un lado, ante las perspectivas del lento crecimiento de un ciprés, que —así lo espero— me sobrevivirá).

En el Diario inédito de 2001, entrada de 31 de enero

domingo, 26 de marzo de 2017

PERSONAL HOMENAJE DE GAUDÍ AL ARTE GRIEGO




Si se mira bien la imagen, y se sabe algo de arte, se reconocerán algunos rasgos propios del orden dórico, creado por los griegos. Así, las columnas estriadas de arista viva, el sencillo capitel con su ábaco rectilíneo y su equino curvo; también, un amago de triglifos, aunque sin metopas, y algunas gárgolas (perdónense los tecnicismos, a todas luces necesarios en este caso). Por tanto, se podría pensar que su autor es alguien amante del arte griego y que hasta copia sus dictados, como hicieron muchos a lo largo de la historia del arte. Pero, no. Pese a ser copiados los rasgos de cada orden, cada estilo sucesor resulta distinguible por rasgos añadidos o suprimidos. Si vemos los órdenes griegos en arquitecturas romanas, no tendemos a confundirlos de ningún modo, y aunque se quisiera imitar conscientemente lo griego en su pureza, como sucede en el Neoclasicismo, también hay apariencias que lo distinguirían del modelo inicial. 

Bien, pues la imagen que hoy nos ocupa fue diseñada a principios del siglo XX, para un industrial catalán. Se trata de la Sala hipóstila o Sala de las Cien Columnas del Parque Güell barcelonés. La última vez que estuve, mientras tiraba unos cuantos centenares de fotos –es un lugar fascinante para cualquiera, pero para quien guste de la fotografía, es fantástico-, escuché una de esas frases que lo vuelven a uno más pesimista de lo que es habitual. Era un hombre joven, bien vestido, con una niña de unos diez o doce años, y soltó la perla de que “mucho Gaudí, mucho Gaudí, pero no paró de copiar otros estilos: el gótico, el griego…”. Vamos, poco más o menos, estaba acusando al arquitecto barcelonés de plagio. La cosa me impresionó tanto, que durante un minuto o dos dejé de hacer fotos. Luego, pensé que, como en la radio o la televisión, cualquier imbécil puede opinar de cualquier cosa, pontificar, y quedarse tan ancho. Pensé en la influencia de ese tipo de programas en nuestra sociedad. Y me tranquilicé un tanto.

A ese sujeto habría que recordarle -aunque dudo que acabara comprendiéndolo- el adagio latino de ex nihilo, nihil, o sea, que de la nada, nada sale, a no ser que entremos en temas de fe. Y que toda la historia del arte (o de cualquier manifestación creativa) se ha de basar necesariamente en lo anterior, incluso cuando el propósito es crítico o disolvente, como en el caso del Dadaísmo. 

Gaudí ama el arte griego, pero él no hace arte griego. Lo recrea. Y, sí, los elementos que mencionaba al principio están. Pero todos alterados y pasados por su particular tamiz. Los ángulos poligonales, triglifos de cuatro barras y extendidos a las cornisas, espacios de metopas lisas, abundancia de gárgolas, espacios cóncavos y convexos alternantes, ábacos hexagonales y equinos almohadillados al compás de las estrías, y en el interior bóvedas vaídas, por no hablar de que encima de dicha sala se encuentra ¡una plaza!, circundada por el conocidísimo banco ondulado que la bordea. Impensable, cada uno de ellos en la antigua Grecia. Pero todos esos elementos son originalidades surgidas de la sensibilidad creadora de un genio que sabía mucho de lo pasado, para, desde él, catapultarse hasta un lugar donde muchos, bien se ve, no han llegado ni seguramente lleguen jamás.

Sala Hipóstila del Parque Güell en Barcelona (Cataluña, España)
Enero, 2016 ----- Panasonic Lumix G6

sábado, 25 de marzo de 2017

LAS PREGUNTAS DE GREGORY STOCK (5)

Pregunta 9

¿Preferiría vivir en una democracia en donde los líderes fueran incompetentes o deshonestos, o en una dictadura donde fueran talentosos y bien intencionados?

Sé lo suficiente de Historia como para saber que la incompetencia y la deshonestidad se dan tanto en la democracia como en las dictaduras. Sé, de igual forma, que los políticos talentosos y bien intencionados son escasísimos, se trate del tipo de régimen que se trate, y a estas alturas de mi vida soy muy desconfiado de toda aquella persona que elija la política como forma de vida.

Sé muchas cosas sobre las democracias y otras tantas sobre las dictaduras. Y sólo sé que ninguna de ellas me agrada, aunque por motivos diferentes. De la dictadura, lógico, no aguanto la ausencia de libertad de expresión, su habitual recurso a la violencia para imponer voluntades. De la democracia, su mediocridad, su mito de que la mayoría tiene la razón. Para mí ambas son formas distintas de dictadura, considerando más honesta y coherente a la que se presenta sin ambages como tal.

Vivo en una democracia, y vivo bien. ¿Viviría peor en una dictadura? Seguramente, peor sí, pero no demasiado peor. Me hallo alejado de casi cualquier movimiento político colectivo, y cuando voto la mayoría de las veces lo hago en blanco, pues nadie concita mi interés. Sin embargo, si tuviera a alguien vigilando lo que yo dijese, lo que yo pensase, lo que yo hiciese, o con quién me reuniese, sí me sentiría muy mal. Pero todo, en política, se reduce a una pregunta que debiera figurar antes que la formulada en este noveno lugar: ¿qué pido yo del régimen político del país en que me hallo? Respondiendo a esto, se responde a la planteada aquí.

Lo que yo quiero de un sistema político (teniendo en cuenta que soy hiperegoísta, individualista extremo, y funcionario, para más señas) es seguridad, un nivel de inoperancia y de corrupción tolerable, y libertad para hacer lo que me dé la gana, cuando me dé la gana, entendiendo que este “lo que me dé la gana” no es lesivo para nadie. Por tanto, el régimen me sería un poco indiferente, aunque mi pasado de “rojillo” de postal tal vez se escandalizase y resucitase si se hallase en medio de una dictadura, aunque estuviese regentada por políticos de talento bien intencionados (lo cual es una contradictio in terminis, porque la gente de talento y bien intencionada no promueve dictaduras).


Resumiendo, si la dictadura fuese como la propugnada por Platón y en una sociedad como la ateniense, me decantaría por ésta. En nuestros días, creo que preferiría la atonía monocorde y mediocre de nuestras democracias occidentales, porque creo que me facilitarían más el marco donde ser yo más yo. Vamos, como estoy ahora, ¿para qué cambiar? 

Pd/ Los textos que responden a las cuestiones formuladas en El libro de las preguntas de Gregory Stock, fueron creados entre 1998 y 1999

jueves, 23 de marzo de 2017

GILGAMESH, HÉROE O GENIO


Visitar el Louvre siempre ha estado entre las cosas más maravillosas que a mí me han sucedido en la vida. He estado varias veces en la capital francesa, y si algo nunca faltó en cada visita, fue el Louvre. Pero siempre había sido un “solo” día. La última vez que estuve en París, en 2012, comuniqué a mi pareja que, si íbamos a estar 15 días, dos al menos debían ser para el Museo de museos; lo necesitaba, y aclaré que me parecía innegociable. Por fortuna, no tuve mucha resistencia, ésa es la verdad.

Me reencontré de nuevo con mis mitos personales. En la sección antigua -inabarcable, pero fascinante-hay una figura para la que la memoria asociaba a un personaje. Y en esta visita pude salir del error, suponiendo que lo fuera. La figura que está ahí arriba es una obra de arte asirio, que se halla en la misma sala que los toros androcéfalos del Palacio de Sargón II en Khorsabad. La altura y las dimensiones de dichas esculturas resulta imponente, pero había una cuyo interés para mí era especial. Es justo la aquí reproducida. Muestra desde una posición frontal -aunque con las piernas de perfil- a un hombre gigantesco dominando un león con una mano, y sosteniendo una honda en la otra. Si comparamos los tamaños de ambos, la desproporción destaca enseguida. Pero el error venía de que yo pensaba que se trataba de Gilgamesh, el protagonista de la primera obra literaria de la humanidad. Y dicho error se había fundamentado en que las ediciones que yo había manejado ilustraban el texto con esta imagen, atribuyéndole una identidad que al parecer no resulta cierta.

A quien le produzca una sonrisa benévola el chasco, debo aclarar que para mí La epopeya de Gilgamesh es una obra que siempre me removió por dentro, desde que la conocí cuando estudiaba 1º de Historia. La he releído varias veces, y he de apuntar que cada vez que pasa por mis ojos pienso más y mejor de ella, pues, siendo la primera, lo contiene ya todo.


Pero, no. El hombre de la imagen, gigante y dominador, no es Gilgamesh, o al menos así reza la cartela que figura al lado. Es “sólo” un “héroe o genio” que se colocaba para decorar y proteger fachadas como elemento artístico o religioso, y que, con esas dimensiones, debía imponer lo suyo. Mi frustración duró sólo unos segundos, porque la contemplación de las dos figuras lo traspone a uno a otro mundo, donde seres imaginarios dominaban la vida de estos sanguinarios pero sensibles hombres. Visto además en contrapicado, a lo que obliga sus 5 metros de altura, ese rostro impasible pero feroz se contrapone al del terror que nos ofrece la cara de ese león, que más parece un gatito indefenso, en comparación con su terrorífico captor. Dos mil setecientos años de diferencia. En esos instantes yo sentí una pequeñez similar a lo que sentían los asirios cuando entraban en el palacio de Sargón II. Pero, pese a todo, este héroe o genio le pondrá cara para siempre a mi adorado Gilgamesh.

Héroe o genio del Palacio de Sargón II, Museo del Louvre (París, Francia)
Julio, 2012 ----- Nikon d300

miércoles, 22 de marzo de 2017

PRESERVAR EL INSTANTE

En la película Tango feroz. La leyenda de Tanguito (Marcelo Piñeyro, 1993), pese a diversas distorsiones tendenciosas, aparecen varios momentos memorables, pero hay uno especial, que me emocionó un poco más.

Están toda la panda de músicos y sus respectivas parejas viendo amanecer, luego de una noche intensa de camaradería y juerga, tras haber asistido a un concierto. Se hallan sobre un puente, o un viaducto, no se sabe bien, sobre el estuario del río de la Plata. Se hacen bromas. Ríen. Se divierten. Están felices. Entre ellos, uno no deja ni a sol ni a sombra su pequeña cámara tomavistas: es el cineasta del grupo. Todos le dicen que pare ya de filmarles, que no sea pesado. De repente, Tanguito le pregunta que por qué hace eso. El portador de la cámara le dice que se dedica a conservar, a conservar momentos, personas. Se hace un silencio. Les dice que se callen un momento. Le obedecen. Luego dice que ese instante, ese lapso ya pasó, desapareció, se volatilizó. Sin embargo, si él lo hubiera filmado, pasaría a la película y al proyectarse se volvería a ver el mismo momento. Ese mismo momento y esos mismos personajes con sus mismos rostros, con sus mismas risas, con sus mismas preocupaciones, con sus mismos gestos.

Tanguito se siente atraído por dicha explicación, y como previendo que ese documento tendrá un valor enorme en el futuro, le pide a su amigo que le ruede, que tiene algo que decir. Ahí la escena se interrumpe. Es al final de la película cuando se recupera ese instante, cuando ya Tanguito ha muerto (¿asesinado?), y surge de nuevo su voz, su rostro, hablando a la cámara: ≪Todo, no se compra...; todo, no se vende...≫.

En ese pequeño fragmento se condensa la esencia de todo proceso creador. La permanencia, el ansia por detener el tiempo, por permanecer, por conservar lo que se posee, por perdurar. Por continuar, por no morir, en suma, que es a lo que se reduce todo.
Pero dicho de una forma dulce, hermosa, convincente, atípica y práctica. E inolvidable.

En el diario inédito Migas para el bosque, entrada de 6 de Mayo de 1998

martes, 21 de marzo de 2017

LA AÑORANZA DE MARÍA MAGDALENA


¿De qué se arrepiente María, la de Magdala? ¿De los siete demonios que le fueron expulsados del cuerpo? ¿De lo que hizo? ¿De lo que no llegó a conseguir? ¿De lo que alcanzó, pero luego la Iglesia católica prohibió recordar, enterrando la verdad en el olvido? ¿Del maltrato al que ha sido sometida su figura, contrapunto pecaminoso y lascivo de la pureza inmaculada de la madre de Jesús? ¿Por qué hace penitencia? ¿Pecó realmente? ¿Se acusaba de no haber entendido lo que los demás sí? ¿O era justamente al revés?

Aunque también es posible que la postura que nos muestra no sea la del arrepentimiento, en realidad, sino la de la añoranza. La del recuerdo del cuerpo fibroso que acaso fuera suyo durante un tiempo, y que había desaparecido para siempre. La del recuerdo del hombre que quizá por vez primera la tratara con respeto, correspondido en su caso por una adoración, algo inédito para ella. El modo en que tiene la cruz en sus manos sobre sus rodillas, y el gesto del rostro, no dejan lugar a dudas: es un lamento. María Magdalena lamenta no tener a su lado a Jesús, y esa cruz compuesta tan sólo de dos cañas se lo recuerda en el momento más cruel en que ella lo contemplara. Su cuerpo, desmadejado, aunque todavía bello, se derrumba hacia su izquierda, apenas vestido con telas de eremita, dejándonos ver los brazos, las piernas, parte del pecho. Su cuerpo nos recuerda que ella es una mujer carnal, no mística, una mujer que ha accedido al Maestro, que lo añora, que lamenta su faceta divina, que ella lo amaba como hombre, y es a ese hombre al que ahora echa de menos con la fuerza que sólo el recuerdo es capaz de reactivar. Apenas nos fijamos en la calavera. En realidad, sobra. Ella mira la cruz, y, en ella, ve el cuerpo del Crucificado. Y recuerda, recuerda. Se sume en el mayor dolor. Y llora.

Magdalena penitente, de Antonio Canova, en el Palazzo Bianco de Génova (Liguria, Italia)

Julio, 2016 ----- Panasonic Lumix G6

lunes, 20 de marzo de 2017

HITOS DE MI ESCALERA (16)

Entre septiembre y octubre del año 1977 tuvieron lugar dos hechos capitales en mi adolescencia. El primero, que comencé el que iba a ser el curso con peores resultados de mi vida académica. El segundo, que nos mudamos de piso, a sólo 150 metros del anterior, con unas condiciones de vida mucho mejores.

Del 2º de BUP, recuerdo con nitidez el desasosiego constante que casi todas las asignaturas me producían. Imagino que las hormonas estaban haciendo de las suyas también en mi cuerpo, como resulta natural pensar. No estaba a gusto ni conmigo, ni con el mundo, ni con lo que tenía que estudiar. Lo sorprendente, es que no lo estaba ni con las materias de letras, que han supuesto la base de toda mi vida, así que pueden imaginarse con facilidad mis sufrimientos con las de ciencias, sobre todo matemáticas y física, que constituyeron los muros más infranqueables que yo tuve en mi vida de estudiante. Hoy sé que logré aprobar la primera, porque el profesor que nos la impartía (es un decir) era un personaje graciosísimo, entrañable, penoso didácticamente hablando, ceceante profundo, obeso y fumador compulsivo (en aquélla, aún se fumaba en clase), pero que se dormía en los exámenes, poniendo el periódico como pantalla para que no viéramos sus profundas cabezadas vespertinas; gracias a esa circunstancia, yo podía copiar íntegras las respuestas de mi amigo Rogelio, que era un fenómeno para esa materia; lo que por entonces jamás entendí es por qué el sacaba ochos y nueves, y yo nunca pasé del cinco, si los exámenes eran idénticos, pero como el objetivo era aprobar, la cosa podía obviarse sin mayores investigaciones. Sin embargo, lo que todavía en la actualidad se me antoja imposible de comprender, es cómo llegó a figurar en mi expediente de junio un suficiente pelao en la asignatura de Física, siendo yo, como todo el mundo sabe, negado para los números y las fórmulas; máxime, teniendo en cuenta que nos la daba una mujer preparadísima, excelente profesora, que se trabajaba duramente la materia, y no dada especialmente a favoritismos ni martingalas. No llegaré a saberlo jamás, pero fue el último escollo de ciencias que se me atravesó, y cuando fue superado sin que se sepa cómo, pude ver la cara a Dios, y eso que de aquélla yo ya era ateo militante y confeso. Desde aquí agradezco a don Fdandcizco (no recuerdo el apellido), alias el Bola -por su orondez-, y a Felicidad Paramio, alias Velocidad Paramio -porque se movía como un esquiador de eslalom, por entre los alumnos-, las circunstancias que me permitieron pasar a 3º de BUP herido, pero intacto, y sin pasar por la humillación de septiembre. 

El otro hecho fundamental fue que en octubre dejamos para siempre aquel 1º oscuro y gélido (y sin ascensor) de la calle Obispo Almarcha para trasladarnos al 4º luminoso y calentito (y con ascensor) de la calle San Guillermo. El cambio fue más que notable en confortabilidad y en luz. Allí se podía leer sin quemarse las pestañas, ni estar embutido en tres camisetas y dos pijamas. Bien es verdad que debía hacerlo en el salón, cuando no hubiera nadie más, pero las dos gigantescas ventanas de esa estancia compensaban otra problemática doméstica, que venía dada porque mi madre consideraba que la vivienda debía ser un espacio sagrado e inmaculado para “poder ser enseñado en cualquier momento a cualquier visita” y no un lugar donde vivir el día a día. Pero de eso hablaré en otra ocasión, pues esa situación bien lo merece. Ahora, lo que procede añadir tan sólo es que, si hubiéramos creído en malos augurios, habríamos salido por pies de allí enseguida. Porque el mismo día que nos trasladamos ya definitivamente -para dormir- cayó un tormentón tan espectacular, con tanta lluvia y con tan dilatado aparato eléctrico, que interrumpió todas nuestras operaciones de piso a piso por espacio de una hora larga, y sumió a mi madre -alérgica mentalmente todavía hoy a las tormentas- en un estado de nervios apocalíptico. Por fortuna, sólo fue una anécdota. Intensísima, eso sí -fueron más de 50 l/m2-. Pero sólo un mal comienzo para una vivienda que a día de hoy todavía alberga a mis padres, casi 40 años después.

domingo, 19 de marzo de 2017

BONITO TRISTE FINAL



Toda una vida nadando por los siete mares, comiendo sardinas, anchoas y jureles, procreando por doquier, visitando costas y abismos, huyendo de mis enemigos y persiguiendo a mis presas, compitiendo en velocidad con mis primos atunes, para, ahora, acabar en la mesa de una loca de la cocina, que no se conforma con comerme a mí, sino que antes me trocea, me rocía con líquidos, me abrillanta, me coloca frente a una cámara y otro loco me hace fotos y más fotos mientras habla sin parar. Triste destino el mío, en verdad. Menos mal que la cabeza está intacta, y aún me rige…

Bodegón con bonito del Norte (La Coruña, Galicia, España)
Septiembre, 2015 -----  Nikon D5200

viernes, 17 de marzo de 2017

EXCESIVA ANTICIPACIÓN (MICRORRELATO)

Estimado amigo, le envío este billete para tranquilizarle sobre la carta suya de hace dos semanas.
He de decirle lo muy impresionado que me ha dejado. Pero en un sentido negativo, por lo que temo seriamente por su salud.
Nunca dudé de su imaginación, a tenor de su obra precedente, ni puedo olvidar cómo de asiduo ha sido usted siempre de las obras de ese visionario francés tan perturbado como popular, que ha llegado a imaginar viajes tan imposibles como —he de reconocerlo— atractivos de primera mano.

Ahora bien, una cosa es aventurar expediciones bajo el mar, o la tierra, o idear un vehículo que nos transporte hasta la luna, como Jules Verne nos contó. O, como ya imaginara H. G. Welles hace sólo una década, viajes a través del tiempo o a otros planetas. Pero convendrá Vd. que otra muy distinta es creer que algún día tendremos un dispositivo del tamaño de un billetero, que funciona con pilas, a través del cual no sólo podríamos hablar a distancias enormes, y sin hilos, sino que serviría también para capturar fotografías, leer libros, periódicos o revistas, efectuar pagos bancarios o ver películas como en el  cinematógrafo.

La imaginación, querido amigo, también tiene sus límites, y si bien resulta válida a nivel literario casi en cualquier circunstancia, puede tornarse preocupante si, como es su caso, cree firmemente que algún día todo ello llegará a producirse y lo justifica con vehemencia visionaria. Es por ello que lo encuentro desde hace algún tiempo seriamente perturbado, déjeme que se lo diga con total franqueza, y necesitado de ayuda en temas mentales, si no espirituales, que sería más grave. Haría bien en realizar una cura de salud en algún balneario, créame; le sentaría a Vd. de maravilla, y podría retomar en breve su prometedora carrera de literato de ficción.

Entienda, pues que, entretanto, nos veamos obligados a rechazar su manuscrito, pues no creemos que fuera bien aceptado entre un público, por lo común crédulo, pero sin tanta capacidad para asumir sus audaces y absurdas predicciones.

Atentamente suyo,
Su Editor
                                                                                                                                                                                 Del libro inédito Micrólogos, 2012

jueves, 16 de marzo de 2017

LA SOLEDAD DE ALBERT EINSTEIN



Del Parque de las Ciencias de Granada guardo varios recuerdos de gran intensidad, que ahora no relataré, porque no es el caso. Pero la segunda vez que lo visité, más de diez años después de la primera, reparé en una novedad que la otra vez no hallé, o al menos yo no la había visto. Dos esculturas de bronce se hallaban en el exterior del recinto -lo componen varios edificios, incluido un fantástico mariposario-. Una de ellas mostraba a Marie Curie; la otra, a Albert Einstein. Dos gigantes de la ciencia, cada uno en su especialidad, y en diferentes lugares, aunque compartieron varios años entre el XIX y el XX. Las dos imágenes me dieron la misma impresión, pero sobre todo me pareció más evidente en la del genio alemán. Era soledad lo que emanaba de sus figuras. Desde luego, soy consciente de que se trata de una representación de un escultor concreto, que podía muy bien haber sido otra. Pero el caso es que cuando uno mira la imagen del físico, embutido en uno de los clásicos jerséis de pico que lo caracterizaban, sentado en un banco con un libro en la mano, como reflexionando sobre lo que acaba de leer, la mirada perdida, yo vi en él reflejada la viva imagen de la soledad. Y no porque fuera alguien solitario, antisocial o careciera de vida pública. Me refiero a la soledad del genio que ve mucho antes que nadie algo que para él se muestra con naturalidad, pero que nadie más puede entender de momento; a esa soledad de la incomprensión y el escepticismo que durante varios años hubo de soportar de la mayor parte de la comunidad científica (hasta el punto de que el premio Nobel que recibió, no fue por su teoría de la relatividad, puesto que el funcionario encargado de estudiarla para evaluarla no la entendió y aún no había sido verificada del todo). Esa soledad incomunicada y aislada, -aunque orgullosa, a tenor de su carácter-, es la que a mí me transmite ese rostro en apariencia bonachón, con la frente contraída en arrugas de vejez y pensamiento. Hoy, esa soledad ya no es tal. Cada año, miles de personas de todos los tipos, incluyendo a quienes no saben una palabra de física, se sientan junto a él para hacerse fotos y le tocan, en un intento -comprensible, pero vano- de que la inteligencia de ese científico prodigioso se transmita por algún tipo de onda que acaso él mismo contribuyera a crear. Pero, en su interior, la inasible inteligencia del genio permanece sola, como acaso siempre suceda con los de su especie.

Escultura homenaje a Albert Einstein, en el Parque de las Ciencias de Granada (Andalucía, España)
Diciembre, 2008 ----- Nikon D300

miércoles, 15 de marzo de 2017

MI PALABRERÍO CANALLA (17)

BAILE: Acoplamiento ritual, sublimador y simbólico de dos cuerpos que desearían poder llevar a cabo otro tipo de acercamiento, pero que se han de conformar  de momento con los convencionalismos que la sociedad permite en esos casos. Para evitar que los gestos y pasos que lo caracterizan parezcan ridículos suelen ser acompañados de música de ritmos y calidad variable.
BANALIDAD: Modo con que puede calificarse la actividad de los más, la conversación de los demás, la meta de los otros, la mayoría de las veces, con razón; aun sin percatarse de que los demás piensan lo mismo de sus respectivos demás, entre los cuales nos encontramos, mal que nos pese o nos fastidie sobremanera.
BANDERA: Trapo o sábana rectangular con colores vivos y bien visibles que simboliza el modo de diferenciación más gregario e irracional que concebirse pueda. En su nombre se han llevado a cabo acciones y genocidios tan destructivos como inútiles, los cuales jamás se llevarían a cabo por causas más constructivas, aunque tal vez sí por motivos más beneficiosos.
BANDIDOS: Miembros de una forma minúscula de colectivo llamado banda, que ofrece a sus miembros cierta apariencia engañosa de identidad individual, acentuada por el hecho de portar armas; sin embargo, sin la banda y sin las armas, ninguno de los definidos es nada y, por supuesto, mucho menos, nadie.
BANQUEROS: Personajes explotadores clave en la historia de la humanidad, cuya ambición es tan ilimitada como su imaginación para conseguir sus fines, sean lícitos o no. Sin su concurso, el mundo habría padecido muchas menos angustias, y algunos odios se habrían derivado hacia otros chivos expiatorios; a cambio, se habrían logrado muchos menos avances. El conocimiento de su absoluta necesidad es la fuente de su fuerza, de su desvergüenza, de su impunidad, de su nunca satisfecha ansia por tener más, más, más, y ser cada vez menos, menos, menos.
BANQUETE: Reunión que toma la ingesta desorbitada de alimentos y alcohol como pretexto para la obtención de contratos financieros, para pasar el obligado trago conmemorativo o como preámbulo para acceder acto seguido a las actividades sexuales que son de rigor en tales casos.
BARBA: Pereza visible y más o menos densa que aflora por la cara de los hombres, en general, y de algunas mujeres con exceso de testosterona, en particular.
BÁRBAROS: Pueblos desaseados e ignorantes que demostraron que, a la hora de la verdad una buena espada y una buena autoconfianza plena valen más que todos los monumentos y la cultura de una civilización por completo agotada y esclerotizada; y , a mayores, domesticada (o castrada) por el cristianismo de los primeros tiempos.
BARRICADA: Obstáculo de finalidad revolucionaria, terrorígena, o simplemente puñetera, compuesto al modo chabolista, es decir, juntando materiales diversos de solidez reconocida y procedencia variable, formando un collage que parece extraño aún no hayan llegado a valorar las vanguardias, aunque parece que se las llegará a incluir en el apartado performances, o así.
BASTÓN: Objeto cilíndrico alargado de varios usos (mando, apoyo, castigo, etc.) que es usado por gente que tiene en común su debilidad y su necesidad de sostenimiento externo de su descabalado e inconsistente interior.

Del libro inédito Palabrerío canalla, 1999

martes, 14 de marzo de 2017

CASI LLENA


Siempre impasible, siempre inmutable en su rostro ofrecido a quien la contemple, cambiante sólo en cantidad de superficie a la vista, curvilínea o esférica, irregular y arrasada de impactos, la luna siempre nos atrae la mirada en cualquier momento y bajo circunstancias bien diferentes. Para los humanos del paleolítico no debía resultar menos fascinante atrayente que para nosotros, sólo que ellos le darían explicaciones mágicas, esotéricas, divinas; como así sería durante milenios. Hoy, que sabemos casi todo sobre ella, la miramos y se nos queda la cara alzada en su dirección, y bien la veamos con nuestros ojos, o a través de un teleobjetivo o telescopio, su magnetismo resulta inexplicable. Porque siempre están ahí las mismas sombras, esos huecos, los mismos cráteres, esa esfericidad progresiva y cambiante, desde la plenitud hasta la desaparición. Hoy conocemos que la idéntica velocidad de traslación y de rotación del astro es la razón por la que siempre nos ofrece su misma cara, así como que no posee luz propia, sino que, a modo de gigantesco espejo, nos refleja la del sol. Pero es igual. Eso son sólo explicaciones científicas. Uno levanta la vista y nos quedamos pasmados. Pasmados, sí, pero no paralizados por un enfriamiento, sino por la imposible respuesta a llamada tan insistente, tan constante, y a la que siempre respondemos con sumisión.

Foto de cuarto creciente final, tomada con objetivo catadióptrico de espejo

Marzo, 2017 ----- Nikon D500

domingo, 12 de marzo de 2017

CULPA DE LA VANIDAD

La vanidad nos mata. Tiene a sus espaldas más muertes que la gripe e incontables más dolores. Leo en una revista antigua dos noticias más antiguas todavía, que tienen que ver con ella.

En la primera, Bernard Shaw halló entre un montón de libros de ocasión, como muchos otros escritores que hurgan en las librerías de lance, un libro suyo, con la dedicatoria que le había firmado a un amigo hacía algunos años. Encolerizado, compró el volumen, y junto a las letras de entonces, escribió las siguientes: “Al Sr. X, con un nuevo saludo, ¡el segundo!”. La reseña no menciona su edad, pero no es relevante al caso. Su reacción es de una ingenuidad tan infantil, que me ha provocado una sonrisa. No contempló ninguna de las posibilidades que su amigo tuvo para deshacerse de la obra dedicada. Porque pudo tener necesidades económicas y precisar deshacerse de algunos libros con que capear el temporal; pudo haberlo prestado y que no le fuera devuelto, y el prestatario obrar indignamente; pudo también haber muerto, y sus deudos haberse deshecho de la biblioteca al completo, como sucede tantas veces. O, seguramente, pudo haber considerado inaguantable la obra de su amigo, y para no amargar su vanidad con una opinión sincera que acaso no fuera bien admitida, no dijera nada de su extravío. En cualquier caso, el insigne autor olvida que, una vez escrita entregada la obra al mundo, ya no es suya, sino del mundo, y éste obra como mejor le parece.


Que es lo mismo que le pasó a John Irving, cuando deplora los sinsabores que le supuso llevar su novela Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra al cine (con el título de Las normas de la casa de la sidra), donde participó también como guionista e incluso ganó un óscar por ello. Refunfuñar por no poder controlar los cambios habido en el guión, en el montaje, en el ritmo, en la caracterización de los personajes, etc., es una clásica estupidez muy común, pues no se da cuenta (o no quiere o no puede) de que una obra sólo está en manos de su autor sólo hasta el momento en que la mostramos a los demás; no digamos ya si el formato y el medio cambian, como es el caso de una adaptación literaria al cine. El escritor estadounidense adolece del mismo mal que el escritor irlandés. Sólo cambian los modos y las causas, pero la esencia es la misma. Ah, la vanidad. Vanitas vanitatis et omnia vanitas, que dijera el Eclesiastés ya hace bastante. Era otro el significado, claro, pero me venía bien para concluir estas líneas. ¡Qué queremos! Yo también adolezco de lo que censuro.

sábado, 11 de marzo de 2017

LAS ABEJAS ANUNCIAN LA PRIMAVERA


La primavera va llegando. Aunque las avispas asesinas diezmen sus colmenas, ellas resisten. Su instinto las impulsa. Los efluvios de las plantas tempranas las atraen. Nada las detiene. Toda su labor continúa. El ciclo de la vida recomienza. 

Las Lomas, León (Castilla y León, España)
Marzo, 2017 ----- Nikon, D500

viernes, 10 de marzo de 2017

LAS PREGUNTAS DE GREGORY STOCK (4)

Pregunta 8

¿Preferiría ser integrante de un equipo deportivo que fuera campeón mundial, o ser campeón en un deporte individual? ¿Qué deporte elegiría?

Sin ninguna duda, me gustaría muchísimo más ser un campeón más modesto, pero campeón al fin y al cabo, de un deporte individual. Detesto todo lo que tenga que ver con el grupo y soy un individualista extremado, y en ocasiones hasta feroz.  No dudo que hay deportes cuya belleza o poderío depende del grupo y que si sólo los hubiese individuales la cosa sería más aburrida. Pero para mí la pregunta no ofrece duda. Lo más hermoso de todo tipo de combate no cruento es la confrontación de dos cuerpos, de dos inteligencias, de dos individualidades frente a frente, sin más ayudas que las meramente técnicas o auxiliares, sin otros instrumentos que extiendan el poder del hombre más allá de sus cualidades naturales, sin trampa ni cartón. Por eso, los deportes que no requirieran ni raquetas, ni arcos, ni pértigas, ni armas, ni palos, ni mazas, ni vehículos, ni vestuario excepcional, ni complementos que prostituyan la confrontación pura entre los contendientes, serían los que yo preferiría. La carrera, la lucha, ambas en sus distintas modalidades, serían los que contarían con mayor aprobación de mi parte.  Y de ellos, aquellos que opusieran a los participantes de dos en dos. Por último, escogería cualquiera de las formas de lucha oriental (yudo, kárate, full contact) o el boxeo sin ir más lejos.


Sin embargo, el deporte que más me fascina y de cuya práctica me gustaría ser un verdadero campeón sería el rey de los deportes-juegos de inteligencia, es decir, el ajedrez. No existe forma más brutal de combate con menos derramamiento de sangre o de contacto físico, no hay lucha más silenciosa, más intensa, más inteligente. En esta modalidad sólo dos personas frente a frente, nunca mejor dicho, ponen en liza sus conocimientos, sus caracteres, sus temperamentos, su fuerza, su resistencia, su astucia, su agresividad. Y todo ello, inmersos en una soledad absoluta dentro de sus cerebros, de sus corazones. Habrán podido tener apoyo, entrenamiento previo, pero a la hora de la partida, sólo el rival y el reloj son sus contrincantes y contra ellos sólo está uno para contrarrestar su acción. El ajedrez es el deporte supremo. Ser campeón de ajedrez sería la categoría laureada que yo escogería frente a cualquier gloria colectiva, fuera de la repercusión o importancia que fuera. Para mí sería algo secundario obtener un título o premio con otras personas, con las que formaría un equipo. Siempre me cuestionaría cuál fue mi grado de participación y cuál la responsabilidad de los demás en dicho éxito. Y sólo esa sospecha y la necesidad de repartir gloria con algunos más ya bastaría para que la satisfacción no fuese completa.

Pd/ Los textos que responden a las cuestiones formuladas en El libro de las preguntas de Gregory Stock, fueron creados entre 1998 y 1999

jueves, 9 de marzo de 2017

ADMIRACIÓN POR LOS PEREGRINOS


Siento profunda admiración por los peregrinos. No toda su actividad me la promueve por igual, pero siempre que veo alguno, en solitario, en parejas o en grupos, mi simpatía está con ellos.

De los peregrinos admiro casi todo: su decisión de realizar algo durante un determinado número de días, y llevarlo a cabo sin desmayo; su determinación y constancia en realizar la peregrinación correspondiente (por lo general, el Camino de Santiago); el arrojo y el tesón en lanzarse al camino, sabiendo que quien regrese no será el mismo que quien partió; la solidaridad entre ellos, cuando sucede cualquier inconveniente o desgracia; la alegría que transmiten siempre a su paso; su intercambio de sabiduría por esfuerzo; su valentía para echarse a andar. No admiro, en cambio, sus motivaciones, cuando son religiosas, aunque las respeto igualmente.

De los peregrinos, admiro casi todo. Lo cual no implica que yo quiera emularlos lo más mínimo. Vamos, que yo turista, sí, siempre. Viajero, a veces. Peregrino, nunca.

Monumento al peregrino (Burgos, Castilla y León, España)
Mayo, 2016 ----- Nikon D300

miércoles, 8 de marzo de 2017

PASSENGERS -2016-

Una nave espacial de un futuro lejano transporta 5.000 pasajeros y más de doscientos tripulantes en estado de hibernación hasta una colonia en un planeta remoto, donde comenzarán una nueva vida dentro de 120 años, que es lo que dura el viaje. La salida de dicho estado y la preparación del aterrizaje tendrán lugar sólo unos meses antes del fin del trayecto. Pero cuando han transcurrido sólo 30 años, el impacto con un meteorito provocará un fallo en una de las cápsulas individuales, y uno de los pasajeros saldrá de su estado letárgico, y despertará él solo, sin que nadie más lo haga. Toda la gigantesca nave, que se parece más a un crucero de gran lujo, está a su disposición para él, pero no hay nadie más con quien compartir la experiencia, ni con quien charlar, discutir, planificar, trabajar, etc. Está solo. Y a lo largo de un año lo intenta todo para salir de esa situación: desde buscar ayuda (lo que enseguida descarta por las distancias), o intentar un cambio de rumbo (lo que es imposible, porque no dispone de códigos de acceso a los controles de mando), a vegetarse y desesperarse de forma progresiva, hasta el punto de sopesar la ventaja del suicidio que diera fin a la perspectiva terrible de una soledad de años. Pero al fin se le ocurre algo distinto, cuando ya su modo de vida se asemeja ya al de un náufrago (con barba de meses, semidesnudo, sucio y harapiento, en contraste con la perfección tecnológica de su entorno). Se plantea despertar a otro pasajero para que comparta con él su existencia. Las dudas morales le asaltan, y las comparte con un humanoide que ejerce de camarero. Es realmente una pregunta ética de gran alcance. ¿Resulta moralmente aceptable que este personaje despierte a una persona hibernada, condenándolo así a no llegar a donde se dirige y a morir en el transcurso del viaje? Todos responderemos que no, pero todos comprendemos que lo acabe haciendo, por un buen puñado de razones. Pero si encima el resultado de su elección es una mujer con atractivo físico, currículum intelectual más que envidiable y expectativas muy sugerentes y compatibles, y encima se trata de Jennifer Lawrence, entonces, claro, le aplaudimos con las orejas. Al protagonista masculino, claro. Al guionista, le arrojamos directamente al espacio.


Esto es lo que sucede en los primeros tres cuartos de hora de la película Passengers (Pasajeros), obra del director noruego Morten Tyldum. De los 70 minutos restantes, mejor no les digo nada. Y no por evitar reventarles el argumento, no, sino porque a partir de ese momento, el rosario de tópicos e inverosimilitudes es de tal magnitud, que hacía tiempo que no me frustraba tanto un planteamiento tan interesante en principio, y tan penosa y comercialmente resuelto de mitad en adelante hasta el final, que ya es de traca. Y, si no me creéis, vedla, vedla, y luego me comentáis.

martes, 7 de marzo de 2017

CREPÚSCULO EN CAMOGLI


Hoy, sólo la belleza de la contemplación. Sin mayor añadido, pero sin restarle tampoco esencia.

(Debería recurrir a esta modalidad más a menudo, con la fotografía -si mereciese la pena en sí misma- como protagonista absoluta; y hablar -escribir- menos. Debería, sí. Debería...)

Crepúsculo desde San Rocco di Camogli (Liguria, Italia)
Julio, 2016 ----- Panasonic Lumix G6

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