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domingo, 18 de septiembre de 2011

MICRORRELATO

EXIMENTE

Su ansia de venganza contra el colegio de curas databa de mucho tiempo atrás, pero cobró realidad aquella tarde, cuando, rojo de ira, se lanzó a arengar a sus compañeros, los cuales quedaron muy impresionados por sus razones y sus palabras. Cuando concluyó su discurso, se decidió a dar un paso más. Tomó una piedra de un parterre cercano, y tras sopesarla un par de veces, la arrojó contra el rosetón de la portada sur, produciéndole un boquete notable. A continuación, los demás, inflamados por sus palabras y animados por su gesto, comenzaron a hacer lo propio. En pocos minutos, no quedaba una ventana intacta en aquella iglesia, famosa por sus conjuntos vitrales. Los religiosos llamaron a las fuerzas del orden que, pese a la desbandada, todavía  pudieron alcanzar a varios. El protagonista, en cambio, se presentó sin resistencia alguna ante los guardias, que lo detuvieron en el acto, acusado de ser el cabecilla e instigador de los desmanes. Al ser interrogado, sorprendió a todos declarándose por completo inocente de los hechos que se le imputaban. Como a continuación se le mostraran las imágenes de las cámaras de seguridad donde se mostraban sus acciones, él adujo que ahí tenían la prueba definitiva, ya que en esas cintas se podría verificar que él había tirado la primera piedra, y por tanto se hallaba eximido de toda culpa, como tanto le repitieran en otro tiempo.
Del libro Micrólogos

domingo, 12 de junio de 2011

MICRORRELATO

DE AQUELLO A ESTO

Hoy la volví a ver. Había cambiado. Estaba más fea. Los años, sin duda. El uniforme, también. Las largas horas de rutinaria tarea, tras la caja. La monotonía de tantas caras sin rostro, mercancías, dinero que no le pertenece ni lo hará nunca. La reconocí enseguida, mientras aguardaba mi turno. Tamara. Uno de los verbos más floridos que mi carrera docente recuerda. Algunos de los exámenes más perfectos que he podido saborear, salieron de sus manos menudas con uñas que entonces aún se mordía. Y ahora, doce años después, su figura ligeramente encorvada, ahí, tras los paneles, colocando los códigos tras el lector óptico. Sin mirar a los clientes. Devolviendo puntualmente el cambio. Agradeciendo de forma mecánica al acabar. Saludándome con el protocolo, al proseguir. Sin mirarme, como con todos. Pasando mis compras y metiendo cada producto en las bolsas de plástico. La miro, con intención, pero ella sigue, sin darse cuenta. Cuando queda un último alimento sobre la cinta, coloco mi mano sobre la bolsa, impidiendo su acción. Ella me mira, de repente. Sin expresión. Sorprendida por el gesto. Mi mirada la interroga, con una leve sonrisa. Ella, durante un instante, duda. Sigue impasible, sugiriendo en silencio que la deje proseguir. De súbito, sus ojos se abren. Me reconoce. Su cuerpo parece encoger. Con rapidez, enrojece. Por mimetismo, creo que yo también, aunque con menor intensidad. Ella baja los ojos. Y no volverá a levantarlos. Tampoco cambiará de color. Levanto mi mano de la bolsa de naranjas. Finaliza la compra. Una cantidad, una tarjeta, una operación y una firma. Mis ojos no se han separado de su rostro en estos minutos. Ella cierra la caja. La cinta echa de nuevo a andar. Gracias, buenos días.
Del libro Micrólogos

domingo, 23 de enero de 2011

MICRORRELATO

BENEVOLENCIA DEL ALUMNADO

Cuando expongo en clase cosas tan incomprensibles como que de dos palabras antiguas como “Caesar” y “Augusta” se ha podido llegar a una actual como Zaragoza; o bien que el universo consta de millones de galaxias, cada una de las cuales contiene miles de millones de estrellas, y éstas a su vez sus correspondientes planetas; o que el vapor de agua primero no se ve, pero luego sí, en forma de nubes que, cuando se enfrían por la altitud se convierten en gotas grandes de lluvia que caen a tierra; cuando yo explico esto e intento que lo entiendan y luego lo aprendan, sólo puedo hacerlo poniendo una enorme cara de entusiasmo vehemente, o sea, de loco, de enajenado transitorio, para que los chicos puedan ser comprensivos y benevolentes conmigo, y no me desprecien más de lo habitual, y puedan colocarse sobre su frágil pedestal y pensar: “pobre, ya está otra vez alucinando con lo suyo”, y así puedan dedicarse a las cosas que en verdad les importan sin que les dé por chillar, insultar, escupir o agredir a quien les habla.
Del libro Micrólogos

domingo, 5 de septiembre de 2010

MICRORRELATO

SANCIÓN



Mientras hacía su examen, la mejor alumna de aquella clase se comió un par de moscas, una araña y al alumno más pendenciero del aula, que la había importunado con un comentario fuera de contexto. Quise felicitarla por aquella hazaña, pero en ese momento le brotó un eructo enorme que retumbó en todo el aula. Todos se rieron con gran alboroto, y hube de expulsarla, muy a mi pesar. Jamás me perdonó la afrenta.

Del libro Micrólogos

domingo, 7 de marzo de 2010

MICRORRELATO

DIME QUE ME QUIERES
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Se acostumbró desde muy pequeño a pedir lo que necesitase. “Anda, dime que me quieres”. Desde pequeño escuchó siempre a su lado, la reconfortante frase: “Te quiero mucho, mucho”, aunque le resultara algo monótona en el tono. Pero él se sentía atendido por aquella voz y en determinadas noches era lo último que escuchaba antes de conciliar el sueño. Una tarde especialmente oscura y lluviosa, hastiado de soledad porque sus padres estaban fuera, requirió con urgencia la voz que le calmase. Pero esa tarde la voz no sonó. Repitió su deseo una y varias veces, con agresividad creciente, pero la voz no sonaba. Cogió entonces al muñeco y lo golpeó una y otra vez contra el suelo, contra la mesa, contra la encimera de la cocina, buscando una respuesta. La cabeza rodó a sus pies. Se sorprendió cuando oyó un entrecortado “Te qu...”, brotar de un lugar entre sus manos, lejos de aquella boca que se hallaba inmóvil a sus pies. Enfurecido, cogió un cuchillo y abrió la goma de aquel cuerpo inerte. No encontró nada que lo tranquilizara. Las pilas cayeron al final con mucho estrépito, sobre el parqué.
Del libro Micrólogos

martes, 29 de diciembre de 2009

viernes, 20 de noviembre de 2009

EL DIFÍCIL EQUILIBRIO DE EDUCAR

jueves, 12 de noviembre de 2009

BIEN ATENTOS A LA LECCIÓN

sábado, 22 de agosto de 2009

miércoles, 8 de julio de 2009

MATERNIDAD COMPLACIENTE

domingo, 28 de junio de 2009

TERNURA DE PELUCHE

domingo, 26 de abril de 2009

lunes, 9 de marzo de 2009

NO DIGAN QUE NO AVISAMOS

viernes, 13 de febrero de 2009

AL HASTÍO POR LA OPULENCIA

domingo, 1 de febrero de 2009

Y AÚN DICEN QUE EL PESCADO ES CARO

miércoles, 18 de junio de 2008

Fin de curso


Sólo quien se halle inmerso en la maquinaria vital de un centro de enseñanza sabe lo que la expresión "fin de curso" puede llegar a significar por completo. Desde la explosión de violencia contenida más desatada hasta las manifestaciones de camaradería más plena y una cálida proximidad temporal entre los miembros de la comunidad educativa. Desde el desinhibido, liberador y simbólico destrozo de material escolar, hasta las declaraciones de amor más perentorias, sabedoras de la inmediata separación estival. Desde la destrucción más concienzuda de mobiliario escolar hasta las muestras de generosidad agradecida más inesperada llevada a cabo por parte de "enemigos de facto". Desde la generación de montañas de basura por todos lados, hasta incruentas y divertidas batallas de globos de agua que dejan perdido al personal. Desde el desorden más absoluto que descoloca horarios, planes y aulas, hasta sesiones de fotos entre alumnos y profesores que inciden en una más de las facetas educadoras que todo centro debe promover. Por eso, una imagen colorista, múltiple, tiene que servir de resumen imperfecto de ese momento que estamos viviendo. Colores diversos, formas similares, unión a priori indesmayable, evanescencia de todo cuanto se vive, el recuerdo como antídoto frente a tanta sensación efímera. Unos globos inflados con el entusiasmo de quien busca la diversión como método de vida, tan válido y fallido como cualquier otro. Una mano que lo sostiene todo, aun sabiendo que dichas formas se acabarán desinchando, arrugando y separando. Ya digo, toda una metáfora. Pero, eso sí, muy linda y reivindicable siempre por estas fechas, curso a curso, en vísperas de la llegada del transformador verano.

viernes, 30 de mayo de 2008

Iniciación a la caza


Al gatito le comunicaron que la leche se había acabado, que no podía seguir mamando de su madre, que debía empezar a conseguir su propia comida mediante la caza. El gatito rezongó y durante una mañana entera estuvo acosando a cuantos familiares encontró, e incluso a varios amigos y a los padres de éstos. Pero no hubo caso: el siguiente paso de su evolución había comenzado, y no había vuelta atrás. Y la evidencia más acuciante le sonaba en las tripas cada pocos minutos: tenía un hambre muy ruidosa, muy insistente, dolorosa incluso. Por eso, viendo que nadie subvenía sus necesidades alimenticias más básicas, se decidió a probar. Merodeando por el claustro donde su familia tenía su residencia más habitual, encontró el cadáver de una cría de ratón. Estaba limpia, y era reciente. La olisqueó repetidamente, e intentó comprender por qué aquella masa de carne tan asquerosa podía ser aquello de lo que tendría que comer el resto de su vida. Pero estas filosofías se le iban perfilando a medida que los retortijones de su estómago le indicaban que el hambre ya empezaba a ser insoportable. Probó a olerlo y a lamerlo a la vez, pero nada: aquello no le gustaba nada. Hasta que se imaginó que aquella carroña diminuta estaba viva. Eso fue determinante. Saltó sobre ella, la zarandeó, la manoteó, la desplazó durante un buen rato. El ejercicio de la tarea, el hambre atrasada y la excitación de un instinto todavía en sus comienzos, tuvieron sus frutos. Así, al poco, se decidió a hincarle el diente a aquella carne. Su saliva reaccionó de modo distinto a como cuando le daban leche. Pero ahora comprobó que haber peleado con aquella presa (y haberla vencido) le había gustado muchísimo. Le mordió la cabeza, luego el cuerpo, y por último se la tragó por entero. El sabor todavía no le satisfizo, pero el hambre quedó saciada. Y su instinto cazador se mostró por primera vez. Nunca más volvería a pasar tanta hambre como aquel día. Sin embargo, el postre aún estaría por llegar. Cuando localizó a su madre, la asaltó por detrás, se amorró al pezón que le pertenecía y succionó durante un buen rato. La madre le dejó hacerlo, orgullosa y satisfecha. El ciclo de iniciación a la caza había comenzado.

domingo, 25 de mayo de 2008

Ejercicio de moral


Nos dirigíamos hacia la parte más meridional de las Rías Bajas. Era una carretera comarcal con poco tráfico. Hacía un calor agobiante, húmedo, pegajoso. Era la hora de comer, más o menos. Cuando pasamos, no pudimos menos de detenernos unos cientos de metros más allá. En pleno agosto, se encontraba un gaitero sentado en el pretil discontinuo de una carretera como ésa, por donde apenas circulaba nadie. Y, sí, estaba tocando su gaita; y lo hacía muy bien, además. En un principio, pensamos que simplemente ensayaba, pero mi acompañante se percató de que el estuche del instrumento estaba ante él, abierto, en clara disposición de recibir alguna moneda. Lo que no teníamos tan claro era de quién. Por eso, nos quedamos un rato mirándolo sin decir nada, pero con la cara del sorprendido que a la vez interroga buscando explicación. El hombre soplaba cada poco, y de vez en cuando nos miraba, y alguna vez hasta sonreía. Cuando no pudimos más, le preguntamos si no pensaba que aquel era un mal sitio para hacer negocio con su arte. Respondió que no, que era excelente. "¿Para qué?", inquirimos. "Tan sólo me ejercito en fracasar". La respuesta nos dejó atónitos, pero me retrotrajo a los tiempos del instituto y a los breves pero intensos estudios de griego. "¿Así que es usted un cínico renovado, eh?". Nunca lo dijera. Dejó de soplar, nos miró furibundo, comenzó a insultarnos y a despotricar de mala manera, mientras agitaba las manos amenazadoras. Desalentados y confundidos, optamos por irnos. El resto del viaje no dejamos de pensar en el gaitero que se ejercitaba en fracasar, que no había leído a Diógenes Laercio, ni sabía quién era el otro Diógenes a quien aquél se refiere. Concluimos que el ser humano puede llegar a determinadas conclusiones por sí solo, pero que la incultura es muy mala consejera y peor educadora.

sábado, 10 de mayo de 2008

Escaleras al recuerdo


Subí muchas veces esa escalera de pequeño, cuando me mandabas ir al desván a que descubriera por mí mismo que había mundos extraños que se podían juntar en un lugar lleno de polvo. Cuando te fuiste para siempre, mi memoria te recordaba en cada aspecto positivo que la vida me fue dando. También bajé en muchas ocasiones esos peldaños, cuando iba a la escuela, cargado con la mochila que me habías comprado al principio del curso, cuando ya no tenía esperanza de que lo hicieras; o cuando trasladamos la antigua biblioteca al salón que habilitamos tras tirar el maldito tabique. Subimos y bajamos ambos muchas veces esas escaleras. Ahora sólo se puede contemplar con la mirada la devastación que el tiempo ha llevado en lo que fue nuestra casa. Dos líneas quebradas oblicuas sobre la horizontal del suelo, unos colores sucios y terrosos que tienen más que ver con el tiempo y la memoria que con cualquier realidad presente. Unas manchas en zigzag que servirán para pintar tu rostro con la mente, ayudado por mi recuerdo. Porque, si me esfuerzo, sabría reconocer en todas esas grietas cada una de tus hermosas arrugas, y tus blancos dientes en la sombra de esos peldaños desnudos.

domingo, 4 de mayo de 2008

Reflexión sobre una bobada


Paseaba distraído, cuando me encontré con un chico que intentaba pararse para observar una escultura de tubos metálicos en espiral. El interés del niño no logró la comprensión de su padre, que tiró de él con fuerza, mientras le ordenaba que dejara de mirar bobadas. Yo, en cambio, me quedé con la palabra "bobadas", y desde ese momento no pude dejar de mirar esos tubos, dispuestos en una doble espiral que se unían en el centro formando una figura abstracta. Arriba, el cielo, veteado de nubes, se erigía en testigo del buen tiempo que nos regalaba ese verano. El infinito de ambos bucles me llevó a calibrar la posibilidad de encontrar un principio y un fin donde poder iniciar o concluir la observación, pero no me fue posible. Entonces, la mirada se me enredó varias veces en mis recuerdos, que me llevaban desde mi infancia hasta una predicción de mi muerte, afortunadamente lejana. Los brillos de los lados de los tubos prismáticos se juntaban con los oscuros de las aristas, formando una cuadrícula imperfecta, pero atrayente hasta el hipnotismo. De ahí pasé a pensar en los claroscuros de mi vida, de la vida en general, y también en la de los dos protagonistas que ya se habían ido. Pensé en la vida, en la muerte, en los aciertos, en los fracasos, en la felicidad y en el dolor. Pensé en todo ello mientras no dejaba de observar la escultura de aquel paseo, al tiempo que iba dando vueltas al rededor de ella. Y ahí fue cuando comprendí por completo la actitud de aquel padre sabio y educador, que impidió que su hijo se obcecara en reflexiones vacías e inconsistentes que no llevan a nada positivo. Lo comprendí, desde luego. Pero ello no me impidió seguir pensando de él lo que pensé en el mismo instante en que se llevó a su hijo de allí con la violencia del totalitario, con la urgencia del acomplejado, con la tozudez de la bestia uncida a la noria.

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