domingo, 14 de septiembre de 2014

DOS MUJERES FRENTE A FRENTE


Si nos detenemos un instante, comprenderemos que la imagen es bien inquietante.  Dos mujeres de espaldas. Una mira hacia adelante, la otra hacia atrás. Una contempla a la otra, que no sabemos qué ve, qué intuye, qué teme, qué piensa. Las dos son reales, pero su realidad es diferente. Una, es un ser humano; la otra una imagen bidimensional sobre un lienzo, que acaso fue pintada tomando como modelo a otro ser humano; pero quizás no. Una reina entre colores cálidos, brillantes; la otra se escuda en tonos fríos, oscuros. No vemos ninguna mirada, pero captamos ambas a la perfección. Debe ser otoño, o primavera. La ropa acaso sea de bajo coste. Sus ojos son un misterio que nos duele en su ausencia. Sabemos por tanto pocas cosas, pero se nos abren las puertas de muchas otras. Tal vez ésa sea una de las magias contenidas en la contemplación de una obra de arte. Y lo que le da miedo a tantos.

Podemos pensar, analizar, calcular. Pero lo que mejor se nos da es fantasear sobre causas, realidades, posibilidades. Una hija contempla el retrato de su madre, que la repudió nada más nacer, y cuando se encuentran, vuelve la cabeza, avergonzada.  Una espectadora susurra al lado de la pintura que unos extraños reflejos del fondo afean la composición, lo que la protagonista del cuadro no tolera y voltea la cabeza para comprobarlo, quedando inmortalizada en ese instante. Dos amantes clandestinas se citan en el museo; se conocen hace muy poco tiempo; una, es una avezada y promiscua reina de las noches, mientras que la otra acaba de conseguir alguna certeza de su identidad sexual; aún no se cree lo que está pasando y titubea, y teme, y ante el miedo, gira la cabeza para cerciorarse de la soledad de sus dos almas reconocidas y excitantes. Una espectadora se detiene frente a un cuadro sencillo, hasta simple, de una mujer mirando al frente; de pronto, el ruido de un taladro las sorprende a ambas; la mujer pintada intenta comprobar la procedencia del horrísono chirrido. Una mujer enferma recibe la visita de una amiga de hace años, de quien últimamente andaba distanciada por culpa de su marido; cuando se encuentra frente a ella, una sonrisa le ilumina la cara, pero temerosa de la presencia del cancerbero, mira atrás para asegurarse de que no va a chafar el encuentro. Una reclusa recibe su primera visita carcelaria, pero no se cree todavía que tenga que ver y hablar con tanta gente alrededor. Etcétera. Y más.

Cuando tomé la foto, algunas de estas ideas me sobrevinieron antes y después del disparo. Tal vez fueran otras distintas. No lo recuerdo con exactitud. He escrito esto para averiguarlo. Sigo sin saberlo.

Robado en el Centro Pompidou (París, Francia). Exposición temporal de Gerhard Richter
Julio, 2012 ----- Panasonic Lumix G3

viernes, 12 de septiembre de 2014

VIAJAR, VIVIR

Muchas veces me pregunto por qué viajar es una de las actividades sin las que no podría vivir. Cuando trato de explicarlo, tengo dificultades, porque yo mismo no lo entiendo bien del todo. Sin embargo, la realidad es ésa: si no viajo, no vivo; o vivo peor, o sólo sobrevivo. De modo que una primera salida podría ser que viajo para vivir. Pero no es tan fácil concluir con esa única idea.

El cuerpo y la mente difieren en los juicios. El cuerpo suele quejarse de la frecuencia con que camino por el mundo. Viajar suele ser agotador, y se termina cada andadura anhelando el regreso, el reencuentro con lo cotidiano, volver a hacer todo aquello que nos gusta, pero iniciando una pausa valorativa y memoriosa, hasta la próxima vez en que la necesidad nos impulse lejos. Por ello, podría continuar apuntando que viajo para tener ganas de regresar, que el viaje se erige como un reactivador de las ganas de cotidianidad, de la rutina -que no de la monotonía-. Pero es más, claro, muchísimo más que esto.

El cuerpo y la mente discrepan, claro. Porque si la mente hablara -y habla, nos habla, dialogamos con ella-, diría que el viaje es alimento sin el cual cada día o cada período del año se dilata de una manera intolerable, sin un proyecto tras el cual preparar, salir, llegar, observar, conocer, regresar. El viaje se nos muestra como una ventana nueva a la que nos asomamos para penetrar otras realidades distintas o similares (que para todo hay gustos). Y de esa contemplación surge otro mapa emocional distinto que nos modela, nos afila, nos cambia en definitiva. Viajamos, pues, para cambiar, para ser distintos, queriendo ser los mismos, pero más, mejores.

Sólo viajando conocemos en profundidad. Si no se viaja, sólo se conoce una realidad, la propia, la circundante, la que nos alberga. Sería como hablar del amor sin haber sentido alguna vez la zozobra de unos ojos que lo interfieren todo, o no haber sentido una caricia que nos reivindique como nada lo hizo hasta entonces. Conocer, comprobar que todo lo que leímos o vimos en tantos medios como hoy disponemos, era verdad. O mentira. O distinto. Y calibrar las diferencias, y generar una opinión propia, sesgada o acertada, pero propia, que será distinta a la que se tenía antes del viaje. Aspirar aires que huelen distinto, calibrar paisajes que se parecen a los nuestros pero también otros que ni por asomo podríamos contemplar de otra manera. Recorrer los caminos y adentrarse en los templos que los humanos construyeron a sus dioses consecutivos. Dejar que las costumbres y los alimentos interfieran con lo asimilado previamente, y que del contacto, brote una nueva idea de lo ajeno, y también una valoración de lo propio. Se dice que los nacionalismos se curan viajando. Es posible. Pero de lo que no cabe duda es de que quien no viaja y no observa lo ajeno, mal va a interpretar lo propio.

Así pues, ¿conocer, disfrutar, evadirse, descansar, madurar? Todo ello junto, y nunca por separado. Cuando viajo, lo hago para estar donde nunca estuve, para contemplar aquello que conozco por otros medios, para verlo de primera mano, para formarme un juicio personal. Pero también para que la sorpresa invada cada uno de los días del viaje, para que los azares maceren los encuentros y la combinación de seres humanos, meteorología, paisajes, culturas y tantos etcéteras, asalten mi realidad y me dejen sin aliento ni reacción en el instante, y me deje llevar por tentaciones que no recibo en mi día a día. Viajo habiendo planificado, pero también para que el viaje me guíe y me sacuda un tanto. Para que, en realidad, acabe siendo diferente, sin dejar de ser el que era, algo más viejo, algo más rico, algo más lleno de equipaje que poder compartir.

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