lunes, 27 de marzo de 2017

DEL VIAJAR Y SUS RIESGOS (Y PLANTAR UN ÁRBOL)

Me sorprende que no me canse viajando. Nunca lo hubiera podido prever, habida cuenta del estado de mi espalda. Pero sí, enhebro velocidad, pericia, buena vista y ganas de llegar pronto para pisarle lo suficientemente duro sin dejar por ello de permitirme ser prudente a la vez. No obstante, nunca se aparta de mí la idea de que en cualquier momento el revólver que cabalgo puede disparar o que otros revólveres o ametralladoras pueden dispararme a mí. De hecho, viniendo ya a Asturias hace unos meses, contemplé delante de mí, en riguroso directo, un accidente. Por fortuna, leve, porque fue un impacto lateral aunque los coches quedaron mal parados. Pero diez segundos más, y yo hubiera sido el que habría recibido ese impacto. Es así. No conviene darle más vueltas, porque si uno tuviera en cuenta todos los riesgos de vivir, no viviría: se consumiría pensando cómo vivir bien sin riesgo, o sea, no viviendo, en suma.

Pero sí, viajo bastante. Conozco nuevos sitios, nuevos parajes, sí. Pero el primer contacto con la experiencia que principia es el desplazamiento en sí. Y éste tiene lugar en el coche. Por mucho que conduzca me seguirá fascinando que un conjunto de acciones con los brazos, las manos y los pies me traslade de lugar y me permita paladear otras culturas, otros edificios, otras calles, otros alimentos. En realidad, la técnica que me sirve bien me maravilla. Sea del tipo que sea. 

Por fortuna, puedo permitirme ese riesgo (ese lujo), porque luego hago compartir ese aparente fanatismo tecnológico con el romanticismo más puro de plantar una vida aparentemente inmóvil en un trozo de terreno que previamente yo habré ayudado a excavar.

(Fue cosa de ver con qué ilusión acometí la dura tarea de coger la pala y extraer tierra de aquel rectángulo y depositarla en un cono irregular a uno de sus lados, para crear hueco suficiente para el plantón. Igual de sorprendente fue cómo di instrucciones a mi amiga anfitriona, para que fotografiara todo, y así dejar constancia del hecho de que, por primera vez, proporciono vida y no sólo la consumo. Durante un buen rato, la técnica fue sustituida por el músculo y el sudor. Por unos minutos, las perspectivas de rapidez a la hora de ejecutar algo quedaron a un lado, ante las perspectivas del lento crecimiento de un ciprés, que —así lo espero— me sobrevivirá).

En el Diario inédito de 2001, entrada de 31 de enero

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