El clamor comenzó a las nueve y media de la mañana. Ante la barahúnda, el general convocó a sus huestes, que se desperezaron de inmediato. Cada día sucedía lo mismo, desde hacía casi un siglo, pero no acababan de acostumbrarse, por lo que el nerviosismo acababa cundiendo siempre entre sus filas: el enemigo subía hasta su posición y se acercaba, sin que nada pudiera contenerlo. Los guerreros se arracimaban alrededor de su general, acordonando su perímetro, para salvaguardar su integridad, pero también para sentirse próximos entre sí e infundirse valor por su número. Pese a la inminencia del contacto, nadie se movía, como si cualquier actividad precipitara lo inevitable, que se repetía cada día con irrefrenable puntualidad. Cuando por fin las puertas cedieron, asumieron de nuevo, otra vez más, que serían invadidos por hordas de descerebrados en tropel sin más armas que su griterío, sus carreras y su mala educación, y que los turistas recorrerían a lo largo de diez horas el recinto, sin respeto alguno por las leyes del combate ni mucho menos por los derechos de los vencidos. Frente a tanto despropósito, aquel ejército singular optó por la única defensa posible: el silencio y la inmovilidad más ostensibles. No lograrían hacer cambiar el conflicto en su favor, pero su dignidad de guerreros ancestrales se mantenía intacta. Y eso les daba el oxígeno suficiente para recuperarse por la noche e intentarlo otra vez un nuevo día.
sábado, 17 de mayo de 2008
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4 comentarios:
Realmente las veo así, un batallón de chimeneas dispuestas a luchar contra cualquier enemigo.
Estamos acostumbrados a ver la Casa Milá de Gaudí desde abajo, y esta fotografía de su azotea no deja de asombrar una vez más el genio de su autor. Originalidad y belleza son las palabras que primero se me ocurren al verla. Fantástica.
Muy a propósito el relato bélico, consigues que uno se imagine un ejército pronto a la batalla.
Muy bueno el relato, me ha encantado.
un beso
De todos modos hay que saber rendirse a tiempo. Un beso!
Me encanta cómo lo has descrito. Hasta he podido ver a las hordas de descerebrados, cámara en mano, precipitándose en tropel.
Por otro lado, el silencio y la inmovilidad siempre me han parecido una táctica excelente, que raras veces he llegado a materializar.
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