
Se los ve, y enseguida piensa uno que pese a su parecido tamaño, estos dos seres pertenecen a mundos distintos, con actitudes por completo diferentes, cuando no opuestas. A la niña se le ve un rostro triste, acaso obligada por los padres a sacar al perro, porque es domingo; y muestra una pasividad que llama la atención todavía más porque el perro, al lado, no deja de dar vueltas a su alrededor, como urgiéndola a que lleve a cabo su cometido, pues sus necesidades no admiten más demora. La niña parece paciente, por enfado y por indolencia. El perro se muestra impaciente, por fisiología y por instinto. Ambos se encuentran en el portal de la casa donde residen, sobre el escalón que da acceso a la vivienda. Pese a todo, algo ha llamado la atención del perro. Debe ser cualquier grito, o un movimiento de coches, o el tránsito de personas corriendo, u otro perro, o quién sabe qué. La niña, sin embargo, permanece impasible, absorta en su mundo personal, ajena a todo, desvinculada de una tarea que no ha pedido, pero que se le ha impuesto sin condiciones. El perro poco a poco irá perdiendo los rasgos que lo identifican como un animal bien educado. Acabará ladrando fuerte o tirando de la correa, cuando no pueda más, para lograr que la niña salga de su ensimismamiento, y lo lleve al parque, ahí enfrente, a retozar en la hierba unos minutos, los suficientes para poder ver a la perrita que conoció la semana anterior, y que se vuelve loca de contento cada vez que lo ve.