martes, 22 de noviembre de 2016

HITOS DE MI ESCALERA (10)

En plena vorágine del 8º y último curso de mi EGB, va y se muere el Jefe del Estado. Nos lo comunicó entre pucheros el Presidente del Consejo de Ministros, Carlos Arias Navarro. Yo me alarmé un poco, porque mi madre se puso a llorar y mi padre estaba serio, aunque yo no sabía nada de quién eran esos señores. Sí conocía al presidente, porque mi apellido no sólo se prestaba a jocosas bromas por parte de mis condiscípulos, sino que el profesor de Historia me llamaba “presidente Arias Navarro”, en vez de Arias Rábanos; son bien conocidas las licencias de algunos docentes al respecto. Pero nada más. En casa, no se hablaba de política. En la mía, y en la de la mayoría, como bien sabemos hoy. Así que me enteraría a partir de ese momento, y no antes.

De lo que sí me enteré con gran alegría es de que tendríamos un luto oficial académico de tres días, a lo largo y ancho de los cuales no tendríamos clase (alborozo inconmensurable), lo que aproveché de forma automática en lecturas desaforadas tanto en casa como en mi recién descubierta biblioteca pública. Pero aún hubo más.

La programación de los dos únicos canales de la televisión española se hizo monotemática o aséptica. Es decir, que se retransmitían las colas de los miles de ciudadanos que acudieron a despedir al finado, se hablaba de cuestiones políticas que yo no captaba, o bien había películas, conciertos de música clásica fúnebre, etc. La primera noche, la de la noticia lúgubre/estupenda, anunciaron Objetivo: Birmania, calificada con dos rombos, o sea, para mayores de 18 años. Hay que aclarar que la aparición de los dos rombos en un programa nocturno cualquiera, era la señal para largar a los infantes, prepúberes y púberes del salón familiar, porque aquello no era para menores. A los menores, entre los que yo aún me encontraba, se nos decía que aquello era “para mayores”, pero no se aclaraba el asunto, y, claro, generaba el morbo obvio ante cualquier prohibición. Muchos pensábamos que tenía que ver con el sexo o cosas aún más interesantes. De modo que, aprovechando la confusión de mis padres (mi hermano aún contaba poco), yo me dispuse a ver aquella película en B/N con una gran excitación, esperando, como así sucedió, que a mis padres no les diera por venir al salón y evacuarme para la cama, si se enterasen de la calificación del filme. Por fortuna, su partida de parchís se prolongó, y yo pude verla entera, con gran decepción de mi parte. ¿Por qué? Pues porque Objetivo: Birmania era una película bélica, y no de las más violentas. Nada de sexo, nada de morbo, unos cuantos muertos tan sólo. O sea, que por una parte estaba encantado de haber burlado la prohibición paterna, y por otro profundamente desencantado porque lo de los rombos parecía una mandanga más encaminada a llevar a los niños a la cama que a preservar sus mentes alejadas del mal.

Pero los tres días sin clase no nos los quitó nadie. Y ése fue el principal botín del momento.

A la vuelta a clase, en cambio, la dura realidad se impuso de nuevo, y el descerebrado tutor que me llamaba como al presidente del gobierno, decidió que el mejor homenaje que podíamos ofrecer al fallecido Caudillo era aprenderse ¡de memoria! su testamento político; aquel que comenzaba con: «Españoles: al llegar para mí la hora de rendir la vida ante el Altísimo». Y, sí, me lo aprendí, y obtuve mi 10 correspondiente. Luego, al mismo lumbreras se le ocurrió que debíamos aprendernos también el discurso inicial de Juan Carlos I como rey, y ahí el inútil derramamiento de ceros que pronosticara Mafalda se evidenció como una prueba más del fracaso de aquel sistema memorístico tan estúpido, no sólo por la gran extensión del documento, sino porque no entendimos nada ninguno. De modo que, aunque de forma indirecta, mi primer contacto consciente con el dictador que había regido nuestros destinos durante casi 40 años fue tan penoso y nefasto como lo había sido para tantos. Salvando la exageración pre-adolescente, claro es.

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