viernes, 18 de noviembre de 2016

CÓMO LEO

Alguna vez me lo han preguntado. Y aunque lo digo tantas veces, siempre hay quien se siente sorprendido de que en pleno siglo XXI yo hable de que “me falta algo el día que, por lo que sea, no puedo leer”. Con ello, no me refiero al acto físico de leer. Por mi profesión, yo tengo que leer todos los días (incluidos los de vacaciones, esos que los ignorantes dicen que tenemos en demasía). Ello incluye circulares, exámenes, libros de texto, trabajos, páginas web, etc.; pero no me refiero a leer “eso”, sino a LEER, con mayúsculas y pasión. Porque yo leo con mucha pasión.

Yo leo con ganas de aprender, pero no son menores las de disfrutar. Sin embargo, no leo sólo con la intención hedonista del placer puro. Si sólo fuera eso, me parecería como esos amigos y compañeros que se tragan ladrillos de mil páginas, y cuando les preguntas qué les pareció la obra, te responden con una, dos o tres palabras: “estupendo”, “muy bien” o “me gustó mucho”. No; leo con el propósito de llegar a ser algo distinto a como comencé la lectura. Leo con la intención de apurar un capítulo más de un autor, profundizar en una temática concreta, probar alguna nueva modalidad. Y lo hago a través de las páginas de volúmenes muchas veces elegidos por impulso, al azar de un título sugerente o de un autor a quien debo pleitesía y nunca hallé tiempo para dedicársela; o al albur de una intuición, que me promete que ese párrafo escandido con rapidez en la librería, será la antesala de un todo que me apabulle luego ya en mi sillón lector.

Porque sí: yo tengo un sillón lector. De los que reclinan y se adaptan a mi maltrecha espalda. Con dos luces artificiales (una a cada lado) para cuando falta la natural, que es con la que más me gusta leer, sobre todo cuando el rato se prolonga lo suficiente como para que la intensidad de la luz va decreciendo lentamente y el crepúsculo da paso a otra etapa en el día. No menos lectora, no menos intensa.

Por lo general, mi impaciencia impide que lea sólo un libro a la vez. Raras veces ha sucedido eso. Más común es que simultanee dos o tres obras, de temática y autores muy diferentes. Tiempos hubo también en que los volúmenes abiertos y “en función” superaban la media docena. Hoy, con dificultad pasan de dos, aunque algún caso se da. Cada vez leo menos novelas. La necesidad alimenticia que siempre albergué de que me contaran historias la suple ahora, no sé si con ventaja, pero sí con apetito creciente, el visionado de las series de televisión; sobre todo, esas que acaban siendo películas de diez o más horas, divididas en los correspondientes capítulos, que puedo llegar a devorar con bulimia difícil de explicar. El mundo narrativo que abordo con mayor frecuencia es el relato corto. Ya se sabe: para aprender algo, hay que comprender cómo lo hacen los que saben más que uno. Hoy, sin embargo, los diarios, las memorias, las biografías, los epistolarios,los libros de divulgación de la Historia, son los géneros que más tocan mis manos y beben mis ojos. Con ellos, raramente tengo la sensación de perder el tiempo, cosa que sí me ha venido sucediendo, con creciente preocupación, con las novelas.

Y aquí debería decir para terminar que mis años (y mis kilos) me han ido convirtiendo en alguien que sigue al pie de la letra los mandatos borgianos de leer por placer y que cumple a rajatabla el mandamiento de Pennac de dejar un libro cuando éste nos aburre, nos hurta el interés o, simplemente, nos defrauda. Si a las 60 páginas, retomo la lectura con dificultad o “por obligación”, no pierdo más tiempo. Ahora ya no me obligo, ni finjo necesidad u obligación. Cierro el libro, lo devuelvo a su anaquel -o lo regalo-, y otro pasa a ocupar su lugar, pasándole a otro la oportunidad que aquél no me brindara.

Leo con pasión, con tremendo interés, con palpitante necesidad. Leo para aprender, para disfrutar, para vivir. No sé si queda suficientemente claro.

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