Todo tiene un comienzo. En la mayoría de las ocasiones,
suele ser difuso, porque no se alcanza a recordar cómo fue algo a lo que uno se
ha dedicado toda la vida consciente (es el caso de mi gusto por la fotografía,
de lo que hablaré en breve; o lo de mi amor por la lectura, ya comentado). Pero
en el asunto de cuándo empecé a escribir, sí que hay en mi caso un momento
concreto. Tuvo lugar en abril de 1980.
Ubiquémonos. Un mes antes, mi instituto (el Padre Isla de
León) convoca su concurso anual de relatos, que ya llevaba muchas convocatorias.
No recuerdo los premios, ni las bases, pero sí recuerdo que tomé aquel concurso
como una piedra de toque, como un modo de probarme que lo que llevaba viendo
hacer toda mi vida a tantos escritores como admiraba, yo también lo podría
hacer, visto mi bagaje de preparación lectora previa. Aunque, como es natural, si
participaba era para ganarlo. De otro modo, no merecería ni mi tiempo ni mi
esfuerzo. Además, la cosa a priori pintaba bien: era de los primeros de clase,
y escribir un cuento no podía ser tan difícil, dada su pequeña extensión. Algo al
alcance de cualquiera, y de mí mucho más, por supuesto. (Obsérvese el
planteamiento en todo su recorrido, porque mis ideas de aquellos años tienen
mucha tela que cortar).
Pues bien, a la tarea me puse. Y aunque no resultó tan
sencillo como a mí me pareció, a los pocos días, ya tuve unas cuantas páginas
de una historia absolutamente original, que iba a revolucionar la Hª de la
Literatura. Aquí hay que apuntar que en esos tiempos -capitales en mi
formación, y reciente aún mi separación radical del seno de la Iglesia-, mi
ideología política, influida por Sartre, Camus, Nietzsche, Marx, Lenin, era más
bien rojilla, tirando a radical. Si bien no milité nunca en partido de ningún
tipo, por mi individualismo feroz, comulgaba con lo que hoy llamaríamos
izquierda-izquierda; no la de hoy, sino la de entonces. Pero me desvío.
A lo que iba. Tras varios retoques que yo creí pertinentes,
las seis páginas del famoso e imperecedero relato “Lucen las tinieblas”, quedó
listo al fin. En él, su protagonista, un pobre obrero de barriada periférica,
con la madre enferma y una hermana menor a su cargo, comete un delito de robo
para paliar sus miserias, por el que es castigado severamente por las fuerzas
burguesas y oligarcas, sin hacer caso a las necesidades de tan esforzado joven,
que será ¡fusilado!, no sin antes realizar una arenga moralizante y
concienciadora hacia la humanidad que lo liquidaba sin remisión. El argumento
me parecía muy innovador, y cualquiera que lo leyere, caería en la cuenta de lo
malos que eran los malos, y de lo buenos que eran los buenos, por lo que la
revolución, y la llegada del paraíso estaba a la vuelta de la esquina, una vez
se catequizara convenientemente a las masas. Y con el cuento listo, me dispuse
a ganar el concurso, al que me presenté muy convencido de que unas semanas
después, mis allegados tendrían que felicitar a la nueva luminaria de las
letras leonesas, españolas, mundiales, universales.
Pues bien, se determinó que el fallo del jurado se daría a
conocer en el salón de actos de un centro cultural de Villagarcía de Campos, en
Valladolid, a cuyo lugar llegaríamos tras haber visitado en excursión
reglamentaria, la localidad próxima de Medina de Rioseco. La entrega de premios
se realizaría a continuación. Yo, sabedor de que iba a ganar seguro, no mostré nerviosismo alguno, y aquel día estuve muy
contento, contemplándolo todo con gran curiosidad, pues tampoco hacíamos tantas
excursiones, y menos fuera de mi ciudad.
La ceremonia de los premios me pareció pesadísima, porque
hubo demasiados discursos, muchas cosas que no me interesaban lo más mínimo, ya
que lo único por lo que yo estaba allí era para recibir el galardón que me
encumbrara como nuevo narrador y promesa confirmada de las recientes letras
hispanas. Quiso la casualidad, con todo, que lo del concurso de cuento quedara
para el final, lo cual ya me irritó en primera instancia. Pero al fin tuvo
lugar. Y de los cinco accésits, al primer premio, pasando por el tercero y el segundo,
en orden ascendente, ocho chicos fueron nombrados uno a uno, subieron,
recogieron el diploma o la estatuilla, se sentaron de nuevo muy contentos; y
sin mirarme, ni nada.
Yo no entendí nada, pero me puse rojo de ira. No hablé con
nadie más durante el trayecto de vuelta, ni tampoco en casa, que tampoco comprendieron
mi monumental enfado. Y aunque tentado estuve de pedirle explicaciones a mi
catedrático de lengua, sobre el injustificado olvido de mi relato, al final mi resentimiento
fue suficiente para alimentar mi enfado con el mundo, y reafirmarme más en mis
teorías anticapitalistas, contrarias a casi todo.
Jamás me deshice de
aquel cuento. Con el tiempo, lo transcribí a mi ordenador, donde figura con el
número 1 de un total de 718. No volví a escribir hasta tres años después, en
julio, fecha de inicio de mi diario, ya con 20 años. Hace un rato, volví a
leerlo, después de tanto tiempo. Sigue siendo igual de infame. Pero, como buen
historiador, guardo el documento como fiabilísima fuente de un pasado lleno de
soberbia, engreimiento, ignorancia, y, sobre todo, de muchísima soledad mental