Mis graves problemas con la gimnasia (ahora, Educación
Física) tuvieron una notable presencia en mi etapa adolescente. Pensando en
ello, creo que los antecedentes causales podrían ser tres. El primero, mi edad,
siempre un año inferior a la de mis compañeros. El segundo, mi timidez extrema,
que sólo se superaba en cuestiones que tuvieran que ver con la palabra, no con
el cuerpo. El tercero, que en una clase de gimnasia de 8º, salté mal el potro,
y caí sobre el pecho, quedándome unos segundos sin poder respirar; me asusté
mucho, y le cogí un miedo patológico a los aparatos gimnásticos. Podría añadir
un cuarto, apuntando que en una elección entre mente y cuerpo, mi favorito
nunca admitió dudas.
Cuando comencé el BUP, no existía eso que ahora se llama “diversidad”.
Allí tenías que correr los 3 km y medio que había entre Papalaguinda y Sáenz de
Miera en menos de 12 minutos, fueras mayor o pequeño, enano o gigante, gordo o
delgado. Y si no, caía bronca de forma inmisericorde, puntuación negativa
aparte. Luego, las notas iban acordes a lo comentado. Pero, más o menos, iba
sobreviviendo. Correr no se me dio nunca mal, pero yo era muy bajito, por lo
que me cansaba mucho. Además, en la adolescencia padecí de fiebres reumáticas y
“velocidad en la sangre”, por lo que muchas veces me pude librar de aquellos
torturantes recorridos. Pero de lo que no parecía que pudiera librarme era de
las sesiones en el gimnasio con los aparatos (potro, caballo, plinto,
espalderas, cuerda…). Cuando, una vez cambiados con la indumentaria deportiva,
entraba en el recinto, y veía montados los aparatos, yo reculaba, me iba a las
duchas o a los servicios y, sencilla y llanamente, me piraba la clase. Como no
eran más que 6 u 8 veces en todo el curso, no parecería demasiado
significativo. Fueron las únicas clases en las que hice pellas en mi etapa de
secundaria. Pero merecían la pena. Luego, agazapado, leía algún tebeo o
estudiaba otra cosa. Así me sirvió -increíblemente- hasta un día a finales de
1989.
El día de autos, sucedió lo mismo que otras veces, pero esta
vez alguien debió delatarme, y a los pocos minutos comprobé aterrorizado que el
profesor entró en el vestuario y allí me encontró, ya vestido de calle, y con monumental
libro de Geografía e Historia de España y
los Países Hispánicos, en las manos. Como si me hubieran hallado robando en
unos almacenes, enrojecí hasta los zapatos. El profesor me interrogó sobre mi
actitud. Y una vez que le expliqué los motivos de mis retiradas-anti-aparatos,
comentó que le agradaba aclarar las dudas que tenía sobre algunas de mis ausencias.
Su calma me desconcertó. No me gritó. Se me acercó y me dijo: “bueno, Arias,
usted tiene un buen expediente, e imagino que no le gustará empañarlo con un
suspenso en mi asignatura, ¿verdad?”. Paralizado, logré asentir. “Bueno, pues
tiene dos opciones: una, yo le dejo seguir aquí leyendo, le pongo la falta injustificada
correspondiente, suspende la asignatura hasta junio, y tan amigos; no tiene que
hacer nada más”. Tragué saliva. “¿Y la segunda?”, atiné a preguntar. “La
segunda es algo más complicada, pero factible. Usted se viste inmediatamente; entra
en el gimnasio, y con mi ayuda al principio, va a saltar potro y caballo, para
empezar; ambos de forma exterior; yo le sujeto, no se preocupe; y, poco a poco,
logrará hacerlo como sus compañeros”. Argüí que no podría, que me daban pánico
los aparatos. “¿Más que suspender?” No acerté a responder. “Usted mismo. Tiene cinco
minutos para pensarlo”. Y dio media vuelta y se volvió al gimnasio.
Ni que decir tiene, que me vestí, que intenté saltar los
aparatos, y que me hubiera caído todas las veces, si no hubiera estado allí el
profesor para evitarlo. Aquel día no salí muy contento de todo, por el futuro
negro que me aguardaba. Pero en la clase siguiente, me dijo que no saltara, que
observara atentamente cómo lo hacía él un par de veces, y luego toda la tanda
de mis compañeros. “Atienda sobre todo, a los que mejor lo hacen. Fíjese dónde
ponen las manos, y en qué momento apoyan los pies para impulsarse. Cree usted
su propio patrón”. Así lo hice, por espacio de unos veinte minutos. Al final,
puso a mis compañeros a pelearse con las espalderas. Luego me cogió por el
hombro y me dijo: “Ahora, usted; coja un buen impulso”. Por increíble que
parezca, logré el salto, y aunque salí trastabillado, lo había logrado superar.
Fue una revelación. Podía. Lo hice más veces. La sonrisa se me instaló en el
rostro de una manera bien tonta, acreditando un entusiasmo excesivo. Cuando vio
que le tenía cogido el tranquillo, me enfrió: “Bueno, no se me emocione ahora;
y suba por la cuerda de nudos diez veces hasta arriba; y rapidito, que quedan
sólo cinco minutos”.
Aquel día terminaron mis pellas académicas en la secundaria
-de las universitarias, hablaré en otro momento-. También aprendí unas cuantas
cosas con el episodio. Y en junio me puso un Suficiente, la nota más baja de mi
3º de BUP. A mí me supo a Sobresaliente.