En mis anaqueles se acumulan ocho libros de José Antonio Marina. Pese a la inusitada cantidad, puedo afirmar que me los he leído todos, incluido el último que compré, titulado Los secretos de la motivación, que no es sino otro más de los últimos a que nos tiene acostumbrados este mediático filósofo, es decir, un refrito de ideas que no son suyas, pero muy bien ordenadamente expuestas, y con un toque dialéctico para ir dando la impresión de que son de su propiedad. Muy lejos quedan ya la sorprendente frescura de Elogio y refutación del ingenio y Teoría de la inteligencia creadora, que durante un tiempo me noquearon. Quiere decirse, por resumir, que a mí me gusta este señor, lo que dice y cómo lo dice, aunque últimamente me parezca un avispado mercader de sus propuestas, que ha captado el potencial de su nicho intelectual, y a quien le va muy bien en ello. Pero bastaría con la primera frase: tengo ocho libros suyos. Uno no es tan tonto como para comprar tantos libros de alguien de quien discrepe o que le disguste.
Pero el otro día, los medios de comunicación estallaban con la noticia de que José Antonio Marina, el filósofo gurú de los últimos años, el master-chef de la pedagogía en España, se había marcado una propuesta que iba a dar que hablar y que escribir. Lanzaba la idea, muy liberal sensu stricto por cierto, muy economicista, de que los profesores deberían cobrar según “sus resultados”. Se dividía a los profesores en buenos y malos, y los primeros cobrarían más que los segundos. Pero no se les catalogaría así a nivel individual, sino que serían englobados en una “calificación de centro”, de modo que era la calidad del conjunto claustral el que determinaba la mayor o menor cuantía del sueldo. Se dejaba, eso sí, la evaluación de quién sí y quién no, en manos de los docentes (incluyendo, por supuesto, al cuerpo de inspección). Lo soltó así, y, luego, nos imaginamos, se fumaría un buen puro, suponiendo que fumase, que creemos que no.
Al principio, cuando me lo contaron, me negué a creerlo. Era imposible que este fulano, defensor de una idea de la enseñanza que involucre a la sociedad en ella (de ahí su “Escuela de Padres”), adalid del sentido común -tan ausente, ¡ay!, en el mundo de la enseñanza-, paladín del diálogo, de la imaginación, de la creatividad, era impensable, decía, que él hubiera dicho eso. Pero, sí; lo dijo. Y luego, lo explicó, a mayores. De modo que de la incredulidad fui pasando mediante estratos de grosor decreciente hacia la sorpresa, y de ahí hasta la indignación.
Porque indignación me produce quien puede ser tan imprudente de decir eso, sabiendo la repercusión que lo que promueva tendrá; pues aún sigo sin creer que él piense de verdad lo que ha dicho. Critico su imprudencia, su improcedencia, su categoría de mina de acción retardada que en nada contribuye al debate pedagógico, y sí mucho a exaltar su ya de por sí alteradas aguas. No critico la idea en sí, porque, insisto, no creo que la piense en realidad. Él no. Sé que otros muchos la llevan pensando décadas. Pero él, no. Honestamente, no lo creo.
Porque ¿quién, sino alguien que no ha pisado un aula salvo en su condición de alumno, hace muchos años, puede relacionar la soldada de los profesores a los resultados de sus alumnos? ¿Quién, sino un político con ganas de enredar o malquistar conciencias? ¿Quién, sino un economista metido a pedagogo (y que sólo alcanza a ser un pedabobo), para quien todo se reduce a una suma de ingresos y gastos en una cuenta de balance? ¿Quién, sino un estadístico que cuadra números, establece medias, tendencias, soluciones y hasta un sistema ético asociado a todo ello? No, no puede ser tan cretino, tan malvado, tan ignorante. Avispado, hábil, oportunista, incluso trepa, igual sí. Pero lo otro no.
La pregunta que queda flotando en el ambiente es la pregunta clave de los seres humanos: “¿por qué?”. Ésa es la duda que de momento no consigo resolver, y a la que me pienso entregar por completo hasta que la resuelva. Es un decir, claro. Pero creo no pecar de imprudente ni de temerario al escribirlo.