domingo, 24 de enero de 2016

HACE AÑOS, EN PARÍS, SENTADO EN UN BANCO

Como siempre, curo mis males físicos, mi malestar corporal, con algunas reflexiones que no son tales, al borde de un papel que se me antoja estrecho y que no reflejará sino parte mal remedada de lo que ocurre.

Estoy en las inmediaciones del centro G. Pompidou. Después de haber pasado toda la noche hablando sin parar con Óscar, mi compañero de habitación, mi cuerpo exhala quejidos tenues que reclaman atención después de casi 4 días de continuo ajetreo. Ahora el cansancio se cuela por entre las rendijas que mis pasos dejan sobre París, la bienamada.

Y, sin embargo, estoy lejos de sentir pena u otro sentimiento negativo. Como siempre, mi querido espíritu de la soledad voluntaria viene en ayuda de un cuerpo y de un pensamiento que no hallan motivos suficientes como para reposar del incansable, insufrible peso de las caminatas en busca de la huida de no sé bien qué y tampoco se me alcanza a perfilar hacia dónde.

Aquí donde todo circula al ritmo de unas cosas veloces que sería preciso ver a toda prisa o con suma calma, me detengo ahora, en esta tarde, para escribir al ritmo que me imponga el deseo. Suave, cadentemente.

Al lado, se ha sentado alguien que reparte sonrisas de una forma gratuita, y que en realidad se está riendo por dentro de los que en principio son los burladores de su exótica e inusual indumentaria de lana andina. Absortos ambos en la tarea de llevar a cabo bien nuestro trabajo, ahora no nos damos cuenta de que mucha gente nos mira, de que estamos en un banco público en el que no se hacen demasiadas cosas normales. El teje con su lana tricolor algo parecido a un gorro y, de cuando en cuando, comenta su faena con un amigo, esboza una sonrisa franca y toca un poco su caramillo del que no salen más que las mismas notas con que empezó hace rato.

Parece complacerse con las miradas de los demás y las sonrisas bienintencionadas de algunos -los más- y las malintencionadas de otros. Por mi parte, sigo escribiendo y observando. Pero poco a poco, y ante mi sorpresa, el ánimo se me aquieta, me relajo y el cielo se abre de luces y azules. Ahora también sonrío.

De mi Diario Personal (entrada del 28 de abril de 1989), inédito 


         

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