De mi etapa estudiantil, hubo algunos resultados que merecerían
mención especial: alguna media de curso de sobresaliente, algún examen que
quedaba por encima de los del resto, todo ello con el añadido de mi “adelantamiento”
por edad, que me hacía ser siempre el más pequeño del aula, con todo lo que
ello implica. Pero de todos esos momentos, el que más grabado me quedó fue
haber sido seleccionado en primera instancia para el XV Concurso Nacional de Redacción de Coca-Cola. Corría el curso 1975-76.
Eso tenía lugar al final de la EGB. Entonces era un
concurso con cierto prestigio, en una España bastante huérfana de todo cuanto supusiera
cultura. Esa multinacional convocaba todos los años entre el alumnado de 8º un concurso
al que se podía presentar cualquiera; de hecho, no nos presentábamos, porque era el profesor de Lengua quien nos encargaba una redacción, que se encargaba también después de entresacar la mena de la ganga de entre todos. De ese modo, se elegían a los que representarían a cada colegio o escuela. (La redacción versaría sobre uno de
los temas que aquel cenizo profesor nos endilgaba de vez en cuando; pero debo confesar
que no recuerdo sobre qué fue). Mi centro tenía asignadas tres plazas. Y una de
ellas fue para mí. Los otros dos chicos se llamaban Saturnino y Luis Miguel;
del segundo me acuerdo de su apellido, pero del primero no, que además fue la sorpresa del proceso, pues no constaba en el quinteto de cabeza, como sí ocurría en el caso de Luis y mío. Según recuerdo, no
hubo dudas sobre quiénes deberían ser los ganadores del concurso que todos
realizamos en una hora de clase. Los tres salimos de mi grupo. De los otros
dos, nada. No sé si tendría que ver con quién les daba clase o les dejaba de
dar. El caso es que quedamos un sábado lluvioso del mes de enero a la entrada de
la escuela: la directora del centro y dos profesoras nos llevarían al instituto
donde se celebraría. Que también viniera la “Taconines” (así la llamábamos por
su baja estatura y sus zapatos siempre inmaculados) da una idea de la
trascendencia del evento cada año.
El coche podía haber sido más pequeño, pero habría sido preciso buscarlo
con detenimiento. Y dado el tamaño del utilitario, resultó que allí no cabíamos
bien tres mujeres, dos preadolescentes y el niño que esto refiere. Pero
doña Ángeles, una profesora muy bien plantada que daba clase a la sección de
las niñas, dijo que abreviáramos, que el tiempo corría, y que a grandes males,
grandes remedios. Dicho lo cual, se sentó en el asiento delantero derecho, y me
dijo que me sentara sobre sus piernas. Yo era bajito de aquélla, lo cual no fue
óbice para que fuera pegando con la cabeza en el techo durante todo el trayecto,
lo que es muy probable que influyera en la cefalea que fue apareciendo poco a
poco, aunque tampoco se descarta que yo, digno vástago de mi madre, me mareara
progresivamente en un trayecto tan corto. De modo que, pese a sentir debajo de
mis nalgas los muslos de la jamona profesora y sus abundantes pechos en mi
espalda, no me dio mucho tiempo a disfrutar nada del viaje: antes al contrario,
llegué a punto de la pota, el perolo, la olla, y lo que fuere menester. Por fortuna,
había desayunado hacía bastante tiempo, y tenía poco que evacuar por la vía
superior. Algo compungida por mi estado, me obligó a caminar un ratito con ella
bajo la lluvia; eso sí, con el paraguas bien abierto. Se me pasó un poco el vahído,
aunque muy católico no es que estuviera.
Una vez ya dentro, no sin antes recibir unas instrucciones
de última hora de nuestras docentes, nos distribuyeron por aulas, nos dijeron de
qué había que escribir: el tema era “Importancia de los medios de comunicación
en el siglo XX”. Y nos pusimos a la tarea. Recuerdo que ni era algo que me
sugiriese nada, ni qué fue lo que escribí, ni en qué tono o extensión. Lo tengo
algo nebuloso. Ahora, lo que no se me despintan son dos apuntes que a
continuación desgrano.
El primero es que aquel día me enteré de lo que era un “ensayo”,
pues Luis Miguel, mi pedante compañero de clase, salió diciendo muy ufano que
él había optado por esa modalidad para exponer lo que fuere. Como le preguntara
yo por el significado de tal planteamiento, me lo explicó con toda suerte de detalles,
ejemplos y orgullo-aumentador-de-volumen-torácico. Entonces me quedaron claras
dos cosas: que yo palmaba, y que mi compañero había logrado superar sus ya de
por sí altas dosis de pedantería militante; por ese orden.
El segundo fue el lote de regalos que nos fueron entregados
a todos que allí acudimos por el solo hecho de haber sido seleccionados en la
fase inicial. Los recuerdo con abrumadora nitidez. Constaba de una botella de
tónica Finley de naranja, un bolígrafo tipo Bic, pero blanco y con la enseña de
la bebida en cuestión, un llavero con similares referencias y, el pelotazo del
momento: un libro de la colección Austral, que se podía escoger entre cuatro. El
que yo elegí fue el primer libro que yo tuve en mi casa que no fuera un regalo
de mis allegados, o sea, obtenido por mis medios: el Lazarillo de Tormes, que acabé leyendo tiempo después, ya en el BUP.
Contentísimo con los regalos, volví a pasar por el suplicio de la vuelta en
coche, sobre las piernas calentitas de la profesora en cuestión, que no pudo
dejar de notar -seguro- que esta vez yo me apreté más contra ella que en el
trayecto de ida. Y, cosa sorprendente, esa vez ni me di tantos golpes en la cabeza,
ni tampoco me mareé. Llegué a casa animadísimo, y con la conciencia de que
había vivido, no sólo una hazaña literaria sin parangón en la historia de la
humanidad, sino que acababa de tener mi aventura erótica más jugosa, de
la que mi fantasía bebería con profusión en los excitantes tiempos venideros.