martes, 17 de mayo de 2016

GRACIAS, PROFE

El aspecto de las emociones en la enseñanza es algo de lo que no siempre se habla con la intensidad requerida, pero que no cabe duda de que es algo esencial. Pasa con toda profesión que conlleva un contacto humano, sea del tipo que sea, superficial, eventual, intenso, constante, personal, general, etc. Pues bien, siempre que tiene lugar una graduación de alumnos de 2º de Bachillerato, me sobreviene la reflexión de hasta qué punto uno influye o no en aquellas personitas a quienes les he dado el tostón durante uno o más cursos. Cuando en ese tipo de actos (por lo común penosos, pero muy entrañables e intensos) se hace una retrospectiva de los alumnos, de cada uno de ellos, cómo era cuando entró, y cómo es ahora cuando sale, siempre me asoma una sonrisa nostálgica e inquisidora sobre mi persona en relación con ellos. En esas fotos, recopiladas a veces muy apresuradamente y sin apenas criterio selectivo, a veces aparece el docente, -o sea, yo- en alguna excursión, algún aula, alguna situación en la que se distendía la habitual disciplina, y estábamos todos más relajados, y con una actitud más personal y menos académica. Cuando veo esas colecciones de diapositivas me sonrío y pienso que algunos acaso recuerden de uno sólo esos momentos en que yo era una persona como ellos, y no los que yo intenté enseñarles lo poco o mucho que he acabado sabiendo. Es una sonrisa agridulce, he de apuntar. Tiene que ver con el paso del tiempo, con la trascendencia; con la vida, en suma.

Es obvio que son sólo lucubraciones mentales. Me consta, porque algunos me lo cuentan, que para bien o para mal, de mí se van a acordar, fijo. Pero, a continuación, de nuevo, la pregunta: ¿serán más para bien que para mal, o será lo contrario? Todas esas horas compartidas, ¿serán valoradas por lo que intenté transmitirles o sólo quedarán algunas anécdotas, algunos tics, algunas frases fuera de tono? Por fortuna, sólo me hago estas reflexiones algunas veces por curso, más sobre todo al final. Si me lo estuviera haciendo cada día, la responsabilidad o los miedos me atenazarían. Pero estoy seguro que de todo lo mi labor desarrolla, serán los aspectos más sorprendentes los que dentro de unos años, cuando el tiempo arrase lo superficial, me lleven a su memoria. Acaso una palmadita aquí, una bronca allá, un entusiasmo por otro lado, un consejo sentido en otro momento, una felicitación en un examen, una exigencia solicitada por escrito, el abracito con la enhorabuena final por haber concluido el ciclo...

Los alumnos, en general, son vagos, y tienen la misma tendencia al mínimo esfuerzo que los adultos, pero casi ninguno es idiota. Y saben distinguir quiénes les tratamos como seres humanos, quiénes como números, a quiénes nos importa lo que crezcan y a los que les dé igual. Y es en los momentos finales, cuando el curso termina, o en otros instantes, cuando algunos vuelven al instituto y te saludan, cuando los más osados o más vinculados emocionalmente con uno se atreven a decir, bajito -para que los demás no les oigan-, o por carta -los más tímidos y necesitados de espacio para explicarse-, te dicen: “gracias, profe”. Y con eso el ciclo se cierra y las dudas se disipan. Hasta la próxima vez.

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