jueves, 12 de mayo de 2016

HITOS DE MI ESCALERA (3)

Durante cinco años, cinco meses y dos días, yo fui la estrella de la familia, el rey de la casa, los ojitos de mamá, el corazón del abuelo, y todas esas bobadas que se dicen en estos casos.

Fui un niño precoz, ya lo dije. Tuve buena memoria, buenas capacidades y un entorno tranquilo, pero lo más importante es que dispuse de mi abuelo para dar réplica a mis insistentes preguntas y a dar satisfacción a mis constantes requerimientos.  En mi caso, fui alguien afortunado. Yo fui un loro que tenía público disponible. Y cuando no lo había, mi abuelo se ponía al otro lado de la cancha para devolverme el peloteo dialéctico y hacer que desarrollara por extenso el único bien cuya útil polivalencia jamás se elogiará suficientemente: la palabra.

Además, fui un niño nervioso y llorón, lleno de miedos imaginarios, que no gozaba de demasiada salud, y que andaba cada dos por tres con las anginas, con la escarlatina, con el sarampión, con los catarros, y que cuando lo llevaban al médico, al doblar cierta esquina y reconocer la ruta que conducía al ambulatorio, se echaba a llorar pavloviana y compungidamente. Pero también fui alguien que sabía leer perfectamente, y hacer cuentas y dividir por dos cifras, y que memorizaba párrafos enteros de libros o recitaba de pe a pa todas las palabras que pronunciaba el cura en una misa ordinaria. Mi abuelo se había ido hacía un año, pero había dejado bien cumplida su extraordinaria labor.

Confieso que no tengo consciencia de haber apreciado la gordura progresiva de mi madre. Tampoco retengo ningún recuerdo que me anticipara lo que un día aparecería en la cocina de nuestro piso de Oviedo. Según me dicen, su segundo embarazo fue de aúpa (pese a ser una mujer joven), de los que ahora se dirían “de riesgo” y que muy probablemente habrían requerido reposo absoluto y dejación de las infinitas tareas domésticas que han sido siempre la ocupación de mi madre. Pero como es natural, ella no hizo ningún caso, siguió con su preñez como si tal cosa, entre vómitos, indisposiciones y otras flojeras, porque para eso su madre había dado a luz diez veces, y ella no iba a ser menos. También me cuentan que fue al ginecólogo sólo dos veces: cuando la informaron de su nuevo estado, y un mes antes del parto, por una hemorragia leve. Eso también me lo creo (pues buena es ella, para ir de médicos).

El caso es que un día cualquiera, mi madre desapareció. Mi padre y unos amigos de la familia, con quienes me quedé, me dijeron que tenía que haber ido a su pueblo a arreglar unos asuntos, y yo di la explicación por buena. Al poco, y tras un parto terrible (del que supe años después que a punto estuvo de acabar con su vida, por su muy insuficiente dilatación, y que habría requerido una cesárea liberadora, que no llegó a sugerirse siquiera), mi madre regresó, con un bulto en los brazos. Era una mantita de lana azul. Yo estaba jugando en la cocina con un avión biplano amarillo que me habían regalado estos amigos de mis padres. Me acuerdo muy nítidamente de la escena y de la luz fluorescente en el techo. Llegaron mi madre y mi padre, con el bultito envuelto en la manta azul, y me lo fueron a enseñar. “Mira, hijo, éste es tu hermanito”, dijeron. Y abrieron los pliegues para que pudiera verlo. “Huy, qué pequeñín y qué rojo ye”, dije, mirándolo apenas unos segundos. Y seguí jugando tranquilamente, sin preocuparme lo más mínimo por el evento que había tenido lugar.

miércoles, 11 de mayo de 2016

EL PUNTO DÉBIL DEL IBIS




El ibis escarlata es un animal sagrado. Es una figura popular, que cualquiera reconoce, aunque la mayoría confunde las cosas. Si bien es un animal sudamericano, la gente lo asocia con los dioses egipcios. Su silueta se aprecia con mucha frecuencia en los textos jeroglíficos, aunque ese ibis no sea escarlata. Por otro lado, su llamativo colorido ha sido fuente de leyendas, de relatos fabulosos. Hoy, su imagen es la de un ser que agoniza. En las riberas de los ríos, esta cigüeña de pico curvo es detectada la primera. También, es la primera en ser capturada, abatida, desaparecida. Su colorido la delata. Su colorido, su atractivo singular, es la principal causa de que deje de existir. Paradoja de la belleza. Una vez más.

Ibis escarlata, en el Zoo de La Palmyre (Royan, Poitou-Charentes, Francia)
Julio, 2015 ----- Nikon d300

martes, 10 de mayo de 2016

LEER POR NO PODER CONVERSAR

Cuando leo libros en los que alguien pregunta y quien responde es Borges, yo soy consciente al completo de la falacia que resulta conversar con un libro que -se supone- transcribe la conversación de otro con otro. Mas, con todo, para mí no hay ejercicio literario más fructífero, más enriquecedor, más alimenticio -nutritivo, más bien-. Sería el tipo de diálogo que yo querría estar desarrollando de continuo. Sólo que esto es imposible. Porque Borges no está. Porque nadie se está toda la vida hablando, y menos, conmigo. Porque hay tan pocos que concedan a la erudición y a la palabra la dedicación y el respeto que él le profesan. Por eso le leo. Por eso prorrogo esta ilusión, parapeto de insuficiencias.

Del diario inédito Bancal de almácigas, apunte de 16 de Junio de 1997

domingo, 8 de mayo de 2016

SIN COMPLEJOS



¿Por qué los complejos? ¿Cuál es su utilidad? ¿Sirven de algo? ¿Se pueden evitar? ¿Nos sobrevienen o los fomentamos? ¿Nos debilitan o nos refuerzan? ¿Se puede sobrevivir a toda una vida rodeado de ellos? ¿Se pueden canalizar o sublimar? ¿Es una ventaja o un inconveniente? ¿Son una lacra o una coquetería en realidad?

La verdad es que no tengo ni idea. Yo los tuve. Aún conservo alguno que, por fortuna, no mediatiza mi existencia. No sé por qué surgen, ni su utilidad, ni su remedio. No tengo claro que sean una ventaja, aunque no todos me supusieron inconvenientes. Y, desde luego, en mi caso, de coquetería, nada. 

De lo que sí estoy seguro es de que el señor de la bicicleta no tiene ninguno. Ningún rubor a salir a la calle vestido con colores llamativos que no dejan indiferente a nadie y que buscan afanosamente el contacto visual. Si a eso añadimos que su bicicleta parece un reclamo permanente que casi ordena mirar, aunque no se desee hacerlo, tendremos un buen ejemplo de persona que no sólo no adolece de complejos sino que incluso puede que suscite alguno, aunque sea por contraste entre su arrojo o inconsciencia y la cotidianidad común de la mayoría de sus conciudadanos. Estaba en una terraza y lo vi pasar, tranquilo, mirando hacia adelante, sin hacer aspavientos, porque no le hacía ninguna falta. Sólo con pedalear ya le hacía acreedor de todas las miradas. Las ruedas llenas de papel de serpentina, que cubrían cuidadosamente todos los radios en un calculado horror vacui, ya valdrían por sí mismas como imán hacia los ojos que lo fuimos contemplando a medida que circulaba por la calle peatonal. Recuerdo que comenté algo con mi amigo. Seguramente, hicimos alguna broma, no demasiado sangrante. Pero no me acuerdo de lo que hablamos. Sí, en cambio, de su rostro, que aquí no se ve, pues no me dio tiempo a captarlo antes. Me acuerdo muy bien de su rostro. Y se parecía al mío.

Robado en Avilés (Asturias, Principado de Asturias, España)
Agosto, 2015 ----- Panasonic Lumix G6

viernes, 6 de mayo de 2016

FRUSLERÍAS DEMOCRÁTICAS

De la democracia se han dicho muchas cosas, y cada quien tiene su idea sobre ella. Pero de lo que no cabe ninguna duda es de que es bastante imperfecta, está siempre sometida a muchas presiones desde diversos frentes y a veces muestra todavía más a las claras sus carencias. Esta etapa que estamos viviendo en nuestro país es una de esas veces.
La democracia, en esencia, pretende un imposible: que gente sin preparación elija a la gente más preparada, a los mejores, a quienes deberán realizar su labor con toda la eficacia posible. La democracia implica también que todo ciudadano mayor de 18 años posee la capacidad decisoria suficiente como para depositar su voto en una urna para decidir sobre el asunto que se le pregunte, usualmente, quiénes serán los gobernantes que desearía para su municipio, autonomía, estado, etc. La democracia supone que el voto de un desharrapado oligofrénico sin tratamiento psiquiátrico que acuda a votar tiene el mismo valor que el de un médico cirujano o una científica del CSIC con cultura universitaria. La democracia aspira a que de la mayoría surja la verdad. Esos cuatro supuestos son improcedentes, unos; espurios, otros; falsos, todos.
La democracia tiene una ventaja sobresaliente: la de dejar contenta a la mayoría de la ciudadanía por el hecho de realizar el simulacro de la elección. La democracia, en eso, le ganó la partida a las dictaduras, no sólo por la brutalidad e injusticia inherentes a estas últimas, sino por cuestión de imagen. En la democracia, concordando que la mayoría es la que tiene razón, luego no caben apenas  reclamaciones. Pero cualquiera que piense con la cabeza y no con el colon sigmoideo convendrá en que la verdad o lo correcto no vienen casi nunca de la mano de los más. Eso sí, la democracia es la menos criticada de los regímenes políticos, y la que menos rechazos cosecha, lo cual redunda en una mayor posibilidad de estado de paz entre las clases sociales. Hubo quien, como Churchill, bien poco sospechoso de ser demócrata convencido, la definió como el menos malo de los sistemas de gobierno, lo cual ya se supondrá que quiere decir que no es el mejor: sólo es el menos malo, o sea, un mal necesario.
La democracia también tiene una ventaja, aunque a medio plazo. Si uno siente que los elegidos han mentido en lo que prometieron, que han llevado una sistemática labor de corrupción encaminada a utilizar el poder como forma de enriquecerse, o de labrarse currículos que poder usar a discreción cuando acabe la etapa política, o, tan sólo que lo han hecho mal (aun sin dolo ni intencionalidad malévola o interesada); si uno cree que algo de eso ha sucedido, puede intentar enmendar el “error” no votando a los que vencieron, y eligiendo otras alternativas que no necesariamente han de ser mejores, pero a las que hay que dar la oportunidad de que lo hagan mejor, distinto o con otro enfoque. Pero en países como el nuestro, la mayoría somos tan imbéciles como para dejar sin castigo democrático a quienes así nos han tratado. Justo es, pues, que nos sigan prometiendo hasta meter, y una vez metido, nada de lo prometido. En un par de meses, más de lo mismo.

jueves, 5 de mayo de 2016

LA DELICIOSA SOLEDAD CONTRA CORRIENTE



En Carnota (La Coruña) todo es largo. Posee el hórreo de piedra más largo (35 m.). También se encuentra en su municipio la playa más larga de toda Galicia, con más de 7 km de longitud. Este último puente también fue largo para mí, por una serie de circunstancias locales-nacionales. A veces, el tamaño sí que importa.

En este caso, la longitud de los días de fiesta hizo que el lunes, que para mí fuera festivo, no lo fuera en la comunidad donde me encontraba de viaje. Y de ello se derivan importantes consecuencias. La más importante de las cuales es la que se contempla en la imagen. La soledad. La belleza de la soledad sin las aglomeraciones propias de un período festivo común. La maravilla de pisar una arena virginalizada por la última marea, formando estrías deliciosas. La posibilidad de recoger las últimas conchas traídas a la orilla por las olas, y escogerlas con mimo y detenimiento. La banda sonora continua del oleaje continuo y agreste sin interrupciones humanas de ningún tipo. El hermanado contraste entre el azul cerúleo purísimo, los diversos tonos anaranjados de la arena y sus sombras, y la masa ocre oscuro del monte Pindo. Y, de vez en cuando, el aderezo de la conversación más estimulante. Todo ello, en soledad, insisto. Y no hace falta más. El resto, ya debemos llevarlo dentro.

Playa de Carnota (La Coruña, Galicia, España)
Mayo, 2016 ----- Nikon d300

miércoles, 4 de mayo de 2016

DEL EDUCAR Y LOS CACHETES

Leo una noticia en la edición digital de El País. Dice, literalmente, esto: “Un cachete a tiempo... tiene los efectos opuestos a los que buscas”. Eso, en el titular. En la entradilla explicativa: “Un metaestudio con más de 160.000 menores durante 50 años alerta de que los azotes causan problemas psicológicos y peor comportamiento”. En primer lugar, debe quedar claro que un azote no es lo mismo que dar un cachete (obviedad). Y en segundo lugar, que un cachete no es un puñetazo que quiebre huesos y luxe articulaciones (otra obviedad). Dicho eso, procede seguir con las frases impactantes. Un cachete a tiempo implica dos cosas (hoy estamos estupendos): una, que sea cachete, es decir, un golpe dado con palma de la mano, especialmente en la mejilla o en la cabeza; otra, que sea “a tiempo”, y eso implica relatividad poco objetiva. Luego, viene lo de que tiene los efectos contrarios... En fin. A estas alturas ya puedo decir que tanto el titular como la entradilla me parecen una mandanga. Seamos serios.

Los niños, desde el momento en que nacen, muestran el más delicioso e inevitable egoísmo que padecemos como miembros de nuestra especie. Nada que decir a ese particular. Pero el asunto es que su egoísmo natural choca con el del egoísmo natural de los padres, hermanos, abuelos, convivientes en general. Y además, está el otro tema de que educar es enseñar a distinguir qué está bien y qué no. Distinguir lo bueno de lo malo. Y también, distinguir cuándo sí y cuándo no (hacer o dejar de hacer algo). Si el natural egoísmo de la criatura se impone al de los adultos, se dará una situación de tiranía del que crece hacia el ya crecido. Y eso no ha de darse. No tanto por una cuestión de “quién puede más”, sino porque desequilibrará la balanza de la criatura en su primitivo esquema de cómo actuar en cada ocasión.

Educar es bien sencillo (y complicadísimo): se compone de amor y límites. No hay más. Amor, todo el que se pueda. Límites, cuando procedan, que todos somos muy listos y sabemos hasta dónde tirar de la cuerda, sin buscar que se rompa. Pero sólo amor no funciona y sólo límites, tampoco. La cosa está en distinguir qué se puede y qué no. La complicación viene, pues, al intentar lograr el equilibrio entre ambas variables. A ésta se añade en los tiempos presentes, una mal entendida moda por evitar cualquier sufrimiento a los niños, que llega a extremos tan estúpidos como rescribir los cuentos tradicionales evitando crueldades y realidades varias. De ahí que salgan estos investigadores de postal a dar consejillos sobre el bienestar psíquico de las personas.

A mí nunca me gustó lo del cachete. Lo de recibirlo, digo. Pero tampoco darlo. La cara es un lugar sensible donde cualquier tacto deja huella. Deliciosa, si es caricia. Dolorosa, si es golpeo. Si hay que dar un toque físico, no hay nada como la nalgada  o palpamiento cular con repetición rítmica y posibilidad de bises, a voluntad. Por eso, deberíamos amar sin tasa, pero estableciendo los límites que no pueden sobrepasarse impunemente. En el juego de fuerzas que se establece entre los humanos, la voluntad de poder del adulto es quien sabe lo procedente en cada momento y lugar. Y si se vulneran los límites, incluidos los del tono de voz, lenguaje corporal y otros etcéteras coercitivos, nada como un par de nalgadas que no produzcan daño físico, pero sí dejen bien claro qué se puede hacer, con quién, cuándo (o no). A nadie traumatizarán, y si se es consecuente y constante en la aplicación del mismo gesto ante la misma acción, se verá un cambio a mejor en la  transformación de los niños en adultos. Un progreso más, de los muchos que implica cualquier educación. 

martes, 3 de mayo de 2016

DESOBEDIENCIA CIVIL (A LA ESPAÑOLA)


Ni por ésas. En España, vamos por libre, y las normas nos molestan. Son para los demás, no para nosotros, que somos más inteligentes que nadie, y no requerimos guías de comportamiento. Por ello, nos encanta desobedecer. A veces, por la incomodidad que la prohibición comporta. A veces, porque sí. Otras, por joder, a qué engañarse.

En la imagen se observan siete señales redondas con borde rojo, cuyo inequívoco significado de prohibición a los españoles nos revientan las meninges y nos hacen pensar qué ingrata es la vida, con lo bien que se viviría sin reglas que le amargaran a uno la existencia. Siete señales que prohiben expresamente aparcar. Seis portátiles (que no móviles), y una fija pegada a un muro. La cosa va más allá, porque esta última es de prohibición doble, es decir, prohíbe aparcar en ambas aceras. Pero ya se ve que los mandamientos del código de circulación, en esta plaza, son cosa tan sólo decorativa, y motivo de chufla y ninguneo. Los vehículos están perfectamente alineados formando una paralela con las señales, como queriendo acompañarlas en su soledad rigurosa; también, como queriendo chancearse de ellas, por su proximidad impune. Así somos, en general, sin maximalismos, sin tópicos, pero abundando en ellos, pues todo tópico alberga en sí el ingrediente de la verdad estadística: ácratas sentimentales en el fondo, críticos perennes en la superficie; y si de nuestros actos se derivaren acciones o problemas diversos, es nuestro natural declararnos irresponsables siempre, pues en toda ocasión la culpa es de los otros, jamás propia.

No obstante, también cabe leer la foto pensando que dichas señales se hallan apiladas juntas porque van a ser colocadas en ciertos puntos cercanos para proteger un evento próximo o que ya han sido recogidas tras haber cumplido su denostada labor, y aguardan su recogida y almacenamiento, sin prohibir nada. Claro que sí, y hasta es probable que así fuera. Pero de ese modo no habrían surgido estas palabras previas, que era de lo que se trataba. ¿Me siguen?

En una plaza de Ávila (Castilla y León, España)
Julio, 2002 ----- Minolta dIMAGE

sábado, 30 de abril de 2016

MI PALABRERÍO CANALLA (6)

ABNEGACIÓN: Contumacia infectada de altruismo o, lo que es más peligroso en potencia, de religión.
ABSOLUTISMO: Tipo de régimen que era un momio para el que lo detentase, porque concentraba todos los poderes, es decir, hacía las leyes, las ejecutaba y nombraba a quienes velarían por que todo marchase según sus dictados. Un chollo, vamos.
ABSOLUTO: Pues eso.
ABSTRUSO: Dícese de aquel lenguaje complicado que es usado con preferencia por quienes carecen de ideas con que poder expresarlo. Verbigracia, el empleado en esta obra, que tan inconscientemente Vd. sostiene entre las manos.
ACROMEGALIA: Enfermedad que desarrolla en exceso las extremidades, sobre  todo las superiores, lo cual es muy útil para robar pero no para tirar la piedra y esconder la mano. Por ello, resulta muy notable su existencia entre políticos no del tipo de los genocidas, sino de los que exudan esencia de raterillo de barrio a gran escala; también en delincuentes con aspiraciones menores, pero idéntica forma de ganarse las habichuelas.
AFRODISÍACO: Falacia física que rinde pingües beneficios mentales (y de los otros) en orden a lograr más y mejor aprovechamiento sexual; y es que nunca estamos a gusto con lo que tenemos, la verdad.
AGENDA: Librito pautado en blanco que compra todo aquel que querría ser escritor y poder exhibir su obra por doquier, pero como no sabe escribir, a lo más que llega es a anotar línea a línea, como en un silabario, las estupideces que perpetrará a lo largo del día, de la semana, del mes, del año; y a intentar cumplirlo, que eso ya es el colmo.
AGNÓSICO/A: Aquél/lla aquejado/a de la imposibilidad de reconocimiento de personas y objetos por no transformar las sensaciones simples en percepciones. Resulta sospechoso que determinados especímenes ligados al ámbito bancario, empresarial o político aduzcan haberla contraído, justo después de haber cometido sus tropelías.
AGNÓSTICO: Todo aquel intelectual o librepensador que, demasiado pusilánime para ser ateo/a, es en cambio lo suficientemente previsor/a o prudente como para dejar un cabo suelto para pa’por si.
AGONÍA: Período inmediatamente anterior a la muerte que, si no concurren circunstancias abotargantes o excesivamente dolorosas, tendría que servirnos para aprender lo último que podremos saber en esta vida; en su lugar, sin embargo, tal dedicación se orienta hacia el lamento, el arrepentimiento y la conversión de última hora para por si acaso, que nunca se sabe.


Del libro inédito Palabrerío canalla, 1999

miércoles, 27 de abril de 2016

¿EN QUÉ PIENSA LA GAVIOTA?



¿En qué piensa la gaviota cuando surca el aire con esa facilidad que tanto nos asombra? ¿Piensa, siente, contempla?

Vaya por delante que no soy muy amigo de las gaviotas. Viajo bastante (y aunque no viajara, vivo en ciudad costera) y he tenido oportunidad de observar su comportamiento agresivo, violento y territorial. La he fotografiado de muchas maneras distintas, y en todas ellas, si el ojo aparece nítido, la impresión que brota es que las gaviotas entienden. Por eso, cuando consigo una toma en la que la mirada se plasma con intensidad no dejo de hacerme preguntas como las que iniciaban esta entrada.

No soy muy amigo de las gaviotas, insisto, pero me fascina su belleza. Una cosa compensará la otra, supongo. Hubo un tiempo en que -sí, yo también- quedé hipnotizado por la trama espiritualista de aquella novelita que hizo furor hace años: Juan Salvador Gaviota del aviador Richard Bach. Su lectura me impactó mucho, hasta el punto de que uno de mis primeros pinitos de crítico literario surgió de su repetida lectura. Como ficción estaba bien. Aún hoy se lee con agrado si consigue uno limpiarse el almíbar que rezuma cuando se leen algunos párrafos, y se la contempla en abstracto. Pero ya en aquel libro, las fotografías en blanco y negro que ilustraban la peripecia de la inconformista y rebelde gaviota eran fantásticas, y supieron extraer belleza de un animal que resulta muy fotogénico.

Y, no. No soy muy amigo de las gaviotas. Pero no dejo de fotografiarlas, de contemplarlas, de intentar adivinar sus movimientos o intentar comprender su inteligencia, que no me parece de las menores del reino animal. Y aunque a veces me horrorizo por su crueldad amoral, la blancura de su plumaje, la evolución de su vuelo o el ingenio de que hacen gala, me siguen atrayendo de un modo inevitable. Si bien siempre, siempre, me quedo rumiando mi duda: ¿qué estará pensando la gaviota? Sobre todo si yo la miro, ella capta mi mirada y consigo capturarla.

Gaviota en el Cabo de Estaca de Bares (La Coruña, Galicia, España)
Agosto, 2005 ----- Nikon d100

martes, 26 de abril de 2016

LAS MEMORIAS DE ISAAC ASIMOV

Acabo de concluir las Memorias de Isaac Asimov. Han sido casi quinientas páginas, y con la excepción de unas cuantas que hacían mención a puntos o personas que no me interesaban, me lo leí todo con rapidez impensable, gracias a esa fluidez que sólo los muy maestros consiguen. Únicamente había leído un libro suyo: Yo, robot en el plano de ficción. Y ahora, sus memorias. Pero puede afirmarse que es el mismo autor quien escribe, sólo que el objeto de tratamiento varía. Su lectura se hace de corrido con la ventaja añadida de que siempre se quiere más. Su capacidad para acumular anécdotas sin parar, de las que además extrae reflexiones serias o irónicas es proverbial. Y lo asombroso es que no agota casi nunca las posibilidades de cada tema, o las posibles historias que se ramificarían del episodio inicial, o incluso otras nuevas. La obra está concebida a base de breves capitulillos que se absorben como las plantas hacen con el rocío: lenta y provechosamente. Y para mí su vida traducida a palabras ha sido eso mismo, un acontecimiento muy provechoso.

En primer lugar, por ahondar en una personalidad de la que todo el mundo ha oído hablar, pero de la que sólo se conocen sus fantásticas dotes divulgativas y su ingente capacidad de trabajo, lo que se traduce en una obra inmensa, casi una biblioteca escrita por él solo (aun habiendo sido ayudado por muchos colaboradores). En segundo lugar, por comprobar que algunas facetas de su vida, sobre todo en la infancia y en la adolescencia —atípicas y no muy felices, pero concienciadas por su especificidad diferenciadora—, se asemejaban, salvando las distancias enormes, a algunos rasgos que definieron las mías. En tercer lugar, porque leer el desarrollo de una vida escrita por el mismo protagonista que la desarrolla es interesante muchas veces, y algunas fascinante, sobre todo para un ególatra egotista como yo soy. Máxime si quien la escribe es otro ególatra egotista. Y a mayor abundamiento si éste lo es en forma superlativa elevada al cubo. En cuarto lugar, porque el viaje por su vida resulta deliciosamente estimulante para cualquiera que no tenga padecimientos de envida insana y complejos de inferioridad. En este punto, reconforta muchísimo ir recorriendo con la mirada su autoconvencimiento, su egotismo, su interés por encaminar toda su vida hacia un único punto, su lucha por lograr la independencia con respecto a posibles jefes, por conseguir hacer siempre lo que más le apetecía hacer o, en su defecto, lo que menos le disgustase realizar, imponer su criterio con la fuerza de quien se creía alguien importante y, en efecto, lo fue. Es de un didactismo magnífico leer su empeño en plasmar lo que su tremenda ambición ansiaba plasmar, escribir, escribir y escribir. Y resulta muy aleccionador comprobar que a pesar de las apariencias y de su inmodestia, es precisamente la comprobación de la realidad lo que elimina todo carácter peyorativo a ese vocablo (inmodestia) con tan mala prensa. Sus toneladas de páginas esparcidas por los cinco continentes así lo avalan. ¿Que sus referencias al dinero son constantes? Desde luego. ¿Que es un hombre con filias y fobias muy marcadas? De acuerdo. ¿Que su subjetivismo extremoso lo impregna todo? Muy cierto. Pero, ante todo eso, yo preguntaría además, como el mismo Asimov apunta más de una vez: “¿Y qué?”

Asimov es un ejemplo de que cuando se quiere, se puede. De que la dedicación de una vida de entrega a lo que se desea es una fuente de felicidad, se diga lo que se diga. Y también de que la lectura periódica de obras como ésta puede que solvente el problema de la surgencia periódica de cualquier amago de decaimiento o flojera de intereses o proyectos. Sería el mejor antídoto contra esos accesos de negatividad, zozobra y búsqueda del camino a seguir. Asimov nos recuerda que el camino ha de ser siempre el mismo: trabajo y coherencia; trabajo constante y coherencia sustentante.

Del diario inédito Escorzos de penumbra, 2005, entrada de 7 de diciembre de 1998

lunes, 25 de abril de 2016

EL FUTURO CAMPEÓN DEL MUNDO DE MOTO GP


¿Alguien duda de las cualidades de motero que este tierno infante apunta sobre su moto eléctrica de juguete? No es sólo que con esa edad ya cabalgue una montura que se desplaza sin el concurso de sus pies (que sería lo suyo, como lo fue para los demás -hasta ahora, claro-). Ni la posición de las manos que sujetan con firmeza el manillar. Tampoco, que las letras formen la palabra “policía”, con lo que deja bien claro que él es de los que persiguen, no de los perseguidos; de los que ganan, en definitiva. No, no es nada de eso sólo. Él se muestra de esta guisa, porque es un ganador nato, y es en este aspecto donde querría incidir. Obsérvese lo más importante de esta imagen: el gesto. Ese escorzo a derechas, con el cuerpo inclinado hacia ese lado (como parando su trayectoria dispuesto a efectuar una conquista, o mirar socarronamente una impericia rival, o soltar alguna chulería al uso), no es más que el marco del que surge, impasible, ese rostro cachazudo, convencido y seguro de sí mismo. Porque él lo va a ganar todo. Todo. Y porque a él no le tose nadie.. Y Rossi, Márquez, Pedrosa y compañía, menos; porque cuando él llegue a su edad dorada, ninguno de esos vejestorios será ya su rival. Sólo serán leyendas en las que fijarse con el único objetivo de superarlas, lo que, como se puede ver en su carita, lo va a lograr en menos de lo que canta un neumático derrapando sobre un circuito mojado.

Robado en la Plaza Mayor de Toro (Zamora, Castilla y León, España)
Abril, 2014 ----- Panasonic Lumix G6

domingo, 24 de abril de 2016

UNA PREGUNTA, ASÍ, DE IMPROVISO, QUE ME URGE

Hoy no quiero escribir nada. Hoy quiero recibir respuestas a una pregunta que lleva tiempo asaltándome. Si uno de mis temas favoritos es el retrato, y para profundizar en dicha temática he adquirido el equipo adecuado para ello; si realizo con regularidad sesiones a personas queridas que aceptan posar para mí; si es uno de los temas que más alabanzas ajenas me procura... Y, sí, además, se me conoce, y se sabe que soy un tremendo ególatra, egotista, ombliguista, narciso y demás calificativos similares ¿por qué jamás he realizado ni un solo autorretrato? A ver, ¿por qué?

sábado, 23 de abril de 2016

LA DULCE PAUSA EN LOS PARADORES




Una de las cosas que mucha gente no sabe es que los buenos hoteles y, más en concreto, los paradores de turismo, tienen cafetería, y que se encuentra abierta no sólo a los clientes sino al público en general. En concreto, las de los paradores acostumbran a mostrar bella factura, pues suelen hallarse en edificios históricos en buen estado de conservación, están bien surtidas y los asientos están pensados en la comodidad de sus ocupantes y no en el rápido recambio por otros clientes que aguardan plaza. Son lugares con luz tenue y cálida, si es artificial, o con luz tamizada, sin sombras, si se trata de patios exteriores. Hay prensa abundante, música suave, y una clientela que, a grandes rasgos, huye de ruidos y masificaciones propias de otros establecimientos. Como es natural también entre ellos hay clases, pero por lo común son lugares estupendos para hacer un descanso en la dura brega del turista habitual o, también, con el objeto de aislarse del mundanal ruido por un rato.

Toda pareja tiene sus ritos. Entre los de la nuestra, se halla el recurso a los paradores como lugar donde reponer fuerzas, comentar las características del lugar, actualizar redes, leer algún periódico o suplemento, degustar alguna delicadeza local, escribir algo, o, simplemente, disfrutar de media hora sentados a la fresca, si es verano, o bien calentitos si es invierno. Es en esos momentos de independencia compartida, cómplice, comunicada a veces sólo por miradas, cuando la vida demuestra que con bien poco se puede tener mucho. Ello es posible si se sabe elegir, si se mantiene un criterio coherente con los gustos propios, si se sale uno de los tránsitos trillados de la masa, si es capaz de percibir belleza en el reflejo de una botella de aceite o en los dibujos de la espuma del café; o si se sabe seleccionar entre tanta basura informativa algún artículo magistral o alguna entrevista tan bien realizada que nos proporcione la ilusión de asistir a la conversación como si uno fuera su protagonista. A continuación, una ojeada a las fotografías tomadas hasta ese momento -la eliminación de algunas-, el balance meteorológico, alguna banalidad, si es el caso un cotilleo fugaz, una risa que viene a cuento, son algunos de los pasos que se pueden seguir. Por último, abonada la exigua cuenta, y, repuesta la cuestión meramente física (pues los años pasan, ¡ay!), se regresa al mundo con la sonrisa puesta, la gana recuperada y las piernas más dispuestas a llevarnos a otro lugar donde los ojos vuelvan a demostrarnos que la elección del destino ha sido la adecuada.

Patio interior del Palacio del Deán Ortega (Parador de Turismo), en Úbeda (Jaén, Andalucía, España)
Marzo, 2016 ----- Panasonic Lumix G6

viernes, 22 de abril de 2016

DÍA DEL LIBRO (INVISIBLE)

Hoy celebramos en el instituto un encuentro ya tradicional, algo cursi, algo infantil, pero del que extraemos su lado tierno para proseguir con él. Es “lo del amigo invisible”. Para quien aún no lo sepa, se trata de que quienes participan se comprometen a regalarle un libro a alguien que le será asignado por sorteo insaculador, manteniendo el anonimato inicial. La cosa no deja de ser inofensiva, en principio, aunque no se halla exenta de problemática. La primera, y que la mayoría tememos, es que quien te “toque” sea alguien con quien no se iría ni a “atropar duros”. Pero, solventado ese escollo, no es cosa menor el hecho de que quien te toque sea alguien con quien compartes muchas cosas académicas y ninguna personal: vamos, que sea un/a perfecto/a desconocido/a en términos generales. Es entonces cuando comienzan las pesquisas para sustraer información de allegados sin suscitar demasiadas sospechas o, si se entra en proceso de desesperación, ya, preguntando directamente a sus amigos o compañeros más próximos. Y luego se merca el libro, claro. Se lo envuelve de forma más o menos anónima, y el día de la entrega todos nos reunimos alrededor de una mesa donde se encuentran todos los volúmenes envueltos en papel de periódico o de paquete o de estraza, ya personalizados, y con un clavel encima, por aquello de imitar la buena tradición catalana de un libro y una flor. A falta de besos...

Pues bien, hoy a mí me han regalado un volumen de casi 1000 páginas, titulado 1.001 películas que hay que ver antes de morir. El detalle me ha encantado, por lo que tiene de riesgoso (tengo algunos libros más de ese estilo), por lo que supone de enciclopedismo en un mundo que ya abomina de las obras de referencia en papel. Ha sido una compañera querida, que se ha delatado con una nota de post-it cuya letra perfecta todos conocemos muy bien. Me ha alegrado mucho su propuesta. Y con esa alegría me llegué a casa con el tocho bajo el brazo, bien contento y con mucho sueño acumulado de la semana.

Ya levantado de la siesta, me dediqué a comprobar algo que me venía rugiendo dentro, desde el mismo instante en que desgarré el envoltorio y vi la portada. ¿Cuántas de esas 1001 películas he visto, y cuáles no? Me llevó un rato marcar con rotulador al lado de cada título del índice que sí sabía, recordaba con nitidez o simplemente “me sonaba” haberlo visto. Fueron 715. No está mal, me dije, es un alto porcentaje. Ahora bien, de ésas, ¿cuántas recuerdo como algo imborrable?, ¿cuántas han dejado un poso clave en mi existencia?, ¿cuántas me demolieron por dentro?, ¿cuántas desearía volver a ver con deleite? l rostro se me nubló. No me he atrevido a hacer hoy el cálculo. Me avergonzaría averiguarlo. Volvería a constatar que cantidad y calidad casi nunca van de la mano. Y a mis años, menos. Sólo me queda una duda temerosa: ¿llegarían a 100?, ¿a 50?, ¿a 10?

jueves, 21 de abril de 2016

LA HERRUMBRE Y LA VIDA



La vida es tan diversa en formas, situaciones y características, que apenas nada puede ser considerado bueno o malo, desde el punto de vista biológico. Porque hasta la mayor de las agresiones que la Naturaleza pueda recibir (que es la que el ser humano le inflige día a día, año a año, vida a vida) de entre toda esa muerte, de entre toda la corrupción de cualquier hábitat inicial, acaba brotando otras formas de compartir este mundo, otras existencias diferentes pero válidas y expandibles, a poco que se le deje vía libre y las condiciones se mantengan.

Contémplese, si no, esta imagen, algo caótica en apariencia, por haber sido seleccionado un encuadre no del todo revelador. Priman las texturas. A la izquierda, las metálicas, las herrumbrosas, las que muestran el óxido prolongado en una estructura de metal, probablemente de hierro, que se aprecia carcomida por el salitre y el agua de mar. A la derecha, en un sentido más rítmico y algo más ordenado, varias docenas de una variedad indeterminada de percebe o mejillón, adheridas a algo que más parecería fuente de venenos, que manantial nutricio del que poder sospechar que generase vida. Si se piensa que la foto está trucada para combinar ambos mundos, se incurre en un error. Está tomada sin artificio alguno en un pequeño puerto pesquero, y se trata de una bola de metal corroída por el tiempo y los elementos, que debió estar años en el agua (en forma de boya, baliza o con quién sabe qué función). Estaba ya varada en tierra, como esperando un destino más próximo a un desguace o vertedero, habiendo ya cumplida la tarea para la que fue creada hace tiempo. Era una esfera, ya digo. Pero en la parte inferior, la que se hallaría de continuo sumergida, la vida se aferra a la muerte con una fiereza y una abundancia que me hicieron sonreír. Por sobre la muerte, siempre la vida. Parecieran alimentarse la una a la otra, desde siempre. Incluso ahora, que la primera parece predominar sobre la segunda gracias a nuestros denodados esfuerzos en destruir más que en construir, la vida se impone. Aunque, a la postre, los esforzados mejillones fueran arrancados de su batidos mar, y destruidos prematuramente, sus balvas brillantes nos ofrecen el testimonio de que sobre la herrumbre creció un día la vida.

Basura portuaria, en Cariño (La Coruña, Galicia, España)
Agosto, 2007 ----- Nikon d100

miércoles, 20 de abril de 2016

LA MUERTE Y EL HASTÍO (MICHEL TOURNIER)

El pasado mes de enero moría con 91 años (ahí es nada) uno de los grandes de la Literatura francesa del siglo XX, Michel Tournier. El autor de El rey de los alisos  y de Viernes, o los limbos del Pacífico (por nombrar sólo dos de las obras suyas que he llegado a leer) dejaba este mundo envuelto en otro episodio de la misma polémica ácida que le acompañó la segunda mitad de su vida. Tras sus diatribas contra los abortistas o los negadores del Holocausto, o sus invectivas hacia diferentes presidentes de la república gala, concluyó sus días debilitado y aborreciendo el estado en que lo había sumido la vejez. “No me voy a suicidar, pero ya he vivido demasiado. Sufro por la vejez, porque no puedo hacer nada y ya no viajo. Me aburro”, declaró en una de sus últimas entrevistas en 2010. Genio y figura. Aunque...

Vivir demasiado. ¿Se puede llegar a sentir que se ha vivido demasiado? Seguro que sí. Dependerá de cómo se valore los años transcurridos y lo llenos o vacíos que se hallen sus peldaños. ¿Suicidarse? ¿Para qué? A estas edades, es más un demérito que algo que proporcione fama o atención mediática. ¿Sufrir por la vejez? Comprensible, si la enfermedad lastra demasiado las actividades habituales. Y si encima no se viaja... uno comprende muchas cosas. Ahora, lo de aburrirse, resulta bien difícil de asimilar en una mente inteligente. De hecho, nunca lo concebí en tales seres. He dicho y escrito en multitud de ocasiones que quien se aburre es que carece de cierto tipo de inteligencia, que puede sea la que cohesione todas las demás: la adaptativa. Lo mantengo. Y este tipo era demasiado inteligente. Hastiado, cansado, indignado, añorante, polemizador; todo ello, sí. Aburrido, no me lo creo. No, no me lo llego a creer. Es más bien otra de sus boutades. O de sus demencias.

martes, 19 de abril de 2016

NICOLÁS SALMERÓN, POLÍTICO DIGNO Y COHERENTE


Este hombre de gesto serio, atildada indumentaria y paso decidido, es uno de los políticos más desconocidos de nuestra historia política. Se llama Nicolás Salmerón Alonso, y en 1873 llegó a ser nada menos que presidente de la convulsa y efímera I República española. Esa primera experiencia republicana de nuestro país no llegó a durar un año siquiera, pero él la presidió por unos meses, tras Estanislao Figueras y Francisco Pi y Margall, y antecediendo en el cargo a Emilio Castelar, último titular de la misma, antes de ser destruida por la fuerza. Cuando imparto la asignatura de Historia de España en algún curso, siempre lo menciono como ejemplo de coherencia, dignidad y valentía, pues cabe en su haber el gesto de haber dimitido de su alta jerarquía política por negarse a firmar unas penas de muerte de unos militares colaboracionistas con el cantonalismo, al que sin embargo combatió intensamente. Sí, sé que suena inhabitual, pero el hecho es exacto: alguien dimite por no tener que firma algo que va contra las ideas que siempre defendió, contrarias a la pena de muerte. Yo conocía este fragmento de su vida, el más famoso, el mismo que figura como epitafio en su panteón funerario. Pero no sabía que era almeriense, por eso me sorprendió contemplarlo en  esta escultura a ras de suelo, en la calle, y sin pintadas que lo afearan, en la confluencia de los dos principales bulevares de Almería. Enseguida se lo comenté a quien conmigo va, quien se sintió fascinada con la historia, hasta el punto de querer dejar ella también constancia gráfica del monumento. Y sí, seguramente tendría muchos defectos, cometería muchos errores, sería un hombre normal, pero en ocasiones un gesto nos redime, nos justifica, nos trasciende. Las lecciones que el pasado nos traslada deberían servir para que comprendiéramos nuestro presente con el objeto de mejorar nuestro futuro. Lamentablemente, nuestros políticos actuales adolecen de muchísimas lagunas en su formación, y conocen poco la labor de quienes les anticiparon en la dura tarea de gobernarnos. Si acaso se dignaran a leer sus escritos, hojear sus discursos o admirar su ejemplo y su coherencia, a lo peor seguirían siendo igual de indecentes, pero al menos tendrían una justificación menos que argüir en la defensa de sus continuos despropósitos.

Escultura de Nicolás Salmerón en Almería (Andalucía, España)
Marzo, 2016 ----- Panasonic Lumix G6

lunes, 18 de abril de 2016

HITOS DE MI ESCALERA (2)

En la primera infancia no eres muy consciente de casi nada, y los recuerdos propios, tan tiernos, se entremezclan con lo que los familiares han introducido año a año en un relato siempre igual, siempre distinto, con variaciones frecuentes, tamizados, eso sí, por la contemplación relativamente objetiva de fotografías, que aportan valor documental a esos tiempos oscuros. A no ser, claro, que suceda algo determinante, algo maravilloso o algo grave. De mi primera infancia tengo algunas imágenes nebulosas, pero sobre todo el primer hito en mi vida del que fui protagonista consciente fue la muerte de mi abuelo. Yo era muy pequeño. Pero nunca digo que yo sólo tenía cuatro años recién cumplidos; yo prefiero decir que mi abuelo sólo me duró cuatro años. Y siempre maldigo duración tan breve.

La primera gran bofetada que me dio la vida fue contemplar a edad tan temprana cómo desaparecía para siempre la persona más incondicional que compartía mi alrededor. Parece difícil decir esto, pero puedo afirmar que el amor de mi padre era más bien pragmático y el de mi madre absoluto, pero no incondicional. En cambio, el de mi abuelo me era transmitido sin condición alguna, día a día, sin desmayo y generando un poso dependiente de tal calibre, que su muerte generaría un síndrome de abstinencia del que tardaría años en salir.

Vivíamos en Oviedo desde que yo tuve cinco meses, y mi abuelo se había venido a vivir con nosotros, y como mi madre era la más pequeña de sus hijas, yo fue su nieto menor, su juguete, su barro que modelar. Y vaya si lo hizo. Mi abuelo se llamaba Eduardo, de modo que ya se puede intuir por qué yo me llamo igual. Pero no sólo me proporcionó el nombre. También se encargó de quererme de un modo que es difícil de describir, pero que cualquiera puede entender. Es preferible ceñirse a sus logros.

Siempre he dicho que el estímulo palabrero es fundamental para que los primates humanos procedamos por imitación cuanto antes. Pero los padres tienen un trabajo que realizar, en primer lugar; y en segundo, una paciencia variable, pero limitada. Aquí es donde entra mi abuelo, que estaba conmigo todo el tiempo que estaba en casa, y muchas veces fuera, cuando salíamos de paseo. Mi abuelo enseguida vio mi potencial. Yo fui un niño precoz, pero esa anticipación no he de atribuírmela genéticamente, sino al hecho de que un niño pregunta infinitamente, y sólo calla cuando le obligan. Pero si se dispone de alguien a quien las preguntas no molestan, sino que encima te las responde y te sugiere otras... el resultado ya es sobrenatural. Ese fue mi caso. Yo tuve un abuelo a tiempo completo. Y eso se notó. En todo. Aprendí a leer y a escribir muy pronto, a sumar y a restar y a multiplicar y dividir,  antes que otros niños. Y a hablar por los codos. Y eso sucedió porque tuve alguien que me enseñó, que estaba a mi disposición todo el tiempo. Y, además, me adoraba. Y, a mayores, me traía barquillos del parque San Francisco. Cada día, uno.

A finales de junio de 1967, a mi abuelo le sobrevino una trombosis cerebral (hoy diríamos un ictus), que lo inmovilizó en cama, sin habla y sin vista. En cambio oía, y sus manos, podían recibir el calor de las mías, cuando llegaba a su cama y quería que me leyera otra vez el cuento de cada noche. Yo preguntaba por qué mi abuelo no me respondía, por qué estaba allí tumbado y no se levantaba. No recuerdo qué me dijeron. Convencionalismos, imagino. No entendí nada, como es lógico. Apenas un mes después, un 24 de julio de 1967, mi abuelo moría en su cama, en casa, a nuestro lado. Seguí sin entender nada, pero mi disgusto por carecer de su voz y de sus caricias fue en aumento. 

Mi desconcierto no decayó con el mutismo de mis padres, la sensación de llanto ambiental, la constante afluencia de familiares. Y llegó a su culmen cuando me enteré que debíamos viajar a Veguellina de Órbigo, en León, lugar de su nacimiento (y del de mi madre), donde reposarían definitivamente sus restos. Una vez allí, vi que a mi abuelo le habían metido en una caja de madera marrón brillante, y que unos operarios le habían pasado unas sogas por debajo para bajarlo a la tumba. En el momento en que vi que el féretro bajaba, me arranqué, me desasí de la mano de mi padre, y me lié a patadas con dos de los que estaban con la tarea. Hubieron de sacarme de allí obligadamente, pues uno de los sepultureros, el único que no llevaba gorra, amenazó con que si no me controlaban, me echarían allí abajo también. Entre los brazos de mi tío Eduardo (su hijo más pequeño), ya fuera del cementerio, lloré mi desesperación e impotencia con un hipo duradero e inconsolable. Allí, mientras al otro lado de la tapia, el cuerpo de mi abuelo era depositado en su tumba, fui consciente de que mi abuelo ya no volvería nunca más a llevarme de su mano. Y, por primera vez en la vida, supe lo que significaba ser verdaderamente huérfano. Aunque mis padres siguieran vivos.

domingo, 17 de abril de 2016

CONGELAR LA REALIDAD PARA VER OTRA REALIDAD


Hay varios aspectos muy misteriosos en el mundo de la fotografía. Pero uno de los que más me atrapan es la consecución de imágenes que el ojo humano, en su pobreza receptora de espectro o de captación de la velocidad, no es capaz de obtener por sí mismo. Acostumbrados estamos, en las retransmisiones deportivas o en los documentales televisivos, a ver imágenes rodadas con cámaras de alta velocidad, a muchos fotogramas por segundo, que luego, al ser reproducidas a los correspondientes 24 ó 25 en cada segundo, ofrecen a quien las contempla mundos desconocidos antes de que estas técnicas existieran; ahora, en cambio, son nota cotidiana de nuestra vida, pero no dejan de seguir siendo fascinantes los fragmentos de realidad rapidísima que podemos ver ralentizados, una vez procedida a su selección y rodaje adecuados. Yo nunca he manejado la imagen en movimiento. Lo mío es la imagen fija. Pero con ella también se pueden lograr imágenes que sólo existirían si pudiéramos pausar, rebobinar, avanzar nuestra existencia. Como no es posible, la técnica acude en nuestro auxilio para poder producir un simulacro.

Si se observa la fotografía que traigo para ilustrar lo que estoy diciendo, parece que sólo consta de unos cuantos miles de puntos blancos y negros, con una disposición en apariencia caótica, pero por entre la cual se cuelan algunos patrones y algunas pautas de formas irregulares para poder paladear la imagen con algunos asideros. Puedo asegurar que la realidad era mucho más prosaica y reconocible: una fuente en un bulevar, con varios surtidores de diferente boca; unos formaban una película de agua difusa, otros tenían un chorro de agua más definido, pero diferente grosor, con lo que entrelazaban líneas de parábola y combinaciones diversas. Pero cuando se busca lo diferente, la labor del fotógrafo es ir mirando de continuo, para poder ver. Una vez que ve, intentar imaginar algo distinto. Y una vez imaginado lo distinto, poner los parámetros de la cámara en disposición de que la técnica logre lo imaginado. El resto es fácil. En este caso, con el sol declinante frente al objetivo, marca un claro contraluz. La imagen que se pretende es predominantemente abstracta. Se puede optar por una velocidad lenta, de medio o un segundo, con lo que veríamos líneas difusas, que parecerán estar moviéndose de forma sedosa. Se puede elegir congelar la imagen a una velocidad de 1/4000 de segundo, y de ese modo, lo que imaginamos como un chorro homogéneo se nos muestra como una corriente no continua, sino “alterna”, con la que se puede jugar a la hora de combinar las líneas en una composición que nos guste. Es este último modo el elegido. Lo que aparece, nunca existió, salvo en una fracción mínima de tiempo. Pero de este modo, cobra forma y vida. Luego, ya se puede contemplar, comentar, criticar, olvidar.

Agua de una fuente en el bulevar García Lorca de Almería (Andalucía, España)
Enero, 2016 ----- Panasonic Lumix G6

sábado, 16 de abril de 2016

MI TERAPEUTA Y YO

Acabo de romper hoy mismo con mi psicóloga. Definitivamente. La llamada de teléfono ha sido dura, pero determinante. Y ya sé que lo hemos hecho con anterioridad, pero esta vez, seguro, es la última, la de verdad. Como reza el dicho: “no aguanto más”; no sé si ella tampoco, pero en lo que a mí respecta, se acabó. Los motivos, los de siempre, pero la edad lo agrava todo, y la costumbre... ya se sabe, lo abrasa todo. Me lleva tratando varios años, no sin acierto inicial, he de admitir, porque desde que comenzó a llevar “mi caso”, como le gusta decir a ella, ya no tuve necesidad de mujeres. Con ella me bastaba. La regularidad de nuestras citas eran lo más excitante que me había sucedido nunca, y el modo en que fue hurgando en mis interiores, extrayendo al mayéutico modo los entresijos de mi existencia, fue algo por lo que mereció pagar sus abultadas facturas, y aún más, si lo hubiera planteado. He de confesar que tenerme como cliente también la transformó a ella. Y no sólo es porque se notara en la forma de vestir y hasta en la de decorar su gabinete profesional, sino porque incluso llegó a confesarlo abiertamente alguna vez. Había muy buena química entre los dos. Además de dinero, claro, pero eso nunca fue un problema para mí, de modo que ambos estábamos encantados. Un día, las intimidades llegaron a un punto en el que le confesé mi deseo por ella, ni necesidad de incorporarla a mi vida, aunque me costara la terapia. Sorprendentemente, ella no me crucificó con la consabida deontología profesional, sino que, sin mediar palabra, se sentó a horcajadas sobre mí, en el diván, y allí mismo dimos comienzo a una serie de encuentros sexuales magníficos (acaso, lo mejor del proceso). Contra lo que podría parecer lógico, esto no modificó un ápice nuestra relación analista-paciente, sino que la intensificó. Y eso hizo, no sé, que los vínculos se aproximaran, y del mismo modo, el interés por ella se hiciera cada vez menor. Mi consideración sobre sus puntos de vista fueron mermando, y hasta llegué a discutirle tanto alguna opinión como los ejercicios que puntualmente me encargaba. Ella, por su lado, fue creciendo en prepotencia y en control sobre mí, que llegó a paralizarme en ocasiones, y que fui considerando cada vez más abusivo. Discutimos mucho, incluso en la terapia, ya digo, y esto enquistó la relación a medida que pasaba el tiempo. A lo único que no afectó fue a nuestras relaciones sexuales, porque se sucedían con un ritmo y una intensidad fuera de lo común. Si acaso, variaron los gustos y las prácticas: ella fue creando un personaje de carácter masoquista, a la par que yo me hacía más cruel con ella. Tal vez intercambiáramos los papeles que en la consulta y la vida cotidiana manteníamos; es posible. La primera vez que rompimos fue una liberación, pero duró poquísimo. Volvimos enseguida. A los pocos meses, volvimos a cortar, prometiéndonos no volver a vernos jamás. Pero no pudimos dejar de vernos. Ahora, las rupturas se han estabilizado: no solemos aguantar más de unas pocas semanas. Pero ya parece una costumbre arraigada e imborrable, y yo no quiero ser esclavo de las rutinas que la vida establece. Además, con el tiempo, fui haciéndome más puntilloso en cuestiones económicas, en varios niveles. Uno de ellos era no poder soportar que me siguiera cobrando cada sesión (con el correspondiente incremento anual). Mi argumento sobre que habíamos sobrepasado el nivel terapeuta-paciente para ingresar en otro de categoría superior no la hizo conmoverse un ápice, y jamás cedió en ese punto. Del mismo modo que ahora tampoco contempla la idea de concederme el divorcio (“bajo ningún concepto”, chilló). Y su última idea brillante de irse de vacaciones ella sola con nuestros hijos a casa de sus padres, lo acabó de rematar. A ver cuánto le dura la racha esta vez. Es, más que insultante, humillante en grado sumo. Pero ya volverá, ya. Porque siempre vuelve, no puede evitarlo (ni yo tampoco, la verdad). Aunque, claro, esta vez es la definitiva, como ya dije. Eso segurísimo. No me cabe la menor duda.

viernes, 15 de abril de 2016

LA MIRADA DESCONFIADA DEL GATO


El gato es receloso. No se fía. Pese a que me acerco con sigilo, mirando para otro lado, el gato interrumpe su tarea, y me mira fijo. Le molesto. A él y a otros compañeros, que se afanan en hurgar los fondos de un contenedor lleno sólo a medias. La cara refleja todo lo que siente. No soy su amigo. No me quiere cerca. Si tuviera poder, me fulminaría, o me trasladaría de dimensión. Le impido concentrarse en una tarea que además de gustarle, le es vital. Pero sus ojos no se despegan de mí. Aunque yo haga que mire para otro lado, y oculte mi mirada tras la cámara, él ve sólo un ojo negro en forma de tubo-objetivo, que lo encara sin rubor, a distancia. Es desconfiado, por eso no deja de mirarme, para controlar mis pasos. Para ver si sobrepaso la línea que él considere segura. Para ver si me canso y me marcho. Para ver si puede continuar en el interior del contenedor, y no como ahora, apostado en el borde, en atrevido escorzo que atraviesa su mirada sobre su lomo. Pero yo no me marcho. Quiero una imagen lo suficientemente cerca como para que su expresión comunique todo lo que su figura me transmite. Me detengo. Me mantengo quieto, con la cámara dispuesta, pero sin hacer nada. Pasan unos segundos. Él vuelve a una movilidad reducida, menos tensa. Mira un instante al contenedor, donde antes saborearía algo interesante. Se estira un poco. Pero yo no deseo que se relaje: carraspeo levemente, lo justo para que se le pueda volver a activar la alarma. Se vuelve, me mira impaciente, molesto. Y disparo.

Vélez-Blanco (Almería, Andalucía, España)
Enero, 2016 ---- Panaonic Lumix G6

jueves, 14 de abril de 2016

OBSESIONES. TEMÁTICA PERSONAL (III)

La soledad es uno de mis temas fundamentales. Lo fue casi siempre, dadas mis características, pero se ha acentuado de forma tremenda los últimos años, precisamente desde que vivo solo.

De la soledad me acucia su capacidad para conseguir aquello que el mundo actual nos hurta. Me quedo también con las posibilidades de reflexión que me procura.

También me preocupan las causas, las experiencias de otras personas que piensan, sienten y viven como yo, es decir, que pese a la soledad, me gusta comprobar que no soy yo solo quien tomó esa senda. Sería como una soledad compartida a través de la distancia.

De todos modos, esta soledad no motiva mi aislamiento mental de la gente que merece la pena. Soy un solitario, pero no me siento solo en absoluto.

Las diferencias entre la soledad voluntaria y la forzosa son un matiz que canaliza buena parte de mis energías.

En realidad, no es un macro-tema. Es el tema por excelencia. Todo arranca de él.

Apunte de 17 de marzo de 1995

miércoles, 13 de abril de 2016

DON ANTONIO MACHADO, POETA LECTOR


Don Antonio se sienta en su banco preferido, un poco apartado en el paseo. Lleva, como siempre, un libro de poemas. A menudo, es el mismo. Los versos le inspiran, dice. No en vano él también es poeta. Necesita alimento para su alma atribulada, mudable, penetrante. Pero también quiere olvidar. Lee concentrado, mientras echa atrás el recuerdo al albur de algún verso memorable que le recuerda los limoneros sevillanos y la lejanía de su hermano Manuel, a quien tanto quiere, y de quien la vida le alejará tanto. Lee, y las palabras se le arrebujan y se le mezclan, hasta el punto de que duda si apuntarlas, por si se le pierde el instante mínimo de dicha que las sílabas escandidas en su interior van procurando. Los recuerdos le abocan al presente doloroso, que ya no cuenta con su joven amada, a quien no puede olvidar, por más que haya querido huir lejos. Eran tan dulces sus besos, tan creadora su mirada, sus manos tan expresivas, tan orientadoras. La imagen de aquel feliz entendimiento contra todo pronóstico, le nubla el rostro y le hace apartar los ojos del poema. No es de maldecir, pero le gustaría poder hacerlo. Contra la mala suerte, contra la desgracia, contra el hado, contra el destino, contra la segadora postrera que le arrebató de improviso lo que más quería, y cuya ausencia le anuda el habla y le tuerce el gesto.  Pero don Antonio tiene el alma estoica, cincelada en la dura estepa castellana a la que ha dotado de inmortalidad por la sola intervención de su palabra seca y precisa, intensa y significante. Sabe que no puede mantener ese nivel de dolor paralizante, pero como nunca sintió lo que siente, no está seguro de si pasará pronto, o tardará mucho; si el hueco de su niña amada se disolverá de improviso o con la calma de los días de provincia, quedos y somnolientos. A las afueras, legiones de olivos en perfecta formación protegen la ciudad serena. Baeza alberga al gran poeta. Su dolor va impregnando los patios de los palacios. Su entorno indigna su presente maltrecho. Vino desde Soria. Huirá luego a Segovia. España irá penetrando en él por todos sus poros, tanto, que acabará fuera de ella al final de sus días. Mientras, el egregio poeta de descuidada vestimenta, lee versos que acaso le inspiren los próximos que de su pluma emerjan. El cálido paisaje andaluz lo acoge. Los fríos castellanos lo aguardan. 

Escultura de Antonio Machado, en Baeza (Jaén, Andalucía, España)
Abril, 2016 ----- Nikon, d300

martes, 12 de abril de 2016

HITOS DE MI ESCALERA (1)

De todos es sabido que todo comienzo tiene un inicio, y que todo empezar tiene su nacer, valgan las redundancias. Por tanto, creo que justo es admitir que estos “hitos” deben principiar con mi natalicio. De este magno acontecimiento no tengo recuerdo ni consciencia. No debía yo estar muy contento del hecho, pues según noticias maternas no paraba de llorar, aspecto éste que acaso haya borrado accidentalmente los recuerdos iniciales de mi tierno disco duro, que vendrían de perlas para poder contrastar en su momento con los del óbito postrero. Pero, no. No me acuerdo de nada, ya es casualidad, por lo que he de fiarme de fuentes indirectas, que también podrán mentir, incidir, ocultar y transformar de muchas maneras, como hacemos todos cuando recordamos. 

En aquélla, muchos partos tenían lugar en la casa paterna. Ya estaba empezando a desaparecer tan anticuada costumbre, porque con mi hermano unos años después la cosa ya se desarrolló donde habitualmente sucede en los tiempos modernos, es decir, en un hospital, con todo tipo de adelantos que hagan más difícil la reclamación en caso de muerte del neonato o de la parturienta. Por fortuna, ambos sobrevivimos, no sin que la aventura resultara demasiado prolongada, pues, si he de creer a mi madre, el hecho de ser primeriza y de dilatación lenta y nada preparada por galenofobia, le ocasionó un parto sudoroso, proceloso y doloroso, aunque de final venturoso (pues de tal peripecia, surgí yo). La comadrona que asistió al evento bien habría merecido una gratificación, pero mis padres eran todavía de clase media-baja-baja, y sólo se le pagó lo acordado. Esto sucedió un martes de mayo de 1963. Y fuera hubo una tremenda tormenta que no auguraba nada bueno al nuevo infante.

Por casualidades de la vida, el evento tuvo lugar en las Galicias, que tanta importancia tendrían siempre en mi vida hasta hoy mismo, pero puedo asegurar ante notario que ni tuve que ver en ello, ni fue algo previsto. Mi padre trabajaba de aquí para allá en una empresa que suministraba material a Renfe, y podría haber nacido en cualquier punto de la geografía patria, tal que Almería o Gerona. Pero, no. Fue en Monforte de Lemos, provincia de Lugo, de aquélla importante nudo ferroviario. Casualidades, ya digo, porque sólo anduve por allí unos meses de barriga y cuatro exclaustrado del vientre materno. Luego, los destinos me llevaron a Oviedo, y no volvería a mi pueblo a conocerlo hasta bien pasada la veintena; pero ésa ya es otra etapa que será contada en otra ocasión. Si procede.

Por casualidades de la vida, sí, parece que me repito, pero es que es así. Pero por casualidad, me tocó ser el primero, o sea, el primogénito, y eso... iba a marcar mi existencia. Y de qué modo. Empezando porque durante cinco años y cinco meses fui... el rey. 

(Continuará. Si procede)

lunes, 11 de abril de 2016

LA APARENTE INGENUIDAD DEL ROMÁNICO


Durante mucho tiempo, fui más de gótico que de románico. Es, pienso, lo más habitual. El arte gótico toca de primera mano más la zona sensible de quien observa. Es más directo. Actúa sin intermediarios y busca la línea de flotación del paseante del fiel, del curioso. Incide en el sentimiento. Quiere realzar la mirada hacia lo alto, encaminar los ojos hacia el sendero correcto, hacia Dios. Para ello, no repara en embelecos, en alturas, en perspectivas. Cuenta, además, en su objetivo, con una recuperación de la forma greco-latina, diluida temporalmente a lo largo de los siglos oscuros de la Alta Edad Media: las figuras góticas nos parecen más humanas, más reales, más creíbles. Y todo ello, lo ofrece inundado de un color celestial, bañado por la luz de las vidrieras. Hasta los más ignorantes prorrumpen en exclamaciones cuando se topan con una buena catedral gótica y todos los componentes que la sustentan. Si a ello añadimos haber vivido muchos años en una ciudad donde se halla uno de los ejemplos señeros de dicho estilo, ya, ¿para qué incidir más?

El románico, no cabe duda, es otra cosa. De primera mano, el románico es un arte que aparenta torpeza, prisa, favor por lo práctico. Al observar sus tímpanos o sus capiteles, la desproporción nos arroja a los ojos el marchamo de lo inacabado, de los vagidos de quien aún no sabe crear belleza naturalista. Además, sus templos son oscuros, fortificados en muros gruesos con pocas aberturas a la luz. Sus edificios mueven a la oración, al aislamiento del mundo, al acceso a la eternidad por otras vías que no sean la imitación de este valle de lágrimas, de donde hay que salir cuanto antes, pues desmerece en todo a la eternidad prometida. Si no se profundiza, las historias que nos cuentan sus relieves y sus narraciones en piedra, parecen chapucillas de quien aún no ha madurado lo suficiente, como los dibujos de los niños, que nos producen orgullo de padres, pero que sabemos que son sólo torpes pasos que terminarán por conducir a la maravilla que el gótico y el renacimiento prometen y muestran sin arrobo. 

Pero, con los años, el románico se va imponiendo. Si se le dedica tiempo y algo de estudio, uno empieza a comprender que tales prisas, que tales adecuaciones al marco, que tales desproporciones, todo ello, no son más que manifestaciones de otro panorama filosófico de vida. A los hombres del románico no les interesaba la realidad: ella sólo era la excusa. Les interesaba únicamente el mensaje, que quedara bien claro aquello de lo que se pretendía imbuir al fiel o al curioso. La aparente ingenuidad infantil queda diluida cuando nos damos cuenta de la homogeneidad, de la coherencia de sus escultores, quienes van progresando en la recuperación de la forma, pero sin renunciar a sus prioridades: la claridad de la prédica, la rápida identificación de los personajes, la salvadora simbología de su narrativa pétrea.

Tómese como ejemplo este capitel. En él sólo dos figuras. Un hombre, y una bestia que aquél toma por la boca con la intención -imaginamos- de abrírsela por completo y evitar su mordisco fatal. Sólo dos figuras. A cambio, contemplemos el detalle de las mismas, sus atributos, y el marco arquitectónico que las encuadra. (Éste, si se fija uno, no deja de ser un capitel compuesto, cuyas volutas se pueden observar de forma simétrica, así como dos hojas de acanto esquematizadas, como restos de un orden considerado pagano, pero referencia de todo lo que le sucedió). Fijémonos después en los rizos de la barba de este hombre, en los de la melena del león. Delicadísimos, ¿verdad? Pero, ¿ya sabemos que es un león? Quien lo esculpió no debió haber visto muchos, es cierto; o ninguno. Sabía que era un felino con melena en el cuello, y que era grande y fuerte. Lo sabía por las Escrituras y otros libros que los describían. Sus garras no dejan de llamarnos la atención, así como sus dientes, bien notorios. De modo que muestra tamaño, melena, garras, dientes. Queda bien claro que es un animal poderoso. Pero ¿y el hombre? Sus músculos no parecen gran cosa. Su altura, tampoco. No parece muy fuerte. Pero ¿y su melena? Centremos la mirada en su cabello. Lo muestra muy largo, recogido con cintas para evitar que su volumen se desparrame, y en movimiento (a lo que también contribuye la capa). Ésa será la seña de identidad de este personaje, su pelo, que es la conexión con su dios. Y ahora ya sabemos que ese personaje es Sansón, que está desquijarando al león (trasunto del Hércules greco-latino, y su león de Nemea), prueba absoluta de una fuerza cuyo origen es divino. Pero eso ya lo sabía cualquiera que en la Edad Media contemplara dicho capitel.  Sabía que la fuerza necesaria para derrotar a un león le viene de que es un hombre de fe, conectado a Dios con su pelo. No necesitaba más claves. Daba lo mismo que la escena no hubiera sucedido con dichos ropajes o que el animal no fuera muy verosímil. El mensaje ya estaba emitido y, adecuadamente descodificado, había sido recibido. Y ésa es la magia del románico: que pese a que el mensaje es la prioridad, aún le queda tiempo al artista para conmovernos con la disposición de sus elementos, si le dedicamos un poco de tiempo, y si sabemos -y queremos- mirar.

Capitel del Monasterio de Aguilar de Campoo, Museo Arqueológico Nacional, Madrid
Enero, 2016 ----- Panasonic Lumix G6

domingo, 10 de abril de 2016

NUEVO PROYECTO TESTIMONIAL

Hoy empecé a leer un libro que merqué por gula e inercia estas vacaciones (titulado El monje que vendió su Ferrari). Es una pura filfa, pero ya decía Cervantes que no hay libro tan malo del que no se pueda sacar algo bueno, y en este caso acertó. Cuando iba por la página 30, o así, se mencionan los hitos de la vida del personaje principal. Y en ese momento, algo hace click en mi interior, y me digo: ahí tengo yo un filón para el blog. Podría contar cuáles han sido los hitos de mi existencia. Pero para eso hay que listarlos, saber cuáles son, reflexionar sobre ellos y tratar de exponerlos de un modo que permita hacer comprensible (si es que eso se puede dar). 

Confieso haber imaginado que serían diez o doce momentos clave a lo largo de mi cincuentena larga. Pero, no. Aún no acabé la lista, y ya van más de 30. O sea, que hay unos cuantos más hechos, instantes o personas, sin los que no se entendería ni mi devenir ni mi esencia actual. De modo que una vida da para muchos escalones estructurales, cuyo rectilíneo o tortuoso recorrido la explica o justifica.

Es posible que de algunos no acabe escribiendo, por referirse a personas concretas, o por ser episodios íntimos de los que nadie salvo yo debe ser depositario. Pero el asunto está en que de la mayoría sí me apetece rememorarlos, destriparlos, relatarlos, exponerlos. Tal vez me halle en un momento en que la vida me va “pidiendo” memorias, sin que tenga intención alguna de escribirlas. O tal vez busque crear un reguero de “migas para el bosque” para cuando -¿quién sabe?- no encuentre mi camino de vuelta a casa.

Se podrá saber que me refiero a esto, porque a la serie también le he puesto un título, como cabría imaginarse: “Hitos de mi escalera”, que precederá a un número consecutivo. Dicho título no lo incluirá, para que no pareciera más largo y también por resultar cacofónico, pero se entiende que la escalera es de ascenso, no de bajada, aunque algún escalón muestre algunas melladuras o desconchones serios.

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