Durante cinco años, cinco meses y dos días, yo fui la estrella de la familia, el rey de la casa, los ojitos de mamá, el corazón del abuelo, y todas esas bobadas que se dicen en estos casos.
Fui un niño precoz, ya lo dije. Tuve buena memoria, buenas capacidades y un entorno tranquilo, pero lo más importante es que dispuse de mi abuelo para dar réplica a mis insistentes preguntas y a dar satisfacción a mis constantes requerimientos. En mi caso, fui alguien afortunado. Yo fui un loro que tenía público disponible. Y cuando no lo había, mi abuelo se ponía al otro lado de la cancha para devolverme el peloteo dialéctico y hacer que desarrollara por extenso el único bien cuya útil polivalencia jamás se elogiará suficientemente: la palabra.
Además, fui un niño nervioso y llorón, lleno de miedos imaginarios, que no gozaba de demasiada salud, y que andaba cada dos por tres con las anginas, con la escarlatina, con el sarampión, con los catarros, y que cuando lo llevaban al médico, al doblar cierta esquina y reconocer la ruta que conducía al ambulatorio, se echaba a llorar pavloviana y compungidamente. Pero también fui alguien que sabía leer perfectamente, y hacer cuentas y dividir por dos cifras, y que memorizaba párrafos enteros de libros o recitaba de pe a pa todas las palabras que pronunciaba el cura en una misa ordinaria. Mi abuelo se había ido hacía un año, pero había dejado bien cumplida su extraordinaria labor.
Confieso que no tengo consciencia de haber apreciado la gordura progresiva de mi madre. Tampoco retengo ningún recuerdo que me anticipara lo que un día aparecería en la cocina de nuestro piso de Oviedo. Según me dicen, su segundo embarazo fue de aúpa (pese a ser una mujer joven), de los que ahora se dirían “de riesgo” y que muy probablemente habrían requerido reposo absoluto y dejación de las infinitas tareas domésticas que han sido siempre la ocupación de mi madre. Pero como es natural, ella no hizo ningún caso, siguió con su preñez como si tal cosa, entre vómitos, indisposiciones y otras flojeras, porque para eso su madre había dado a luz diez veces, y ella no iba a ser menos. También me cuentan que fue al ginecólogo sólo dos veces: cuando la informaron de su nuevo estado, y un mes antes del parto, por una hemorragia leve. Eso también me lo creo (pues buena es ella, para ir de médicos).
El caso es que un día cualquiera, mi madre desapareció. Mi padre y unos amigos de la familia, con quienes me quedé, me dijeron que tenía que haber ido a su pueblo a arreglar unos asuntos, y yo di la explicación por buena. Al poco, y tras un parto terrible (del que supe años después que a punto estuvo de acabar con su vida, por su muy insuficiente dilatación, y que habría requerido una cesárea liberadora, que no llegó a sugerirse siquiera), mi madre regresó, con un bulto en los brazos. Era una mantita de lana azul. Yo estaba jugando en la cocina con un avión biplano amarillo que me habían regalado estos amigos de mis padres. Me acuerdo muy nítidamente de la escena y de la luz fluorescente en el techo. Llegaron mi madre y mi padre, con el bultito envuelto en la manta azul, y me lo fueron a enseñar. “Mira, hijo, éste es tu hermanito”, dijeron. Y abrieron los pliegues para que pudiera verlo. “Huy, qué pequeñín y qué rojo ye”, dije, mirándolo apenas unos segundos. Y seguí jugando tranquilamente, sin preocuparme lo más mínimo por el evento que había tenido lugar.