Durante mucho tiempo, fui más de gótico que de románico. Es, pienso, lo más habitual. El arte gótico toca de primera mano más la zona sensible de quien observa. Es más directo. Actúa sin intermediarios y busca la línea de flotación del paseante del fiel, del curioso. Incide en el sentimiento. Quiere realzar la mirada hacia lo alto, encaminar los ojos hacia el sendero correcto, hacia Dios. Para ello, no repara en embelecos, en alturas, en perspectivas. Cuenta, además, en su objetivo, con una recuperación de la forma greco-latina, diluida temporalmente a lo largo de los siglos oscuros de la Alta Edad Media: las figuras góticas nos parecen más humanas, más reales, más creíbles. Y todo ello, lo ofrece inundado de un color celestial, bañado por la luz de las vidrieras. Hasta los más ignorantes prorrumpen en exclamaciones cuando se topan con una buena catedral gótica y todos los componentes que la sustentan. Si a ello añadimos haber vivido muchos años en una ciudad donde se halla uno de los ejemplos señeros de dicho estilo, ya, ¿para qué incidir más?
El románico, no cabe duda, es otra cosa. De primera mano, el románico es un arte que aparenta torpeza, prisa, favor por lo práctico. Al observar sus tímpanos o sus capiteles, la desproporción nos arroja a los ojos el marchamo de lo inacabado, de los vagidos de quien aún no sabe crear belleza naturalista. Además, sus templos son oscuros, fortificados en muros gruesos con pocas aberturas a la luz. Sus edificios mueven a la oración, al aislamiento del mundo, al acceso a la eternidad por otras vías que no sean la imitación de este valle de lágrimas, de donde hay que salir cuanto antes, pues desmerece en todo a la eternidad prometida. Si no se profundiza, las historias que nos cuentan sus relieves y sus narraciones en piedra, parecen chapucillas de quien aún no ha madurado lo suficiente, como los dibujos de los niños, que nos producen orgullo de padres, pero que sabemos que son sólo torpes pasos que terminarán por conducir a la maravilla que el gótico y el renacimiento prometen y muestran sin arrobo.
Pero, con los años, el románico se va imponiendo. Si se le dedica tiempo y algo de estudio, uno empieza a comprender que tales prisas, que tales adecuaciones al marco, que tales desproporciones, todo ello, no son más que manifestaciones de otro panorama filosófico de vida. A los hombres del románico no les interesaba la realidad: ella sólo era la excusa. Les interesaba únicamente el mensaje, que quedara bien claro aquello de lo que se pretendía imbuir al fiel o al curioso. La aparente ingenuidad infantil queda diluida cuando nos damos cuenta de la homogeneidad, de la coherencia de sus escultores, quienes van progresando en la recuperación de la forma, pero sin renunciar a sus prioridades: la claridad de la prédica, la rápida identificación de los personajes, la salvadora simbología de su narrativa pétrea.
Tómese como ejemplo este capitel. En él sólo dos figuras. Un hombre, y una bestia que aquél toma por la boca con la intención -imaginamos- de abrírsela por completo y evitar su mordisco fatal. Sólo dos figuras. A cambio, contemplemos el detalle de las mismas, sus atributos, y el marco arquitectónico que las encuadra. (Éste, si se fija uno, no deja de ser un capitel compuesto, cuyas volutas se pueden observar de forma simétrica, así como dos hojas de acanto esquematizadas, como restos de un orden considerado pagano, pero referencia de todo lo que le sucedió). Fijémonos después en los rizos de la barba de este hombre, en los de la melena del león. Delicadísimos, ¿verdad? Pero, ¿ya sabemos que es un león? Quien lo esculpió no debió haber visto muchos, es cierto; o ninguno. Sabía que era un felino con melena en el cuello, y que era grande y fuerte. Lo sabía por las Escrituras y otros libros que los describían. Sus garras no dejan de llamarnos la atención, así como sus dientes, bien notorios. De modo que muestra tamaño, melena, garras, dientes. Queda bien claro que es un animal poderoso. Pero ¿y el hombre? Sus músculos no parecen gran cosa. Su altura, tampoco. No parece muy fuerte. Pero ¿y su melena? Centremos la mirada en su cabello. Lo muestra muy largo, recogido con cintas para evitar que su volumen se desparrame, y en movimiento (a lo que también contribuye la capa). Ésa será la seña de identidad de este personaje, su pelo, que es la conexión con su dios. Y ahora ya sabemos que ese personaje es Sansón, que está desquijarando al león (trasunto del Hércules greco-latino, y su león de Nemea), prueba absoluta de una fuerza cuyo origen es divino. Pero eso ya lo sabía cualquiera que en la Edad Media contemplara dicho capitel. Sabía que la fuerza necesaria para derrotar a un león le viene de que es un hombre de fe, conectado a Dios con su pelo. No necesitaba más claves. Daba lo mismo que la escena no hubiera sucedido con dichos ropajes o que el animal no fuera muy verosímil. El mensaje ya estaba emitido y, adecuadamente descodificado, había sido recibido. Y ésa es la magia del románico: que pese a que el mensaje es la prioridad, aún le queda tiempo al artista para conmovernos con la disposición de sus elementos, si le dedicamos un poco de tiempo, y si sabemos -y queremos- mirar.
Capitel del Monasterio de Aguilar de Campoo, Museo Arqueológico Nacional, Madrid
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