miércoles, 9 de mayo de 2018

LA IMPRESIONANTE "PATRIA", DE FERNANDO ARAMBURU

Nunca me gustaron las modas. Ya desde pequeño, tuve reticencia a que se me marcara desde fuera lo que tenía que llevar puesto, la música que tenía que escuchar, el aparato que instalar, la película que ver, el libro que leer. No es que no incurriera nunca en ello. Humano soy, pero yo nunca me caractericé por “ir a la moda” en casi ningún aspecto. Siempre tardaba en hacerme con aquella prenda, con aquel disco, atender a aquel director, considerar a tal autor. Cuando pasaban las modas, llegaba yo. Más o menos. Ha habido quien me tachó de “clásico”. No les faltaba razón. Siempre me gustó apostar sobre seguro. Quizá porque no me gustó nunca perder el tiempo probando. Prefería acceder a las cosas cuando ya hubieran demostrado su utilidad, su calidad, su necesidad. Por eso, he leído tarde Patria, de Fernando Aramburu. Mi ejemplar muestra en su portada la etiqueta de 26ª edición, camino de su medio millón de ejemplares vendidos. Que se dice pronto.

Había leído dos libros de relatos suyos. Me gustaron bastante, sobre todo Los peces de la amargura. Pero no lograron que lo elevara a autor de referencia, ni a incluirlo en mis imprescindibles. En cambio, ahora, en el mínimo lapso de seis días, he devorado Patria. Lo he hecho a un ritmo frenético, para lo que en mí es habitual, que no leo novelas largas y leer más de una hora seguida me da problemas de espalda. No va a revolucionar la Historia de la Literatura española (pese a los premios recibidos, ni siquiera la vasca. Pero este guipuzcoano trasplantado a Alemania ha creado desde su lejana atalaya una obra espléndida.

Y lo es por varios motivos. En primer lugar, por la valentía de abordar el conflicto social del País Vasco con una objetividad que habrá escocido a unos y a otros. Es una de las primeras cosas que llama la atención. Hay buenos, y hay malos. Hay víctimas e indiferentes, y hay agresores y verdugos. Pero si unos muestran rasgos de mezquindad, los otros albergan también sentimientos nobles y generosos. De modo que ninguno de los nueve personajes principales es absolutamente bueno, ni tampoco pasaría por monstruo en ningún escaparate.

En segundo lugar, porque la división estructural de la novela, en pequeños capítulos de tres o cuatro páginas, que a veces prosiguen en el siguiente y otras son una isla que comunica con otras partes, consigue que la lectura sea muy ágil, que te arrastre hacia adelante sin notarse siquiera. En tercer lugar, porque los registros lingüísticos empleados dan un amplio panorama de cómo piensa la sociedad teniendo en cuenta que el lenguaje es un protagonista más en el conflicto vasco. Se usan palabras vascas, pero no con profusión, sino las suficientes para no resultar ni cargante ni impostado. También llama la atención el empleo de varias expresiones coloquiales, que se dejan incompletas, pero cuyo sentido se capta a la perfección. El esfuerzo en el manejo de la lengua castellana para intentar desenvolverse en todos los ámbitos en que se desarrolla la acción, es más que notable, porque -he ahí lo bueno- apenas se nota el trabajo de pulido, que de seguro habrá sido intenso.

Y en último lugar, porque los treinta años, grosso modo, por los que discurren estos personajes -con múltiples idas y venidas en el tiempo- nos muestran la esencia de lo que ha constituido el conflicto vasco en su realidad más cruda. Una realidad trufada de muertes, ideales, segregacionismo, odios, rencores, racismos, venganzas, exclusivismos, malentendidos, utopías, y sobre todo dolor por todas partes. Esos personajes se nos aparecen atormentados, doloridos, equivocados, tozudos, alimentando odios que se traspasan a la siguiente generación, pero también en su cotidiana complejidad de maridos, esposas, padres, madres, hijos, hijas, con sus divorcios, sus amores, sus sociedades gastronómicas. Y por encima de todos, ondeando sin disolverse: el omnipresente miedo. El mismo que dominó una una sociedad enferma, enquistada, encerrada en sí misma, donde los unos bregan hacia los otros, y los otros actúan contra esos unos, aunque por diferentes razones. Todos han salido perdiendo en ese conflicto. Y quien no quiera verlo, es que no tiene ojos o sensatez para captarlo. Aunque, eso sí, unos perdieron mucho más.

Patria me ha dicho muy pocas cosas que no supiera, tras más de medio siglo de noticias, acciones, palabras y opiniones en los que todos hemos llegado a hacernos una idea, más o menos sesgada de lo que ha supuesto el nocivo impacto del nacionalismo llevado a sus más suicidas e irracionales consecuencias, la más llamativa y conocida de las cuales ha sido el terrorismo de ETA. No he aprendido mucho. Pero el modo en que me lo ha expuesto me ha parecido soberbio.

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