sábado, 28 de enero de 2017

HITOS DE MI ESCALERA (13)

Como ya quedó dicho, mi padre prefería no participar en cuestiones que tuvieran que ver con lo académico, salvo que no quedara más remedio. De mis dos padres, era el único que tenía cultura, pero prefirió no utilizarla ni a favor ni en contra, dejando a sus dos hijos al omnipresente cuidado de mi madre que, de sobra está decirlo, no estaba capacitada para esa misión (aunque ella hiciera lo que buenamente le indicara su instinto). Sus razones tendría, supongo, pero a mí todavía no me ha hecho ni la más mínima mención al respecto, y ese aspecto acaso no se aclare nunca. Aun así, no debe entenderse que mi padre no tuviera algunas ideas muy claras sobre lo que debía ser y lo que no, como se podrá comprobar en el episodio que viene a continuación.

Tras la agónica y dramática concesión del título de Graduado Escolar, venía la espinosa decisión de a qué instituto iría el chiquillo, porque sobre si estudiaría el bachillerato unificado y polivalente, vulgo BUP, no hubo duda ninguna, como tampoco la habría con mi hermano años después, aunque en sentido contrario. El niño estudiaría el BUP, claro que sí. La cuestión sería dónde. Como en casa nunca se contempló la posibilidad de pagar por la enseñanza, salvo que no quedara otro remedio, sería un instituto público. Por aquel entonces, si no recuerdo mal, había tres posibilidades. Dos institutos masculinos y uno mixto (además del femenino, que quedaba descartado por motivos obvios). Uno de los masculinos quedaba en el extrarradio, lejísimos, y la cosa quedaba entre el “masculino de toda la vida”, o sea, el Padre Isla, y el mixto de reciente creación, el de la Palomera.

El infante recién graduado se decantó claramente por el mixto. Había captado, ya a esas alturas, que la enseñanza académica no debía ir reñida con la contemplación deleitosa de las carnes femeninas, habida cuenta del momento hormonal que principiaba ya por aquel entonces -si bien de forma tenue, ha de reconocerse-. Y en su campaña para matricularse en el mixto echó el chico que yo era todas sus energías, sus argumentos racionales e irracionales, y su interés más absoluto. Mi padre no se molestó en discutir. No sé si escucharía lo que yo le dijera, porque, como ya digo, él estaba en otra onda mental, no recuerdo bien si la cosa duró mucho en su debate, no me alcanzan los recuerdos siquiera para decir si hubo dicho debate. Pero la decisión fue unilateral y firme: “de mixto, nada; tú, al Padre Isla, y no se hable más”.

El Padre Isla quedaba a 20 minutos andando desde mi casa, y con los inviernos leoneses, aquello era peliagudo. Pero el problema que más me molestaba era que iba a seguir teniendo compañeros masculinos, y la posibilidad de trabar contacto con el sexo opuesto se iba a minimizar y posponer durante mucho tiempo (aspecto que unido a mi timidez de entonces contribuiría no poco a lo que luego sería mi relación con las mujeres en la primera etapa). Era verdad que gozaba de la mejor fama de todos los institutos de la ciudad, incluido el femenino. También, de ser el más duro y terrible de todos, donde los “elefantes sagrados” acababan sus días académicos. También era cierto que lo que se oía del centro mixto, desde el punto de vista objetivo, no era halagüeño. Porque chicas habría, sí, pero el desconcierto y los problemas de un centro de nueva creación, con la democracia aún por llegar… eran más que notables. Además, siendo honestos, un verdadero alumno debería ansiar la mejor preparación. Pero con 13 años, la capacidad de ver a medio-largo plazo apenas existe, incluso en mi caso, que era a veces más viejecito que los del parque. De modo que a principios de julio de 1976, mi padre y yo fuimos a matricularme al Instituto Masculino de Educación Secundaria “Padre Isla”, donde pasaría los siguientes cuatro años académicos.

Pese a todas las pataletas, mi mal humor, mi orgullo humillado; pese a que aquella decisión prorrogaría mis problemas sociales durante años, y otras muy variadas martingalas, jamás le agradeceré a mi padre lo suficiente su dictatorial, unívoca e irrevocable decisión. Aunque, decírselo, bien es verdad, se lo he dicho más bien poco. O nada, más bien.

1 comentario:

la cocina de frabisa dijo...

Cuanto más mayores nos hacemos, más valoramos lo que nuestros padres hicieron por nosotros. Está bien que le reconozcas el gesto a tu padre y no tan bien que como la mayoría, no se lo hagas saber. Besos

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