domingo, 24 de agosto de 2014

DISCIPLINA DE LA FAMILIA PLÁTANO


La imagen no está compuesta para la ocasión, sino que es, una vez más, un robado en situación no comprometida: es decir, es un robado sano, gregario, consanguíneo.

En ella, contemplamos a toda una familia compuesta de ocho miembros (¡ocho!)  en el trance de comerse un plátano cada uno en el transcurso de una jornada campestre. Pasemos por alto que no se ven mochilas ni impedimenta alguna donde transportar algo (ropa, utensilios, plátanos...). Omitamos que no sabemos si van a subir el pico Puy Sancy (cumbre del Macizo Central francés), o acaban de bajarlo; ignoramos si se están dando fuerzas para la breve pero intensa ascensión o si, por el contrario, se conceden un premio por la “hazaña” reponiendo parte de las fuerzas  invertidas. Dejemos también a un lado su concentración, pasmosa en este tipo de situaciones, de carácter libre y carente de los protocolos de la vida cotidiana. Y tampoco debiéramos fijarnos demasiado en la disposición atípicamente ordenada de sus cuerpos en el suelo inclinado de la falda del volcán.

No. Concentrémonos en la sincronía, en la acción ejecutada con sorprendente uniformidad en el tiempo y hasta en los gestos. Todos comen su plátano a la vez, pero con bocados que parecieran haber sido establecidos de antemano en sus dimensiones, así como el comienzo de la operación que debió ser iniciada al unísono, una vez llevado a cabo el reparto de la fruta. Como una tropa bien disciplinada, cada uno tomó su plátano, lo abrió con gestos automatizados por la experiencia (cuatro gajos exacto desnudan el fruto en su interior), y todos comenzaron a aplicarle bocados medidos para que nadie se atragantase y fueran apreciando su sabor, y para que todos concluyeran al tiempo, en una operación con mayor simultaneidad que el desembarco aliado en las playas de Normandía.

Quién sabe cómo es la naturaleza de sus días. Tal vez ese momento congelado sólo fuera una casualidad de las muchas que se nos es dado contemplar, a poco que nos hallemos atentos a cuanto se nos ofrece delante. Pero acaso la educación de esa familia sea la que procede en progenie tan numerosa, único modo de que tantas bocas, tantos deseos, tantas inteligencias, que han de convivir en reducido espacio, puedan llevar a cabo su vida con el mínimo desgaste posible y la mayor eficiencia de que sean capaces. Algo me inclina a pensar como más plausible esta segunda interpretación e imaginar que esa mecánica vital, a la que todos parecen perfectamente acostumbrados, sea la que preside cada uno de sus días. Cocinando, estudiando, jugando, limpiando,  conversando. Viviendo, en suma. Lo que también incluye comer plátanos de vacaciones en la montaña.

Robado en la base del Puy Sancy (Puy-de-Dôme, Auvergne, Francia)
Agosto, 2014 ----- Panasonic Lumix G6

martes, 15 de julio de 2014

CONTEMPLACIÓN MORBOSA DE LOS ENCIERROS

Si sólo actuásemos conforme a la razón, acaso cometeríamos menos estupideces, tal vez viviríamos más, es posible que ciertas lacras humanas desaparecieran, pero seguramente todo ello nos parecería poco humano. Analizando muchos de los comportamientos que nos caracterizan, brotan de inmediato el espanto, la rabia o la incredulidad, cuando no una aleación de esas tres sensaciones, a la que se pueden añadir unas cuantas más, todas en un sentido negativo que se podría resumir en la palabra estupor. Por los demás. Por uno mismo.

En los últimos años, siempre que me encuentro en casa a principios de julio, pongo el despertador poco antes de las ocho de la mañana, me saco de la cama y me planto ante el televisor para presenciar el encierro pamplonica de la jornada. Son apenas unos minutos, unos cinco previos, dos o tres del encierro propiamente dicho, y cinco o diez comentando las incidencias y viendo repeticiones de los lances más peligrosos, llamativos o sorprendentes. En total, no llega a los 20 minutos. De madrugón. En verano, y alejado ya de las obligaciones académicas del curso. Y para ver a unos cuantos jóvenes (algunos, no tanto) correr delante (y a la par, y por detrás) de seis toros y su manada de cabestros entre los corrales de la Cuesta de Santo Domingo y el coso taurino de Pamplona. Aquí no me asiste, como en el caso de las corridas de toros, contradicción alguna (entre la ética y la estética). No existe estética, aunque los avezados corredores lo apunten repetidamente. Sólo hay una tradición. Y las tradiciones no responden a parámetros racionales. Son expresión de la irracionalidad más aplastante, cuando no de la brutalidad más execrable, y por ello más humana. No. Entonces, ¿para qué me levanto para ver los encierros de San Fermín? ¿Por qué veo en la pantalla imágenes de una fiesta que me he prometido que jamás conoceré, pues representa todo lo contrario de aquello que me gusta?

Sólo me anima la esperanza. La de ver cómo los toros se toman un aperitivo violento de lo que puede que tenga lugar en la plaza. La de ver a algún descerebrado empitonado y destrozado por las estrechas e inclinadas calles del recorrido. La de contemplar cómo la sinrazón de la naturaleza animal se cobra un peaje mínimo por lo que la naturaleza humana le lleva haciendo tributar tantos años, siglos ya. Es un espectáculo que si no resulta sangriento o sin heridos me frustra. Pero ya sabemos que los espectáculos o los juegos implican la posibilidad de perder, y no se puede ganar de continuo. Obviamente, no siempre lo logro, y la paz que sobreviene al final del evento, a mí no me provoca un descenso de la adrenalina, sino que me haría lamentar el madrugón si no fuera porque haberlo hecho me prolonga el día una o dos horas más. Eso sí, mi deseo de venganza debe aguardar otra jornada más propicia. Y si al final de las fiestas no he satisfecho mis deseos más primarios, entono, como los pamplonicas más conspicuos, el “pobre de mí”, hasta el año que viene.

Pd/ Esta entrada fue escrita hacia la mitad de las fiestas. Por fortuna, el último encierro, el de los Miura, que tuvo lugar ayer, me proporcionó alguna satisfacción morbosa, que me anima a proseguir el año que viene por la misma senda salvaje.

jueves, 10 de julio de 2014

UN PROYECTO INCONCLUSO, CASI NONATO

Hace casi once años, concebí una idea que desarrollar de forma diarística, que podría acabar siendo una novela o cualquier otro modelo literario. El proyecto se tituló provisionalmente Diario del transcurso y -como tantas veces- no pasó de su breve inicio, que aquí reproduzco en su integridad.


"1 de enero

Romper amarras, marcharse, continuar. Así de sencillo se puede comenzar un cambio drástico. Tan fácil como escribirlo y después cumplirlo. Mi vida ha terminado. Al menos, como la llevaba hasta ahora. No me gusta cómo vivo. No me gusta en lo que me he convertido. Es hora ya de dar un volantazo que me encamine en otra dirección. Y creo que ahora, mientras los demás cantan, bailan, cometen los excesos propios de una noche como ésta, es un buen momento para tomar mi decisión. Dejaré, pues, que el azar que me ha sobrevenido por sorpresa sea la yesca que me inflame. Me voy. No sé por cuánto tiempo ni hacia dónde, pero desde ahora viajaré al ritmo que me indiquen mis sentimientos y mi necesidad. El viaje será mi forma de vida. Mi viaje será mi transcurso. Con todo lo que ello comporte. 

1 de febrero

Mis manos no han tomado contacto con el papel ni la pluma a lo largo de un mes exacto. No volveré a separarme ni un día más de mi cuaderno ni de esta única pluma que me acompañará a partir de ahora. Un mes exacto. Un mes que he ocupado en preparativos. También serán los últimos que haga. No quiero planificar nada más. Ya he planificado demasiado en esta vida. Demasiados años siendo viejo antes de serlo. Demasiados años previendo sin que lo temido llegara. Demasiados años perdiéndome demasiadas cosas. Demasiados años. No quiero desperdiciar ninguno más. A partir de este momento intentaré vivir todo lo que me sobrevenga. Lo bueno, lo malo. Sin negarme a nada. Construyéndome conforme la vida me modele. Asumiendo lo que soy sin pretender cambiarme. Y sé que todo esto suena también a proyecto, a planificación. Pero, no. Es todo lo contrario. Es una ruptura. Quienes me conocen pensarán que es otra falsa alarma. No les culpo. Pero ahora va en serio. Se acabó. Mañana me marcho."

miércoles, 9 de julio de 2014

VINDICACIÓN DEL SILENCIO

Una caricia de silencio. Un zarpazo de silencio. Un impasse de silencio. Eso es lo que necesitamos tantas veces en la vida, y hasta varias a lo largo de un mismo día. El atronador ritmo de la existencia lleva aparejado demasiada cantidad de ruido medido en decibelios, pero también mucho ruido mental, mucha ganga desaprovechable que oculta la mena que podríamos extraer. Si el silencio nos acariciara, nos arrobara al menos unos instantes.

Cuando uno observa el gregarismo de la raza humana. Cuando uno analiza las causas por las que se interpreta tan mal esa tendencia natural hacia los demás, confundiendo la cercanía de los otros con la exigencia permanente de su compañía. Cuando uno mira, y además ve, resulta muy difícil comprender y resulta más difícil sumarse a la marea que todo lo invade, y que nos rodea en todas las direcciones.

Por ello, aislarse de los consejos de tantos que velan por nuestra buena salud, encerrarse (frente a la tentación de los concurridos parques, de los rutinarios paseos, de las hacinadas playas, de las consecutivas fiestas), sentarse en un sofá (tras apagar todos los aparatos electrónicos que nos abducen), elegir voluntariamente abrir los oídos (para escuchar con plenitud las palabras y sentimientos que fluyen del interior), son las únicas cosas que permiten reivindicar la extrañeza -frente a lo común-, la diferencia -contra lo establecido-, la salud -mental-, la alegría -plena y radiante-, surgidas todas ellas de la única fuente fiable: uno mismo.

jueves, 3 de julio de 2014

AGRADECIMIENTO Y RENCOR (A LA IGLESIA)


Estos volúmenes de gran formato que contemplamos aquí pertenecen a la colección de códices del monasterio de San Millán de la Cogolla, en la zona donde se creyó brotar el castellano con sus glosas, allá por el siglo X. Algunos miden casi un metro, y sus tapas y nervios, de materiales duros, acreditan que su peso es considerable, apto sólo para ser transportados por más de una persona. Su temática es casi invariablemente religiosa en su variedad cristiana, porque en esa época medieval, la religión lo copaba todo. Además, la Iglesia por aquellos tiempos era la única depositaria (por apropiación y exclusión) de todo lo que tuviera que ver con la cultura, dado el desbarajuste sociopolítico originado tras la caída de Roma. Y, dentro de la Iglesia, los monasterios eran los cofres donde se guardaban las muestras de dicha cultura, y también unas pocas de culturas anteriores. Fueron unos pocos miles de monjes quienes en sus scriptoria manuscribieron, iluminaron y ordenaron dicho corpus. Sin la participación paciente -y a veces apasionada- de dichos monjes, hoy seríamos mucho más pobres culturalmente hablando.

Y, sin embargo, siempre que contemplo con arrobo embobado libros como éstos, o accedo a alguna sala que remeda la estructura de un scriptorium de entonces, no puedo por menos que recordar el capítulo opuesto de cuanto llevo diciendo: las obras allí expuestas, cribadas por el paso natural del tiempo, que han sobrevivido a saqueos, catástrofes y al deterioro lógico de los materiales, son las únicas que la Iglesia permitió, habiendo separado, prohibido y destruido todas aquellas que dicha institución consideró que no eran acordes con sus ideas. El fanatismo propio de finales de la Antigüedad, añadido a la alianza que estableció la Iglesia con los diferentes poderes políticos sucesivos, determinó que se llevara a cabo la destrucción sistemática de bienes culturales más salvaje y extensa de la historia de la civilización occidental. Obviamente, las circunstancias socio-políticas ayudaron a esa labor, pues la caída del Imperio Romano y la sustitución en Europa occidental de dicho imperio por reinos de culturas nómadas muy inferiores a la romana, originó pérdidas incalculables de patrimonio cultural de todo tipo, incluido el escrito. Pero esas pérdidas se consideran “naturales” o inevitables en tiempos de guerra o conflicto. Lo que entra en el territorio del culturicidio (si se me permite la expresión) fue la decisión consciente de sistematizar la selección y criba de una parte sustancial de las obras grecolatinas, y destruir a continuación la mayoría de ellas que, acusadas de impiedad, paganismo y oposición a la Verdad, no se recuperarán nunca, ni siquiera gracias al aporte bizantino y musulmán, que permitieron que el desastre se atenuara un tanto.

Por ello creo que a la Iglesia, desde el punto de vista cultural, le debemos muchísimo. Agradecimiento infinito por su labor de custodia y propagación de una pequeña parte del legado clásico. Y encono eterno, por todo lo demás.

miércoles, 2 de julio de 2014

LECTURA EN FAMILIA, COMO ANTAÑO


Entre mis adicciones más frecuentadas se encuentra la lectura, es sabido. E incluso cuando no leo, y encuentro algo en mis viajes que la refleja o alude a ella, no dudo en disparar. A veces, la sorpresa me retiene unos instantes antes de hacerlo. Y me da tiempo a pensar, a sonreír, a admirar lo que ante mis ojos se ofrece. En ocasiones, también después. Esta fue una de ellas.

En la ciudad de Oporto no carecen de esculturas. Por eso, resultó sorprendente que recalara en ésta, dado que no es propiamente una escultura de bulto redondo, sino un mediorrelieve que se halla en la peana de otro elemento que ahora no viene al caso. Pero si se mira bien, además de a los seis protagonistas y del escueto y referencial mobiliario se asistirá a una escena entrañable. Una mujer -suponemos que la madre- está leyendo un libro a los demás -suponemos miembros de su familia-. ¡Leyendo un libro! Y se supone que en voz alta, porque la atención con que los otros parecen beberse sus palabras es alta y hasta contagiosa. Los gestos así lo denotan, la mirada concentrada en la lectora, la dirección de sus cuerpos, el agrupamiento en piña, el mentón en la mano abierta que lo sujeta; parecemos oír sus palabras de sólo mirar cómo ellos escuchan atentamente. Nos atrapa el entusiasmo, el deseo de saber cómo proseguirá la trama a continuación. Nos sumerge en el enigma de saber qué obra es la que los mantiene a todos tan en tensión, cuál el tono del relato, cómo acariciaría los oídos la voz de quien les lee. Y todas esas preguntas pueden quedar sin respuesta, o crear una para cada momento, adivinando cada pieza y colocándola a nuestro antojo, que para eso es una obra pública y se encuentra en la calle ante la mirada de quien repare en ella. Yo lo hice, en su momento. Confieso que antes tiré la foto. Pero, una vez realizada, me quedé pensando, imaginando, recreando. Hoy he regresado a Oporto, a aquella mañana soleada de invierno frío. Hoy, recuperé esa lectura. Hoy os la ofrezco para que la completéis.

Peana del monumento al escritor portugués Julio Dinis (Oporto, Portugal)
Enero, 2013 ----- Panasonic Lumix G3

martes, 1 de julio de 2014

OBVIEDADES DE 1º DE JULIO

Hoy es el primer día del resto de mi vida. También, el primer día del mes de julio del presente año. Y, de igual modo, mi primer día de vacaciones tras el rápido curso 2013-14, que finalizó ayer. Las dos primeras frases muestran obviedades universales. La tercera, para quien conozca a qué me dedico, también, aunque particular. ¿Por qué escribo obviedades? Porque hoy me siento obvio.

Es obvio que a medida que uno crece en años la percepción del tiempo se altera, en sentido menguante. Nunca hasta hace poco, la duración de los cursos me parecía tan fugaz. Será una sensación subjetiva, pero me consta que es nota común, no importa cuál sea la profesión de cada cual. Si tenemos en cuenta que el tiempo, desde un punto de vista objetivo, dura lo mismo, convendremos que nuestro cerebro opera el cambio. Lo peliagudo es indagar las causas. No se me revelan con claridad. Sólo constato.

Eso sí, percibir la velocidad de la vida, en mi caso, sólo puede generar dos reacciones: o ansiedad por todo lo que aún me resta por crear, sentir, conocer; o relajación absoluta porque da igual cuanto suceda, ya que no puedo controlar nada de los cambios en mi percepción. Me sumerjo en ambas. Y no alternativamente. Tampoco sé por qué razón unas veces es la primera y otras la segunda. En realidad, sé muy pocas cosas. De algunas, tengo interés en buscar la explicación. De otras, no. Y a su vez, no sabría explicar igualmente por qué... (círculo vicioso). Vamos, que navego por un líquido amniótico de irresoluciones, que no me ayuda a vivir mejor, pero que arroja en mi capazo preguntas en cantidad suficiente como para generar un stock de crisis. Aunque uno no vive de preguntas. Sólo de algunas respuestas. Que siempre son menos que las dudas.

Y, ante la duda, ante la indefinición, ante la falta de empuje, ante el vacío más desolado que se pueda mostrar ante uno, sólo cabe una acción. Proseguir. Continuar. Mantenerse. No ceder. Luego, cuando el tiempo vaya pasando, comprobaremos que nuestra biblioteca ha aumentado, que el número de fotografías ha desbordado los discos duros, que la retina fue enviando a la memoria más lugares y más rostros que recordar,  que los sentimientos se arracimaron en celdillas nuevas, y que algunos se sobrescribieron. Que uno cada vez es más, en definitiva, siendo el mismo, aunque uno cada vez sea menos. Lo que, como es natural, resulta algo obvio.

viernes, 27 de junio de 2014

EL FENÓMENO DE LOS APELLIDOS VASCOS

Soy un bicho raro. Creo que siempre lo he sido en proporción variable. Pero tampoco es algo muy llamativo. Quien más, quien menos, lo piensa de sí mismo. Pero en mi caso, las pruebas se acumulan año a año, libro a libro, foto a foto, película a película. Risa a risa.

Hace un par de meses, fui con mi pareja a ver una película sobre la que tenía ciertas expectativas: Gran Hotel Budapest. No sólo colmó dichas previsiones, sino que comprobé que el magnífico guión, las espléndidas actuaciones, el nutrido elenco de estrellas, la factura técnica, la historia en sí, y todo el conjunto estético eran algo inusual. Nos encantó. Pero, además, hubo un detalle que nos llamó mucho la atención. Se trata de un filme lleno de sutilezas y trufado de un humor pleno de guiños a muchas películas y directores de antaño, cuyas referencias más cercanas se encuentren en los franceses Jeunet y Caro de la estupenda Delikatessen. Dicho humor, dicho concepto del absurdo, dicha idea de la comedia que busca el enlace entre dos inteligencias, son de los que más nos gustan. Y nos reímos mucho, muchísimo. Entre otras cosas, porque era una comedia, y porque había muchas situaciones, gestos, acciones, que eran muy graciosas. No ostensiblemente graciosas. Inteligentemente graciosas. El detalle sorprendente es que casi nadie se reía. Sólo ella y yo, y esporádicamente alguien más. El resto, impávido, y molesto ante nuestras sonoras manifestaciones de alegría y complicidad.

Pues bien. Este fin de semana fui a intentar repetir la hazaña. Pero debí prever que el asunto no podía salir igual, porque la fuente que nos llamó a la sala fue la noticia, impresionante, de que en casi dos meses se ha encaramado a la posición de película más vista en la historia de nuestro triste país, y en la segunda -de momento- en cuanto a recaudación. Cifras de mareo, que se pueden consultar en cualquier medio. Se trata, cómo no, de Ocho apellidos vascos.

Debo decir que hacer caso a la gleba canalla cuantitativa no es mi estilo; por eso tengo que confesar mi equivocación plena al tomar esa masa de público como referente para entrar a ver una película que prometía risa a raudales, alimento del que nunca estaremos ahítos ni será jamás suficiente. De la mayoría pocas veces se ha sacado algo en limpio, como no sea monumentales equivocaciones. Nosotros, esta vez, contribuimos también a engordar la bola de nieve y a levantarnos cuando llegó la ola. Nuestra, pues, la culpa. Y con ella llevamos la penitencia.

Porque no sólo no nos reímos más que en contadas ocasiones, sino que el ánimo fue decayendo hasta que al final el enfado consecuente pudo más que todo lo visto en la pantalla. Enmarcados en una desgana de rodaje absoluta y un oportunismo de una situación social más permisiva, se encuentran un guión muy pobre, unos personajes muy flojitos y sin entidad, una ristra de situaciones previsibles y tópicas, mal hilvanadas, amontonadas de cualquier modo discontinuo. Eso sí, interpretadas dignamente (sobre todo, Karra Elejalde, el único personaje algo creíble), pero sin capacidad de levantar con ellas el edificio de sus endebles y volátiles cimientos.

Ni un solo momento memorable: su mediocridad planea por toda la cinta. Porque, encima, ni siquiera se puede decir que sea mala, al estilo de Torrente o Condemor, pero puedo jurar que en ellas -aparte de no haber pagado por verlas- me reí mucho más. De forma zafia, sí, pero más, mucho más. En cambio en ésta no se encuentra nada que destacar en sentido positivo. Al menos, para nosotros, porque para el director y los productores ha sido un pingüe dividendo del que, así lo han manifestado en los medios, los primeros asombrados son ellos mismos; y por los cuales me alegro, con sinceridad. Ahora sí, espero y deseo que sea la última vez en que para ir al cine consultemos una fuente tan poco fiable, tan amorfa, tan acrítica y tan inercial.

martes, 24 de junio de 2014

OROPELES Y APARIENCIAS


Resulta claro que este vehículo va engalanado de más para una ocasión especial: una boda. Porque hay que decirlo, y confirmarlo: la gente se sigue casando. El contrato ancestral sigue teniendo adeptos. Y eso que hoy existen aceptables alternativas. Pero son muchos más quienes incurren en el contrato matrimonial a la vieja usanza. El que conlleva una ceremonia aparatosa, con aporte religioso, impostado o no, a la que se le añaden cada vez más elementos que lo convierten en un escaparate de apariencias, rituales, y oropeles.

No hablamos porque-sí. El coche -bien se ve- no es uno cualquiera. Se trata de un Roll-Royce, uno de los automóviles más caros del mundo, dado que su producción es casi enteramente artesanal, y cuya tradición, fama y prestigio se remontan a más de cien años atrás. Sabemos que no es propiedad de la familia de los contrayentes, sino que ha sido alquilado para la ocasión. A un precio escalofriante. Como el del banquete, como el de los vestidos y trajes, como otros alquileres y servicios, y las múltiples menudencias que un evento así ha ido incorporando. El resultado total es un gasto inaudito cuya única utilidad es la de lograr que el recuerdo quede bien fijado en todos de que ese enlace matrimonial fue algo único e imperecedero. Olvidando que en este terreno no hay nada único, y nada permanece siempre. Y los matrimonios, si nos fiamos de las estadísticas, menos. Las exclamaciones sorpresivas y los  porqués se escalonan en quienes puedan observar desde fuera.

Pero las respuestas no pueden apelar a la lógica, sino que tienen que ver con rasgos humanos ancestrales, que señalan a la necesidad de aparentar más de lo que se es, al deseo de que lo que les pasó a los demás no se repita en cada caso, a la ilusión de que esa riqueza ficticia y puntual atraiga una suerte que ratifique la secular esperanza que inspiró esa nueva unión. Da igual que no se crea en la religión bajo la cual uno finge la mecánica del rito. Da lo mismo que ese dinero invertido fuera preciso o incluso imprescindible para otras necesidades más básicas. No importa que los diversos sectores de servicios se aprovechen del tirón de la demanda, y encarezcan los precios ya de por sí desorbitados. No se repara, pues,  en gastos de ceremonia, vestimentas, reportajes. Y el rolls -¡qué menos!-se alquila igualmente.

miércoles, 18 de junio de 2014

GOLPE DE EFECTO DEL PRÍNCIPE FELIPE (ANTES DE SER CORONADO)

Alguien muy cercano me amonesta, diciendo que, ya que tanto hablo en la vida oral sobre política, crisis, economías, éticas y otras martingalas relacionadas con todo cuanto nos acucia, podría escribir más de ello mismo en esta bitácora. Cuando más gente me dice eso, suelo sonreír y esbozar una frase en la que dé lo mismo lo que signifique, porque tanto vale como una defensa, como una boutade, o como una intrascendencia más. Lo que quienes me conocen saben bien, es que intento mantener este espacio lo más puro posible, o, si se quiere, lo menos contaminado que pueda lograr. Aun así, en ocasiones uno recibe sus impulsos, y un ramalazo bufón culmina ese inicio en un final como éste que ahora explayo.

Un rey ha abdicado. En nuestro país es noticia. Ya en sí, porque los reyes no suelen hacerlo. Pero es que, además, aquí no dimite nadie. O casi. Pero, sí. Nuestro rey añade una sorpresa más a su dilatada lista, y ha dimitido de su cargo. O sea, ha abdicado (las causas esenciales aún tardarán en ser esclarecidas, pero eso ahora no viene al caso).  Pese a lo inhabitual del hecho, es factible y nada que merezca gastar tanta tinta como se hizo, por ejemplo con la dimisión del papa Benedicto XVI, que ése sí que dejó a la peña de pie, como diría nuestro Sabina. Es factible, pero nada más hacerlo, se ha montado enseguida un coro laudatorio y un coro crítico, amén de otros coros, igualmente interesados, igualmente amnésicos, igualmente parciales. Y, como saben hasta los más pequeños, a un rey le sucede su hijo. Es lo más natural, aunque hoy las monarquías no nos parezcan nada lógicas, ni racionales, ni naturales. Pero, sí, los hijos suceden a los reyes en las monarquías. Sin embargo, al principito que le toca asumir el cargo que le cede su padre, le han salido cuestionadores del cargo, demandantes de legitimidades modernas, racionalistas del cambio político y otras formas de marear la perdiz.

Una ley acaba de conceder el placet para que la sucesión siga su curso. Pero muchos pensamos que la cuestión de la legitimidad ya no viene dada tan fácilmente. Por eso yo propongo un futurible que arreglaría de un plumazo el peliagudo problema en que Felipe de Borbón y Grecia se encuentra ahora mismo, a punto de ser coronado rey de España. Este personaje, sobre el que aún no se han vertido las barbaridades que ahora mismo se están cociendo en hornos especializados, y sobre el que existe un consenso bastante generalizado de preparación, talante sereno y espíritu continuador de cuanto inició el padre en política, podría dar un golpe de mano el día de ser coronado. La cosa podría suceder como sigue.

Cuando tenga lugar la investidura, y antes de que ser investido en las Cortes con los símbolos que le son propios, debería pedir la palabra y manifestar su deseo de pronunciar un discurso. Tras la sorpresa por la ruptura del protocolo, declararía, sin leerlas, de corrido, y paseando la mirada por todo el hemiciclo, estas palabras: “Antes de que la ceremonia continúe, quiero salir al paso de cuanto se ha dicho, se dice y se dirá de mí y de mi cargo, legal y legítimamente heredado de mi padre, el Rey. Antes de proseguir con lo previsto, me gustaría anunciaros un modo de comprobar si realmente merezco ser rey de los españoles, cosa que ahora mismo no sé con certeza absoluta. Aprovechando las peticiones callejeras y mediáticas sobre el advenimiento de una tercera república, mataríamos dos pájaros de un tiro. El rey, Juan Carlos I, fue nombrado por un dictador y pese a haber sido ratificado en un referéndum, posterior, todos sabemos que aquello fue una simple maniobra legal del dictador para simular legitimidad. Pero mi padre sabía que la legitimidad de un rey en nuestros tiempos debe ganársela a pulso. Con su actuación en la primera mitad de su reinado, se ganó de sobra dicha legitimidad, que sólo muy minoritariamente llegó a discutirse. Hoy yo propongo que se consulte al pueblo español, sin campaña electoral de ningún tipo que transforme sentires y pareceres, como sucedió con la OTAN en otro momento. Se le haría una pregunta muy sencilla, del tipo: “¿Desea que se continúe con la línea dinástica de los Borbones, establecida en la Constitución de 1978, y que en este caso corresponde a Felipe de Borbón y Grecia suceder a su padre Juan Carlos I?” O bien, “¿desea que cambie el modelo de Estado y se establezca una República, por la que sus máximos dirigentes serían elegidos en votación directa?” Al final, se cuentan los votos, y si sale la segunda opción de un 50'1 % o más, un servidor renuncia, y hasta aquí hemos llegado. Es muy fácil y no costaría mucho dinero. Piénselo, señores. Creo que aquí está la solución a todo el problema generado con la sucesión".

La sinceridad y desasimiento al cargo serían tan tremendos, que el golpe de efecto sería demoledor, inesperado, refrescante, juvenil. De fijo, ganaría con estrépito, porque los españoles somos muy de golpes de efecto. Y, sí, desde luego: el problema desaparecería como por ensalmo. Y quienes ahora aúllan con tanta tontería (como si el problema real estuviera en la disyuntiva de nuestro país entre monarquía y república), no tendrían más remedio que aceptarlo, y afilar sus guadañas con otros temas, con otros personajes más endebles, más volubles, más corruptos.

viernes, 13 de junio de 2014

LAS VECES QUE NO LLEGUÉ A MORIR -y III-

La tercera de las situaciones que pudieron abocarme a la muerte fue muy sencilla, muy rápida, muy común. Casi no admite relato previo. Es como un instante, un fogonazo, una cadena de movimientos bruscos que acaban de sopetón y que, milagrosamente, no tienen consecuencias porque la fortuna no hizo coincidir más testigos a dicho momento. Fue, gracias al azar, un momento solitario.

Regresaba de un placentero fin de semana y acababa de pagar el peaje de la autopista correspondiente. Un poco antes, había empezado a lloviznar. Nada que fuera preocupante, porque caía suave, de forma intermitente. La calzada estaba en buen estado, aunque empezaba a mojarse. Me desplazaba, pues, por el carril de incorporación a la nueva autopista. La velocidad era la justa, la inclinación ascendente de dicho carril no era para hacer saltar alarma alguna, la curva que trazaba la ruta era de lo más suave. Y, de repente, las ruedas de atrás patinaron con quién sabe qué sustancia, y el coche pegó un brinco longitudinal que hizo que la parte trasera cobrara un protagonismo no deseado. Volantazo y contravolantazo no lograron impedir que perdiera el control del vehículo, que empezó a rotar sobre su eje, mientras seguía la senda que lo encaminaba a la autopista entrante.

Girar sobre uno mismo puede suscitar mareo, pero en ese momento, uno no se marea: piensa que se va a matar, y que allí acaba todo. Pero sucedió todo rapidísimamente. De súbito, un tremendo golpe en la parte baja sacudió toda la estructura; acababa de impactar contra la isleta en talud del ángulo que forma el carril de incorporación con la autopista. Saltaron los airbags, que suenan como un estampido de escopeta. Con la cara contra la bolsa blanca, ya no vi nada, pero sentí que seguía dando vueltas sobre mí mismo, hasta que por fin, tuvo lugar el impacto final contra las vallas de la mediana de la autopista, deteniéndome allí por completo.

Hasta ese momento, uno está relativamente tranquilo porque sabe que va a morir, pero sabe que será rápido y que no va a ser doloroso. Pero cuando terminaron las vueltas y fui consciente de que no sólo no me había matado, sino que estaba vivo, dos situaciones me aterrorizaron. La primera, un cláxon continuado de un vehículo que pasaba a mi lado, que me heló la sangre, y me devolvió a la realidad: me encontraba en el carril izquierdo de una autopista, empotrado contra el quitamiedos de la mediana, y había coches y camiones que seguían pasando. Instintivamente, me dije que había que salir de allí como fuera. Pero lo que aceleró la necesidad de hacerlo fue el olor a quemado que sentí. No vi fuego, pero lo imaginé con todo lujo de detalles. Quise salir, pero la puerta de mi asiento estaba doblada y no respondía, la otra, la del copiloto sí, pero hube de desplazarme y darle dos patadas para que se abriera, después de lo cual salí a la calzada. He de admitir que cuando me puse en pie fue cuando me percaté de que no había mirado si venían coches que pudieran llevarme por delante. Mi prisa y mi terror me condujeron fuera con la mayor rapidez posible. Pero mi suerte fue que no, no vino ninguno en ese intante. Luego comprobé con alivio que el olor a quemado no provenía de fuego alguno, sino de la pirotecnia que arma los airbags, que incluye pólvora, cuyo fogonazo deja igual rastro que si se hubiera quemado algún tejido.

Cuando fui consciente de la situación del coche, de dónde me encontraba, de que en el intervalo entre el impacto y mi conciencia de la realidad habían seguido pasando vehículos ligeros y pesados, me entró una zozobra que me hizo temblar las piernas. Sólo por un azar sorprendente, mientras yo atravesaba los dos carriles por la calzada de la nueva autopista, no pasó un autobús o un trailer que me llevara por delante, ante cuya embestida sorpresa no habría sobrevivido con seguridad. A ese azar, por tercera vez, debo los últimos 11 años de mi existencia.

Estoy seguro, por último, de que sin haber sido consciente de ello, habré estado en peligro más veces, pero al no conocer tales circunstancias, no cabría incluirlas en esta mini-serie que por realismo extremo concluye necesariamente aquí. Por el momento.

miércoles, 11 de junio de 2014

EL MENSAJE DE LOS PETROGLIFOS


El granito gallego no es fácil de tallar, por dureza, y por su naturaleza compuesta de tres minerales diferentes. Jamás se podrá realizar en su superficie una labor de talla fina, cuyos detalles admiren a quien contemple. En cambio, sí podrá hacer profecías sobre su durabilidad y resistencia, así que pasen los tiempos y las lluvias, abundosas por esos pagos.

Con todo, algunos humanos que poblaron esas tierras antes de que tuvieran los nombres actuales, dieron en labrar sobre dicha dureza unos signos rítmicos, circulares, laberínticos, de ordenación aparentemente caótica y significado más misterioso aún. Se les ha llamado petroglifos, a falta de mejor claridad y conocimiento. Parece que han sido tallados en tiempos posteriores a la etapa neolítica, en épocas ya metalistas, por percusión, con primitivos mazos que probablemente serían también de la misma piedra con la que deberían chocar y humanizar, desproveyéndola de su lisura y rugosidad naturales, para atribuirle desde aquel preciso instante un significado simbólico, que es algo exclusivo de nuestra especie.

Todo son especulaciones sobre la utilidad de tales dibujos pétreos. Las hipótesis son a veces muy imaginativas. Pero si algún día se llegase al esclarecimiento de los enigmas que esos laberintos circulares nos lanzan, seguro que no nos sorprende el resultado de dichas investigaciones. Porque con sólo imaginar lo que los movió a llevar a cabo tales ímprobas tareas, seguro que acabamos relacionándolo con algo que tenga que ver con el miedo, pues no otro es el sentimiento de quienes han creado algo a lo largo de sus vidas. Miedo a no ser, a morir, al dolor, al sinsentido de la existencia, al castigo por el mal realizado, a la cólera de los espíritus, al azar, a que los astros caigan sobre nosotros, al destino, a lo desconocido; miedo, en definitiva, a que la frágil memoria nos olvide para siempre. Y si, por una sorprendente casualidad, fueran signos de un primitivo idioma, seguro que si los juntásemos, cada frase diría algo parecido a: “Tenemos miedo; sabemos que vamos a morir. Recordadnos”.

Petroglifos de Mogor (Marín, Pontevedra, Galicia, España)
Agosto, 2004 ----- Minolta DiMAGE Z1

lunes, 9 de junio de 2014

INICIOS POCO LITERARIOS

Recuerdo que no tuve unos comienzos memorables. En lo de las lecturas, digo. Porque yo, antes que leer libros, que en mi casa no había, fui un voraz depredador de todo cómic que cayera en mis manos. No me hice lector, como en sus reportajes apuntan muchos escritores con alguna obra maestra de la literatura infantil o juvenil, tipo Robinson Crusoe o La isla del tesoro, o los falsamente infantiles Viajes de Gulliver. No. Mortadelo, Filemón y la Familia Ulises, o el doctor Franz de Copenhague, Pepe Gotera y Otilio, Carpanta, el profesor Tragacanto, Zipi y Zape fueron mis primeros compañeros de suelo, de silla, de sofá, también de cama.

Recuerdo que, entre medias, aparece el libro cuya memoria aparece en mí en los estratos más profundos: La isla misteriosa, en aquella edición de Bruguera Club, donde el texto se acompañaba cada dos o cuatro páginas de un conveniente resumen en forma de historieta. El primer autor sí es un clásico juvenil. Julio Verne. Pero no tengo esa obra como el inicio de nada. Es sólo el libro más antiguo de mi biblioteca personal. Si le preguntaran al adolescente que alguna vez debí ser sobre los gustos del momento, por lo que yo en realidad moría o mataba era por las aventuras completas de El Capitán Trueno, y El Jabato. Sus andanzas para mí eran lo más absorbente que se podía haber creado. Yo no tenía ni idea de literatura por aquel entonces, pero esas narraciones me robaban el pulso, me atraían hasta el punto de quitarme mucho tiempo de otras actividades que mi madre consideraba más edificantes.

Recuerdo que el vicio subyacente al que me arrojé sin mesura, el poso del que luego fui bebiendo, no lo produjo un maestro asombrado por mi precocidad o un familiar que ejerciera de mentor con el niño a quien señalar el camino. La persona que más contribuyó a instilarme ese veneno lector de historietas fue una vecina generosa de carnes, profundamente iletrada, experta en la pesca de la trucha y consentidora con un hijo único que, al contrario que yo, disponía muchas cosas y desaprovechaba la mayoría. Esta vecina, la “señora Pepa”, me fue dejando, uno a uno y con ciertas condiciones ansiógenas, cada uno de los más de veinte volúmenes encuadernados con la colección completa de ambos héroes que le había regalado, con escaso éxito, a su mimado niño.

Recuerdo que cuando terminaba cada volumen y picaba a su puerta para devolvérselo, temblaba de la emoción, imaginando cómo sería el siguiente, si sería más grueso, si continuaría lo comenzado en el anterior, quiénes serían los oponentes de las nuevas hazañas. O si, como alguna vez ocurrió, me puso alguna excusa y hube de volver a los pocos días a implorar de nuevo. Así, desde mi escasa estatura, miraba a aquella imponente mujer, rogándole que no me hiciera esperar mucho más, y que me dejara otra tabla de salvación donde disolverme unas cuantas horas más. De ese modo tan prosaico fui contrayendo la enfermedad que sin remedio sigo padeciendo hoy día.

Recuerdo que mis inicios lectores no fueron literarios, sino únicamente narrativos, estrictamente narrativos, magistralmente narrativos. Y no fueron obligatorios, sino compulsiva y obscenamente libres.

miércoles, 4 de junio de 2014

ABSTRACCIÓN DESDE LO ALTO


Son sólo líneas onduladas, puntos de colores fríos y el verde que lo inunda todo. Pero para verlo así, ha sido preciso subir muchos metros y poder contemplar una nueva perspectiva. A veces, para ver bien, hay que subir alto, para apreciar todo con un enfoque diferente. A diario, nuestra cotidianidad no nos permite dicha visión. Por eso, de cuando en vez, es preciso trepar a lo alto, para verlo todo distinto, más pequeño, más sencillo,  más asimilable. En ocasiones, hasta se logra que la belleza se cuele entre los ojos.

A primera vista, es sólo una carretera de montaña. Sus curvas se adaptan a la dificultad del terreno, mientras la senda va abriendo el camino sobre la mole montañosa que  opone resistencia. Pero si uno se fija en los detalles, comienza a distinguir otros elementos: animales, coches, autocaravanas, un cercado, algún ciclista, algún caminante. Son habituales en el lugar donde se hallan. Lo que puede llamar la atención es el modo en que las líneas separan, unen, relacionan, distribuyen. Se podría haber tomado la fotografía desde otro ángulo, pero unos pasos más atrás, y las líneas ya no convergen, se desparraman, forman otras divisorias; dos pasos al otro lado, y el color se torna más oscuro en su predominancia. El verde podría haber sido el mismo, pero la amalgama de hierba y roca habría variado su composición, y el efecto visual variaría en lo esencial.

Cuando uno sube muy arriba, lo que contempla hacia abajo cobra otro significado, que muchas veces sólo tiene validez para quien lo está mirando en ese instante. Pero si además hace una foto, el paisaje se recorta en un encuadre rectangular que ya supone unos límites que el fotógrafo debe asumir. Lo que incluya entre esos cuatro lados debe ser sopesado, calculado y equilibrado para que la imagen resultante sea un compendio de lo que se ve o de lo que se quiere expresar. Y ya no vale un significado propio o personal, sino que habrá de resultar inteligible o sensible para quien pueda ver luego dicha fotografía.

El mítico e inacabable puerto pirenaico del Tourmalet se resume en unas líneas abstractas, unos colores habituales, un tipo especial de espera, una forma heroica de emulación de lo que sólo dos días después sucedería de nuevo, como tantos años antes, en otra etapa mítica del Tour de Francia.

jueves, 29 de mayo de 2014

SUBLIMACIONES CON EL TIEMPO

No estamos hechos de sueños, sino de tiempo. Es el componente básico de nuestras células, de nuestro camino, de nuestros sentimientos. El tiempo es lo único tangible que tenemos, lo único en lo que creemos con fe religiosa. O eso pensamos. También es precisamente lo único que no podemos poseer, porque es él quien nos posee a nosotros. O eso piensa.

Por lo general, nos encanta jugar con las posibilidades a tiempo pasado o a tiempo por venir. Es un juego inocente, y cualquier persona sabe cuál le gusta más, porque lo ha practicado infinidad de ocasiones. ¿Qué habría pasado en mi juventud, si en vez de... hubiera...? O, del mismo modo: ¿Qué sucederá dentro de 15 años, o tan sólo mañana mismo? Anticipar el futuro es pasión de cualquier ser humano, por la que muchos matarían, pagarían sumas fabulosas o incluso venderían su ambiciosa alma al demonio correspondiente a su credo. Modificar el pasado, y comprobar el efecto que la traslación de una pequeña pieza hubiera podido producir, es una droga a la que pocos pueden sustraerse, una vez probada. Pero no son más que trampas de tiempo con que sublimar nuestros verdaderos problemas con el propio tiempo, esa sustancia que creemos poseer, que pensamos que configura la senda por donde discurrimos, sin darnos cuenta de que es él el único que existe, alimentado por todos nosotros, con quienes crea su gigantesco y mudable cuerpo. Las dos modalidades nos fascinan, aunque ambas no sean más que dislates. Comprensibles dislates. Humanos dislates. 

Del otro lado, y de igual forma que a nosotros, al tiempo le molesta no tener un momento de respiro, pues su esencia es el movimiento perpetuo, el transcurso; tampoco le gusta la linealidad de su camino, la imposibilidad de bifurcación de su existencia, la obligatoriedad de su destino. Como a nosotros mismos, no le gusta sentir que no le gusta. Por eso nos sueña, nos inventa, nos recrea, y cuando eso ocurre, tenemos la impresión de que tenemos una idea, la de otra ucronía, la de otro futurible. El tiempo suspira, resignado. Nosotros no nos resignamos, seguimos creyendo que controlamos al tiempo. El tiempo exhibe una mueca ambigua, y sin poder volver la vista atrás continúa su camino serio, uniforme, imperturbable.

miércoles, 28 de mayo de 2014

SÍRVASE USTED MISMO


Un día sin libros no puede ser completo. Yo, al menos, no lo concibo. Cuando por determinadas circunstancias no puedo leer nada que no sea la gallofa habitual de la prensa, la publicidad o los suplementos, hay alguna proteína interna que se queda a medias y cumple mal su función, contagiando a otras por contacto, e impidiendo que los goces, si los hay, no sean del todo plenos. Lo que me proporciona la inmersión en la lectura de un libro -sea del tipo que sea, pero de mi gusto- no me lo proporciona nada en este mundo. Ni quienes más me quieren, ni otras aficiones por las que también puedo llegar a matar o a asfixiarme.

Por eso, cuando uno está en una plaza espaciosa, sabiendo que es el centro neurálgico de la localidad, donde el día anterior había una marabunta de lugareños, campesinos, turistas, curiosos y gente de toda laya, asistiendo al famoso y colorista mercado que allí se celebra los jueves, lo que le apetece, ante el sosiego que sucede al bullicio, es un buen libro. Si, además, el ayuntamiento del lugar ha tenido la idea (sencilla, barata, estimulante) de colocar una pequeña pero variada biblioteca callejera donde poder tomar algún libro con que solazarse, lo más lógico es tener ganas de leer un ratito. Si además, no hace ni frío ni calor, la mañana se presenta ligera de obligaciones, los niños están con los abuelos, y la digestión del desayuno templa los recuerdos, el deseo de hacerlo cómodamente aumenta por momentos. Y si, por último, los asientos con que se ha redondeado la idea (original, generatriz, maravillosa) tienen una inclinación con la que la lectura puede paladearse del mejor modo imaginable, entonces, sólo entonces, no queda otro remedio que acercarse con pausa, elegir bien entre lo poco pero bueno que haya, arrellanarse mientras se esboza una sutil sonrisa, y de seguido abrir el libro, sumergirse bien entre las palabras, disolver los restos de incredulidad y, por último, disfrutar de la plenitud de unos instantes efímeros que podrán durar una eternidad.

Robado en Villefranche-de-Rouergue (Aveyron, Midi-Pyrénées, Francia)
Julio, 2011 ----- Nikon D90

martes, 27 de mayo de 2014

LAS VECES QUE NO LLEGUÉ A MORIR -II-

No elegimos cuándo nacemos, y la mayoría de las veces tampoco elegimos el momento final. Aunque nos hallemos ya en la etapa postrera, la muerte nos pilla casi siempre de improviso. En una entrega anterior, ya relaté que estuvo a punto de alcanzarme muy antes de tiempo. Hubo dos veces más. Ésta que aquí recupero es la segunda.

En la etapa universitaria, yo simultaneaba gente de dos pandillas. En una de ellas, estaban amigos, sólo masculinos, procedentes de la etapa del instituto, con quienes practicaba deportes de cancha y de sala de juegos. Sin embargo, la intensidad era mayor con otro grupo, este mixto ya, donde se daban los clásicos tonteos, los típicos cruces, las mismas expectativas frustradas que en tantas pandillas. Solíamos hacer muchas excursiones y, como en toda colectivo, siempre hay quien lleva más terreno recorrido, y quienes vamos por detrás, aprendiendo de los avezados.

Un domingo de verano, se planteó hacer algo diferente. Uno de los líderes naturales de ese grupo planteó hacer algo de “espeleo”. Ante la pregunta de qué era la cosa, nos explicó que él había hecho algunos recorridos por el interior de algunas cuevas de las que tanto abundan en la montaña leonesa. Nos puso los dientes bien largos, detallándonos sus andanzas con un grupo de montaña que poseía todo el equipo necesario para esas incursiones. Tras su relato, decidimos que “haríamos una cueva”; sencilla, eso sí, para empezar, para que “hasta las chicas” pudieran recorrerla. El líder eligió la que nos convenía e impartió instrucciones sobre el equipo que debíamos. Todos quedamos en llevarlo cumplidamente.

El día de autos nos juntamos siete, y de los siete, sólo llevaban calzado adecuado tres; y aun así no eran botas de montaña. Yo no me encontraba entre ellos. En aquella época no sobraba el dinero en casa, y yo no había ido de monte en serio en mi vida. Todo lo más, caminatas cerca de los ríos, para lo que era suficiente unas playeras o unas zapatillas deportivas. Eso sí, linternas llevamos todos. Pero aquella colección era digna de verse. Cuatro de petaca y dos cilíndricas poco más anchas que un rotulador. El líder no llevaba. La tenía incorporada en el casco. Era un casco con “carburero”, como los mineros, nos apuntó. Por supuesto, sólo dos llevaban algo de abrigo. Era un día de verano con mucho calor fuera. De modo que cuando llegamos a la cueva, seis descerebrados y alguien con cierta idea nos disponíamos a romper las marcas de la temeridad en la historia de la espeleología local.

Nada más que recorrimos unos metros, nos dimos cuenta de que, ver, veíamos lo suficiente, pero había más humedad de la prevista, el suelo estaba muy resbaladizo, había algunas zonas encharcadas  y poco a poco iba haciendo más frío, con lo que nuestras camisetas de manga corta no ayudaban mucho al bienestar propio de actividad tan esforzada. A mayores, dos de las chicas que integraban el grupo, lucían camisetas de tirantes y unos pantaloncitos ajustados recién adquiridos que no abrigaban nada, pero que podían hacer subir la temperatura, llegado el caso,a quienes las siguieran por el estrecho camino. Yo en ningún momento sentí frío alguno.

Circulamos despacio, e internamente notábamos que el miedo nos invadía más y más, pero verbalmente nadie decía nada. Todo era pose. Nadie quería quedar como un cobarde, poco preparado para tales hazañas. En un momento determinado, el sendero se estrechaba, y había que salvar un escalón de apenas un metro hacia arriba, lo que comportaba colaboración entre nosotros y cierto esfuerzo físico. El líder pasó el primero e hizo las indicaciones oportunas sobre cómo, cuándo y con las ayudas de quién y por dónde. Yo no iba el último, pero la parte trasera de una de mis amigas me pareció suficiente tentación como para ejercer de caballero galante y ayudarla desde atrás, mientras los otros ayudaban por delante. El espectáculo merecía la pena, con las luces yendo y viniendo, ampliando o adelgazando, ocultando o transparentando los cuerpos. Y, sí, mereció la pena. Hasta que me tocó a mí. En otro gesto de estupidez hormonal muy propio de mi género, rechacé la ayuda desde arriba y tenté la suerte de subir el escalón apoyando los pies en los lugares ya previamente marcados. No sin esfuerzo, logré llegar arriba, pero al ir a incorporarme a la parte final, el pie izquierdo, calzado con unas deportivas de suelo desgastado (las buenas se reservaban para la ciudad), resbaló en el barro que cubría la roca, y me hizo perder el equilibro. La linterna, que llevaba en la boca, se me cayó. Y yo, en un instante sorprendentemente largo, porque me dio tiempo a pensar lo que iba a suceder, caí hacia atrás. En la caída, manoteé intentando agarrarme a algo. La mano izquierda encontró roca, pero resbaló de seguido. La izquierda no la encontró al principio, pero la halló al final. Ninguna de las dos me ofreció el ansiado agarre. A cambio ambas aristas me produjeron sendos cortes en las muñecas, cuya profundidad llegó hasta el hueso. Seguí cayendo hacia atrás de espaldas. Por fortuna, la altura no era grande, de modo que sólo quedé magullado en el suelo, mientras los demás miraban consternados desde arriba lo que acababa de suceder.

Cuando recobré el sentido de la realidad, y vi los ángulos filosos de las rocas que me escoltaron en mi caída, fue el momento en que caí en lo que pudo haber ocurrido y por fortuna no sucedió. Lo sorprendente, no fue que aquel incidente acabara con unas heridas, unos hematomas y un susto memorable. Lo que aún hoy me sorprende al recuperar la memoria, es que mi cabeza no impactara con nada, porque de haberlo hecho, el más mínimo contacto, habría producido un daño terrible, probablemente irreparable. Así, sólo la sangre restañada, los cardenales que tuve en mi espalda y una pierna durante varios días, las chanzas recurrentes de mis compañeros y tres cicatrices bien visibles aún hoy en mis muñecas, fue todo el balance del incidente. No tardé muchas horas en llegar a la conclusión de que la vida me había ofrecido otra oportunidad, para meditar sobre lo sucedido y aprender otra valiosa lección. Aún habría tiempo para otra más.

viernes, 23 de mayo de 2014

ESPONTÁNEO GUITARRISTA


El chico llegó desde atrás con la funda negra sobre su espalda. Lo hizo con cautela, porque un grupo de jazz estaba tocando en el mirador, y mientras éste atacaba la pieza en sus compases finales, él sacó su guitarra, la afinó muy bajito, sin apenas ruido, y se sentó en el pretil sobre el Tajo. Cuando el grupo terminó su canción, los que allí nos encontrábamos prorrumpimos en un aplauso casi unánime, porque eran buenos músicos, y su ejecución había sido muy lucida. Una riada de monedas fueron a parar a los sombreros que había al frente del improvisado escenario.

Casi de inmediato, el rasgueo violento de una guitarra española nos sacó a todos del momento de emoción que habíamos vivido con los instrumentistas de jazz. Era una forma de tocar casi desesperada, con mucho fraseo, muchos contrastes, mucha subida y bajada de la mano izquierda sorteando trastes a lo largo del mástil, que se movía a uno y otro lado, mientras la mano derecha alternaba toque con percusión en la madera de la propia guitarra. Era una canción que nadie reconocimos, pero que mezclaba ritmos latinos, flamencos y de fusión. Sonaba raro, pero sonaba bien. Y el tipo le ponía tal pasión a su modo de tocar, que inevitablemente todos acabamos mirándole y desviando la atención del grupo de jazz a su persona. Aunque no sólo era pasión, que eso siempre se da mucho en los músicos callejeros, sino que, además, se notaba que dominaba bien su instrumento. Su música nos acabó envolviendo a todos, y las pérgolas con mimosas que había encima hacían resonar sus acordes de manera muy convincente. 

Fueron unos minutos algo hipnóticos que no nos impidieron, sin embargo, pensar en la reacción que tendrían los músicos de jazz a quienes el espontáneo había interrumpido en su sesión. Al final, un último rasgueo, y un “olé” largo y franco, mostrando toda su blanquísima dentadura, dio por finalizada la exhibición. Nos quedamos algo alelados por el modo de concluir. Me pareció que todos pensábamos sobre lo que  iba a pasar a continuación. Nadie aplaudió. Nuestras cabezas iban de su figura recortada contra el cielo lisboeta a las de los del grupo de jazz. De repente, se soltó del pretil con un saltito hacia adelante y un “hale-hop”, mientras se inclinaba con cierta vehemencia saludando al respetable. El tipo exudaba energía, optimismo y una sonrisa tentadora. Nadie supo cómo reaccionar. Hasta que el saxofonista del grupo rompió el silencio del instante y la inmovilidad de toda la parroquia, cuando soltó: That’s really good, mate, great! Y tras agacharse para tomar unas monedas de su propio sombrero, se acercó al guitarrista, y metiéndoselas en el bolsillo de la chaqueta del chándal, le palmeó el hombro con fuerza, y luego inició una salva de aplausos que todos, absolutamente todos, liberamos sin excepción.

Robado en Lisboa (Portugal)
Abril, 2009 ----- Nikon D300

domingo, 18 de mayo de 2014

SHOCK POR JOSÉ MUJICA

Confieso que escribo esto desde un shock, aunque mi salud palpita estupendamente. Es un impacto emocional producido por escuchar a un viejo. Ese viejo también es una persona muy especial. Y da la casualidad de que, sorprendentemente, fue elegido presidente de un país, en este caso el Uruguay. Me encuentro en estado de shock, porque le he escuchado hablar a lo largo de una hora, cuando yo sólo quería ver cuándo empezaba la emisión para ponerla a grabar y verla otro día a mi conveniencia, pues había tareas pendientes que requerían mi atención. Pero fue empezar a hablar, y todo lo que había leído sobre él, que era bastante, se materializó de repente para comenzar una andadura de 60 mintutos en la que su palabra, sus gestos y sobre todo su mirada, me abdujeron, me pegaron al asiento, e hicieron inútil la grabación que había programado.

Lo de menos es lo que todo el mundo conoce de él. Que si vive en su chacrita, que tiene un móvil y un coche antediluvianos, que si cultiva sus propias cebollas y tomates, que si dona casi todo su sueldo, que si una de sus mejores compañeras es una perrita coja que vive con él, que si no tiene vehículo oficial y apenas equipo de seguridad. Incluso no es tan importante saber que este hombre fue un guerrillero tupamaro, que estuvo 13 años en la cárcel recibiendo torturas físicas y  psíquicas horribles. No es lo importante. Lo verdaderamente impactante de este personaje, José Mujica, es su palabra: es oírle hablar. Y si se le oye hablar, es muy difícil no escucharle.

Después de oírle, de escuchar sus razones, sus argumentos, la descripción de una realidad que no siempre puede domeñar; después de verle asumir sus fracasos y de hacer gala de un sentido común y de una humanidad absolutamente impensables ahora mismo en este continente nuestro, inmerso en otra engañifa electoral más; después de que esa mirada me convenciera al ciento por ciento de que todas las palabras que emitía poseían una coherencia absoluta, meditada, inusual en estos tiempos; comprobando que incluso una persona como él asume que la inmersión global en el sistema capitalista hace imposibles muchas reformas necesarias, y que el mercado es el gran dios que gobierna el mundo; tras ratificarme de nuevo que sin la ética presente ninguna actividad humana adquiere credibilidad (menos, si es política o pública); una vez que, a preguntas de un sagaz periodista, afirma algunos de sus logros políticos sin alardear ni sacar pecho, y relativizándolo todo en un contexto puramente cercano; después, digo, de haberle escuchado decir cuanto dijo, yo volví a pensar que en España y Europa no tenemos un político así, y volví a maldecir el momento político que vivimos y llegué a la conclusión de que si lo hubiera, es posible que me arrancara de mi decisión, cada vez más firme, de abstenerme de votar en esta pantomima que se nos plantea el próximo domingo.

Dije más arriba que verlo en directo me había arruinado la grabación. Pero, no. La grabación  va a permitir que lo vuelva a ver, y verificar que lo que hoy sentí al verlo no fue un espejismo, sino una realidad. Distinta realidad. Inusual. Esperanzadora, al cabo.

sábado, 10 de mayo de 2014

A HOMBROS DE MI PAPÁ


Pese a lo que diga mamá, yo sé que mi papá me quiere. Yo creo que me quiere mucho. Antes me regañaba alguna vez, pero ahora cuando salimos de fiesta es el mejor, y me compra lo que quiero. Sobre todo, cuando vamos al centro comercial, de tiendas. Si le digo que me monte en ese coche eléctrico que se alquila por horas, me lleva enseguida. Si luego me apetecen unas gominolas ácidas que acaban de salir, me pregunta qué son, se lo explico, y me compra unas cuantas. Es muy bueno. Era genial cuando estábamos los tres juntos. Pero entonces no me compraba tantas cosas, y estaba muchas veces triste, y discutía con mamá, y le gritaba, y ella también lo hacía, y lloraba; a veces también lloraba él. Ahora es mejor, ahora me quiere más. Pero sólo lo veo cada dos fines de semana. Él dice que los martes y jueves llama y pregunta por mí, pero mamá no me dice nada. Con ella es distinto. Está siempre seria y cuando vamos de compras, sólo vamos a comprar, no hay atracciones, ni chuches, ni nada. Volvemos a casa muy rápido, aunque haga sol. Y en casa cada tarea hay que hacerla a su hora, y en eso mamá no admite cambios. Pero mi papá está siempre alegre, y me pone sobre sus hombros, y me gusta rascarle el pelo, aunque ahora tiene menos y hay algunos blanquitos, y me cuenta chistes y me hace cosquillas y me dice cosas bonitas. Cuando nos despedimos, los dos quedamos algo serios y nos decimos adiós. Una vez hasta lloré, pero él me dijo que muy pronto volvería y fue verdad. Ahora sé que a las dos semanas mi papá vuelve siempre y podemos reír juntos y yo soy más alta cuando me sube sobre sus hombros y lo veo todo desde arriba y pienso, y a veces sueño.

jueves, 8 de mayo de 2014

¿CUMPLEAÑOS POR CUMPLIR AÑOS?


Cada vez que la Tierra da una vuelta alrededor del sol, coincidiendo con el mismo día que nacimos, celebramos el hecho con toda suerte de felicitaciones, parabienes, deseos de lo mejor, comilonas, regalos, agradecimientos, compras, etcétera. Excelente. Si todo eso nos produce placer, sea. Pero, en realidad, ¿por qué? ¿Porque se haya cumplido una circunvolución astral? ¿Porque hemos sobrevivido un año más en este valle de lágrimas? ¿Porque nos merecemos algún homenaje cada cierto tiempo que hemos establecido en un año? ¿Porque es conveniente renovar lazos con determinadas personas? ¿Porque nos agrada que quienes no se acuerdan nunca de nosotros lo hagan en ese día? ¿Porque lo hace todo el mundo, y no queremos parecer raros (o desagradecidos, que es peor)? ¿Porque cada cierto tiempo hay que renovar los proyectos y hacer balance, al modo en que se realiza en Nochevieja? No sabría responder con exactitud.


Pero este año he cumplido 51. La cifra no es baladí, pero tampoco tiene una estética que haga subir la bilirrubina. Cuando el año pasado cumplí 50, pensé que iba a tener una trascendencia. No sabía cuál. Sólo pensaba que tendría una; cualquiera. Incluso elaboré una lista de 50 tareas que llevar a cabo en los 50 (de la que sólo cumplí 16; ahí es nada). Esperaba una trascendencia, insisto, la que fuera. Sin embargo, no fue como esperaba. No llegó ninguna. Todo siguió igual, lo mismo que había sucedido cuando cumplí 30 y cuando hice lo propio con los 40. Porque en realidad, a mí cumplir años siempre me gustó o, en el peor de los casos, me dio igual hacerlo: seguía adelante, y no me detenía demasiado a mirar atrás; estaba muy ocupado haciendo algo como para detenerme a analizar mi edad o mi encaje en la misma. Curiosamente, al haber cumplido 51, este año me dio por pensar. Unas horas sólo, eso sí, porque aunque pensar me gusta, hacerlo sobre determinadas estupideces me parece poco práctico. Además, ha coincidido con la lectura -absolutamente azarosa, no programada- de un libro de Vicente Verdú, Señoras y señores. Impresiones desde los cincuenta, donde se trata de este tema en plan ensayístico profundo, pero ameno como en él es habitual; lo cual me ha quitado las ganas de pensar en la trascendencia de estos 51, amparado en las sonrisas que este autor me regala y en la emoción que quien mejor me quiere me procuró ayer con una foto tempranera en la distancia, que equivalió al mayor de los abrazos y al más cítrico de los besos.

jueves, 1 de mayo de 2014

LAS VECES QUE NO LLEGUÉ A MORIR -I-

En el dominical de El País, de 16 de febrero del corriente, figuraba un artículo de Rosa Montero, titulado “Todas esas veces que pude haber muerto”. No era brillante, pero sí captó mi interés, y me dio para recordar, en mi caso, las veces que he estado a punto de morir, de acabar mi andadura, de desaparecer, en suma. Eché cuentas. De forma clara, fueron tres. De forma indirecta o habiendo existido la posibilidad si hubieran concurrido otros factores, salían otras cuatro. Nada menos. Para alguien cuyo sentido de la aventura tiene más que ver con el cine que con ir a hacer una ruta dominguera, la cosa tiene su mérito (o su guasa). Siete veces he podido llegar al final y, como los gatos, siete veces me he librado. No seamos agoreros, ni convoquemos al maligno para exorcizar nuestros males. Han sido siete veces. Punto. Coincidencia. Tampoco voy yo ahora a hacer colección, para atraer la octava. No. Mi sentido del morbo no se inclina por este lado. Mi recuerdo se centró en recuperar los momentos de las tres veces en que fui consciente de que aquello tocaba a su fin. Porque si no hay consciencia, no hay asunto. En las tres, lo tuve claro, aquello era el final de mi recorrido. Sin embargo, una sucesión de fortunas ciegas se coaligaron a mi favor para aislarme de todo mal. 

La primera tuvo lugar cuando tenía 10 ó 12 años. El momento es difuso porque donde sucedió yo estuve de vacaciones cinco veranos seguidos, y así no hay forma de que me aclare el cuándo. Además, esto no lo supieron mis padres, por tanto, no puedo recabar su ayuda para ubicar la cronología. El marco físico es la pequeña playa de la isla de La Toja, casi al lado del puente que la une a la localidad de O Grove. La hora es la de la siesta. El modo es una carrera. De esas tontas que uno entabla con alguien que le gusta mucho. Y aquella niña a mí me gustaba una barbaridad, de ese modo que sólo sucede en esos momentos intermedios entre la infancia y la adolescencia. De modo que una reta a uno. Uno acepta el reto. Carrera a nado desde la orilla hasta el primer pilar del puente. La marea no estaba subida del todo, pero allí nos cubría a los dos por entero, sólo que a mí no me lo pareció a primera vista. Una nada que se las pela. Uno hace lo que puede, pero ha de mantener el orgullo intacto. Y avanza, pero a los treinta metros ya está casi agotado y ha de detenerse a respirar. Pero cuando se quiere dar cuenta ya no hace pie, y hasta ese momento, siempre había nadado en lugares donde la seguridad del pie tocando fondo tranquilizaba toda maniobra en la superficie. Me puse muy nervioso, tanto que hasta se me olvidó que la niña había llegado a la base del pilar hacía rato. Manoteé, intentando mantenerme a flote. Aun así, me hundí varias veces y tragué agua, que me hizo toser, y reaccionar, pero hacia el pánico. No sé de dónde saqué las fuerzas para impulsar brazos y pies, pero aun con la torpeza del desesperado, unos cuantos metros más atrás llegué a una zona donde hacía pie. Entonces me desplomé, y se dio el caso que cuando más agua tragué fue en esos instantes en que ya me vi salvo, pero desfallecido, hasta el punto de no poderme sostener de pie y caer de bruces sobre el agua. En fin, una odisea marina. Mis escasos músculos acumularon tal cantidad de estrés y agotamiento, que no me moví de la toalla en toda la tarde. Mis padres, ni se enteraron. Sólo se sorprendió mi madre del ansia con que devoré dos plátanos en un santiamén. Mi hermano, ni estaba, perdido como siempre en sus exploraciones sin fin. Y la niña, vencedora legítima de aquel pique, una vez que supo de su victoria clara, ni siquiera se acercó a ver qué me había pasado. Tardó en dejar de gustarme el mismo tiempo en que mi mente se recuperaba del trance. O sea, una tarde. Esa fue la primera vez. Pero entonces no fui muy consciente de la trascendencia de lo que acababa de suceder. Eso tendría lugar mucho después.
(Continuará)

lunes, 28 de abril de 2014

REALISMO Y RECHAZO



Esta obra, que se puede contemplar en Valladolid con detenimiento (morboso, diletante, religioso, cultural, artístico, despreocupado, crítico, desmitificador, curioso, acumulativo, etc.) o con prisa (obligada, terapéutica, ignorante, pachanguera, horrorizada, etc.), es un ejemplo señero de lo que en el siglo XVII hispano se entendió como efectismo contrarreformista. Con él ansiaba la Iglesia recuperar el prestigio y la ascendencia perdida con el movimiento protestante del siglo anterior. El procedimiento era sencillo, pero de efectos muy exitosos. Consistía en mover a la compasión del espectador, buscando la empatía hacia lo que le había sucedido a aquel hombre excepcional, de quien seguían afirmando que era el Hijo de Dios. De ese modo, había que mostrar con toda crudeza de detalles lo que el proceso previo y la muerte postrera había producido en aquel cuerpo del que no se tienen noticias de cómo sería, pero que con el paso de los siglos se decidió que fuera ejemplar, fuerte, bello, rotundo, pero también vulnerable y frágil. 

Gregorio Fernández, insigne escultor de finales del XVI y primera mitad del XVII, entendió perfectamente lo que había que hacer, y a su capacidad técnica admirable, unió una creatividad de visionario, que le condujo a que los tipos por él esculpidos acabaran siendo canónicos en las representaciones posteriores. La postura, el gesto, la sangre, el número de heridas, su disposición, su policromía, los materiales empleados: todo ello contribuyó a proyectar su realismo de un modo muy diferente al que surgía del divino Bernini, allá en Roma, cabeza de la cristiandad. Su realismo supera cierta realidad, hasta el punto de que puede resultar desagradable para muchos.

Hace unos años, tuve en clase de Hª del Arte a una alumna uruguaya. Era de las que destacaba en calificaciones, interés y entusiasmo por la materia. Pero, al llegar al tema del barroco hispano, comprobé que en varios momentos se cubría la cara con las manos, molesta con lo que tenía que ver, obligada por su hiperestesia y por sus precedentes culturales. Se negaba a mirar aquellas obras. Lo hablé con ella, y no me cupo duda de la sinceridad de sus palabras. Provenía de un país por completo laico donde las tradiciones de nuestra Semana Santa son un embeleco que se contempla como folclore desde otros lados. Además, tanta sangre, tanto sufrimiento, tanto desgarro, la hacía temblar, literalmente. Le dije que estudiara el tema como mejor pudiera, pero que esas manifestaciones artísticas son también una forma de comprender cómo somos culturalmente. Ahí, se me rebeló. Llegó a comparar demasiadas cosas llenas de sangre y violencia que no le gustaban para nada, incluidos los toros en su vertiente más española. Prudentemente, me callé. Comprendí que no lograría nada con ella, porque ni su sensibilidad extrema podría con ciertas cosas, ni su juventud y carencia de referentes educacionales permitiría una comprensión que requiriese mayor madurez y perspectiva. 

Pensé que aquel caso había sido una excepción a la regla. Pero hoy, para mi sorpresa, he asistido en clase a algo, si no igual, sí muy parecido al abordar el mismo tema. Y en personas que han vivido siempre aquí. Pero igualmente desvinculadas de ciertas creencias y tradiciones que marcan nuestra historia. Por tanto, creo que la cosa da para pensar. A ser posible, sin prejuicios. Si es posible.

Cristo yacente, de Gregorio Fernández (1625-1630)
Museo Nacional de Escultura (Valladolid, Castilla y León, España)
Abril, 2014 ----- Panasonic Lumix G6

domingo, 27 de abril de 2014

¿PARA QUÉ MÁS?


No hace falta más. Una temperatura cálida. Un cuerpo abierto al sol. El mar, delante, ofreciendo su monótona movilidad a quien quiera contemplarlo. La sed, requiriendo algo que beber. El cerebro, anhelando algo de dulce. La sensación de que todo lo malo queda detrás, nunca delante. Que sólo el oleaje comprende los vaivenes de una existencia desafortunada. La caricia de la brisa recorriendo el vello sobre la piel. Una mano que alcanza un melocotón que se muerde con despreocupación cansina, pero estimulante. Un dulzor que calma las sensaciones, produciendo otras. Los pensamientos, que se cambian al ritmo de las formas de las nubes adormecidas. Algún recuerdo que acciona la lengua sobre los labios. Los ojos que se entrecierran, para ver mejor el alcance de la herida abierta desde hace seis semanas. Y tan sólo un día de descanso después de una semana atroz. Antes de volver a la tremenda realidad bajo una luz fluorescente durante diez horas al día. Sólo un día, invertido en adivinar el horizonte, en sentir el calor del sol en los miembros desnudos, en retener el azúcar en la mente, en aspirar aromas de costa, olvidando, recordando. Aislándose, serenándose, adormeciéndose. ¿Quién necesita más?

Robado en Benicassim (Castellón, Com. Valenciana, España)
Julio, 2006 ----- Nikon D100

INCREDULIDAD

Ya lo anticipaba ayer. Ya no busco credulidad, porque uno, de tanto mentar al lobo, ya no consigue que nadie venga a ayudarle cuando el depredador se acerca de verdad. Pero por la noche sucedió algo revelador, a colación de ese proyecto, promesa o sólo intención. Mi propia pareja, entre las risas burlonas que la caracterizan, me despertó el oído soltándome que sí, que bien, que vale, que eso ya lo había dicho muchas veces... con resultados conocidos. Lo que venía decirme es que no me creía, vamos. Lejos de enfadarme, su confesión me llenó de melancolía. “No me conoce todavía”, pensé al hilo de la conversación. Esbocé un mohín de contrariedad. Qué pena, me dije, tanto esfuerzo de transparencia creciente, tanta eliminación progresiva de reticencias, para nada. Pero, dos instantes después, mi inveterado optimismo emergió desde mi habitual pesimismo, y la alegría sustituyó las sensaciones precedentes: “Pero eso es toda una suerte”, concluí. Si después de casi 14 años aún no me conoce, es que todavía nos queda cuerda para rato. Aún puedo sorprenderla de cuando en vez. Y con ese pensamiento de optimismo etiliforme, me acosté. Sorprendentemente, me dormí.

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