sábado, 31 de mayo de 2008

Luces vigilantes


Ante la mar, las farolas vigilan cualquier cosa que se aproxime al paseo marítimo. Les gusta iluminarlo todo convenientemente. Pero ni tienen la potencia de un faro, ni la nitidez que una lectura atenta puede requerir. Son confidentes mudos, estáticos, bienintencionados, del paso del tiempo, de las nubes, de las aves, de las tormentas, de los crepúsculos. Pero, también, son testigos discretos de repetidos requiebros amorosos, de sistemáticas ebriedades juveniles, de juegos infantiles y discusiones políticas o matrimoniales. Entre tanta tarea asignada, las farolas no saben en qué punto quedarse, entre lo que pueden, lo que saben, lo que deben o lo que les gustaría. Mientras, aguardan: a las gentes, a los navíos, a los elementos.

viernes, 30 de mayo de 2008

Iniciación a la caza


Al gatito le comunicaron que la leche se había acabado, que no podía seguir mamando de su madre, que debía empezar a conseguir su propia comida mediante la caza. El gatito rezongó y durante una mañana entera estuvo acosando a cuantos familiares encontró, e incluso a varios amigos y a los padres de éstos. Pero no hubo caso: el siguiente paso de su evolución había comenzado, y no había vuelta atrás. Y la evidencia más acuciante le sonaba en las tripas cada pocos minutos: tenía un hambre muy ruidosa, muy insistente, dolorosa incluso. Por eso, viendo que nadie subvenía sus necesidades alimenticias más básicas, se decidió a probar. Merodeando por el claustro donde su familia tenía su residencia más habitual, encontró el cadáver de una cría de ratón. Estaba limpia, y era reciente. La olisqueó repetidamente, e intentó comprender por qué aquella masa de carne tan asquerosa podía ser aquello de lo que tendría que comer el resto de su vida. Pero estas filosofías se le iban perfilando a medida que los retortijones de su estómago le indicaban que el hambre ya empezaba a ser insoportable. Probó a olerlo y a lamerlo a la vez, pero nada: aquello no le gustaba nada. Hasta que se imaginó que aquella carroña diminuta estaba viva. Eso fue determinante. Saltó sobre ella, la zarandeó, la manoteó, la desplazó durante un buen rato. El ejercicio de la tarea, el hambre atrasada y la excitación de un instinto todavía en sus comienzos, tuvieron sus frutos. Así, al poco, se decidió a hincarle el diente a aquella carne. Su saliva reaccionó de modo distinto a como cuando le daban leche. Pero ahora comprobó que haber peleado con aquella presa (y haberla vencido) le había gustado muchísimo. Le mordió la cabeza, luego el cuerpo, y por último se la tragó por entero. El sabor todavía no le satisfizo, pero el hambre quedó saciada. Y su instinto cazador se mostró por primera vez. Nunca más volvería a pasar tanta hambre como aquel día. Sin embargo, el postre aún estaría por llegar. Cuando localizó a su madre, la asaltó por detrás, se amorró al pezón que le pertenecía y succionó durante un buen rato. La madre le dejó hacerlo, orgullosa y satisfecha. El ciclo de iniciación a la caza había comenzado.

jueves, 29 de mayo de 2008

Ambición desmedida


Contaban en ese pueblo que aquel gallo no estaba allí arriba por casualidad, sino como resultado de un comportamiento pernicioso para todos, incluido para él. Referían las crónicas de antaño que desde polluelo había tenido una infancia normal y que su paso al estado adulto no había dado ninguna nota fuera de lo común. Pero una primavera, aquel gallo ya no se contentó con despertar a todos con su canto mañanero. Tampoco le bastó dominar a sus gallinas, como es de ley en su especie. Ser el jefe del corral le parecía poco. Y dejó sus tareas para concentrarse en otras que él consideraba de mayor altura, como subirse al cable de la luz del mismo modo a como hacían el gavilán o los vencejos, y observar cuanto sucedía a sus pies. Decían que también le dio por pensar o filosofar, y que ya no montaba a sus hembras, lo cual fue hecho digno de comentario. Después se fijó en el nido de las cigüeñas, y cuando éstas iban a comer o a inspeccionar la zona, él se encaramaba a lo alto de su nido, y muy ufano se pavoneaba recorriéndolo de cabo a rabo varias veces, con aire marcial y seguro de sí mismo. Pero nada le satisfacía a plenitud, porque su mirada estaba puesta en el pico más alto de la torre de los Hernando. Un buen día, y de varios trancos, que le costaron lo suyo, se encaramó a dicho lugar. Desde lo alto, la visión del pueblo le pareció maravillosa: se sintió un dios, alguien a quien nadie podría alcanzar, aunque se lo propusiera. Y, en efecto, nadie lo alcanzó. Lo que lo hizo fue un rayo de potencia mediana, proveniente de una tormenta repentina, que lo carbonizó en el acto. Pero el relato de cómo lo descubrieron y bajaron, y colocaron en su lugar una veleta conmemorativa con su figura, es ya otra historia, y no será contada a continuación.

miércoles, 28 de mayo de 2008

Vuelo ambivalente


¿Y qué decir de esa forma blanquecina que se acerca oblicua, ondulada, silenciosa, expectante? ¿Qué, sino admirar la belleza de sus formas, la naturalidad de sus movimientos, la velocidad con que controla su vuelo, la envidia que provoca la exactitud de sus evoluciones? Acaso, en un alarde de cambio de registro, sí quepa decir algo más, que opere por contraste, algo que ponga las cosas en su sitio y equilibre algo el elogio que la hermosura provoca. Comentar, por ejemplo, el extremo grado de competitividad que se da entre las de su especie, su oportunismo inteligente y egoísta, su capacidad de previsión sobre dónde, sobre quiénes, cuándo ejercer el latrocinio gastronómico, su crueldad caníbal, su carácter territorial que alterna el gregarismo más aplastante con el individualismo más excluyente y violento. Todo eso, y algunas cosas más que ahora olvidamos, porque ¿para qué va a uno a hacer sangre sobre plumaje tan bello, tan resplandeciente, tan puro?

martes, 27 de mayo de 2008

Ancianidad sin esperanza


El viejo ha notado la brisa fresca de la mañana y se ha decidido a salir de la residencia donde pasará el último tramo que le resta de vida. Ha paseado un poco por el centro, con un ritmo cansino, despreocupado, sin prisa, porque no la tiene. Ahora, lo que le sobra es tiempo. Tiempo y recuerdos, que moldea a su gusto, porque el cerebro debe ayudarlo a vivir y no a castigarlo con la conciencia de una vida que unos podrían tachar de inútil o perdida, demasiado entregada a los demás, sobre todo a unos demás que ahora no miran por él. El viejo recorre la ciudad por las partes más bulliciosas, pero siempre acaba en una pequeña plazoleta interior de una manzana de edificios. Allí se sienta siempre a una hora en que no hay demasiado ruido porque los críos aún están en la escuela. Hay silencio y hay soledad. Justo los ingredientes que ahora son su temática más recurrente. ¿Qué le queda? La paciencia, la experiencia que le permite valorar las pequeñas cosas, y saber que sólo lo que construya día a día será tu tesoro vital, su alimento diario hasta que el final sobrevenga, más pronto que tarde. El viejo, al final de la caminata, se sentirá un poco más viejo, pues cuando uno piensa en exceso en sí mismo, vive más aprisa, lo que no quiere decir que viva más, ni mucho menos. Su realismo le impide hacerse idílicas ilusiones de mejora, pero tampoco le proporcionará duros desengaños para cuya defensa cada vez se tienen menos recursos. Sentado en su banco de frío metal pintado de blanco, destaca sobre el entorno por sus vestimentas oscuras pero elegantes. Dentro de poco, se levantará y deshará el camino andado de vuelta al único sitio que le queda, la residencia donde ha aprendido que las palabras "hogar" y "esperanza" puede cambiar radicalmente de significado y también de sentido.

Penitencia


-Así me gusta, hija mía, que seas obediente. Ya sabes que si no haces lo que te digo, tu salvación resultará muy difícil, por no decir imposible.
-Sí, padre.
-Veo que has venido a mí, pura, desnuda, libre de taras mundanas, como te ordené ayer, para proceder a tu limpieza general de pecados.
-Como Su Reverencia me mandó, padre.
-Bien, bien. Ése es el camino. El de la obediencia sin tasa, porque el Señor, que todo lo ve, no tolera distracciones de sus preceptos divinos.
-Eso creo, padre.
-Tu cuerpo te delata, hija mía. ¡Cuánto vicio se atesora en él!
-Muy cierto, padre. Soy una gran pecadora.
-Pero eso no debe afligirte, pues Cristo perdonó a María Magdalena, que había pecado más de lo que hayas podido hacerlo tú.
-Sí, padre, mucho más.
-Con todo, Cristo permitió que ella, en agradecimiento, le agasajara con ungüentos y perfumes, ante la mirada asombrada de los discípulos.
-(...)
-Lo que quiero decir es que tú no debes ser menos, hija mía. Y que debes agasajarme en la medida que corresponda.
-¿Y cómo, padre? No tengo dinero para lujos caros con que obsequiarle.
-No te preocupes por eso, y ven, hija, ven conmigo. En mi celda sabré yo darte acciones y tareas con que agradecerme el bien que por mi intercesión el Señor te va a conceder y yo, en calidad de su representante, te voy a administrar.
-¿Será como una penitencia, padre?
-Podríamos decir que sí, hija. Aunque de la penitencia por tus pecados hablaremos después, cuando hayamos terminado.

domingo, 25 de mayo de 2008

Ejercicio de moral


Nos dirigíamos hacia la parte más meridional de las Rías Bajas. Era una carretera comarcal con poco tráfico. Hacía un calor agobiante, húmedo, pegajoso. Era la hora de comer, más o menos. Cuando pasamos, no pudimos menos de detenernos unos cientos de metros más allá. En pleno agosto, se encontraba un gaitero sentado en el pretil discontinuo de una carretera como ésa, por donde apenas circulaba nadie. Y, sí, estaba tocando su gaita; y lo hacía muy bien, además. En un principio, pensamos que simplemente ensayaba, pero mi acompañante se percató de que el estuche del instrumento estaba ante él, abierto, en clara disposición de recibir alguna moneda. Lo que no teníamos tan claro era de quién. Por eso, nos quedamos un rato mirándolo sin decir nada, pero con la cara del sorprendido que a la vez interroga buscando explicación. El hombre soplaba cada poco, y de vez en cuando nos miraba, y alguna vez hasta sonreía. Cuando no pudimos más, le preguntamos si no pensaba que aquel era un mal sitio para hacer negocio con su arte. Respondió que no, que era excelente. "¿Para qué?", inquirimos. "Tan sólo me ejercito en fracasar". La respuesta nos dejó atónitos, pero me retrotrajo a los tiempos del instituto y a los breves pero intensos estudios de griego. "¿Así que es usted un cínico renovado, eh?". Nunca lo dijera. Dejó de soplar, nos miró furibundo, comenzó a insultarnos y a despotricar de mala manera, mientras agitaba las manos amenazadoras. Desalentados y confundidos, optamos por irnos. El resto del viaje no dejamos de pensar en el gaitero que se ejercitaba en fracasar, que no había leído a Diógenes Laercio, ni sabía quién era el otro Diógenes a quien aquél se refiere. Concluimos que el ser humano puede llegar a determinadas conclusiones por sí solo, pero que la incultura es muy mala consejera y peor educadora.

sábado, 24 de mayo de 2008

Insignificantes


Llegamos enfebrecidos, violentos, ariscos y con la terquedad bien aleada de orgullo, como en los momentos cumbre de nuestra relación. La causa daba igual, porque siempre era la misma, o una de las múltiples subvariantes de la misma: yo no soportaba cómo eras, y tú no soportabas cómo era yo. Aún seguíamos juntos por dos o tres aspectos que al principio nos parecieron capitales, pero que con el paso de los años revelaron no serlo tanto, ni muchísimo menos. Pero eso ya da igual. El caso es que aquel día llovía, pero no nos importó. En vez de discutir en casa, como de costumbre, mejor hacerlo fuera, a cielo abierto. Y aquel cielo encapotado nos acompañaba a la perfección. Cerca ya del malecón, yo subí las escaleras, malhumorado, tan sólo por tirar por un lado distinto. No sé bien por qué, pero me seguiste. Y allí, con todo el dolor a cuestas, con la inercia de nuestras vidas pitándonos en los oídos, vimos cómo el mar, ajeno a nuestra historia se nos abalanzaba encima, con un oleaje tremendo. Nos quedamos fascinados. Hasta que una ola más poderosa que las otras superó muy por encima el muro y al romper cayó sobre nosotros, dejándonos empapados casi por entero. Curiosamente, lo sucedido no enrareció más la situación, sino que nos dio por reír, por comentar que mientras nosotros hacíamos de nuestra vida un infierno, el mar seguía su curso imponente y nada le importábamos ella y yo, seres insignificantes ante su inmensidad, como gotas testigo de su violencia -la suya sí, imponente-. Reímos, comentamos, volvimos a casa. Lo razonable sería pensar que acabaríamos sacando provechosa lección de dicha experiencia. Ni que decir tiene que no sucedió así, en modo alguno. Lo más natural habría sido pensar que todo iba a continuar igual. Y, sí, así ha sido.

viernes, 23 de mayo de 2008

¿Puedo jugar con vosotros?


El niño negrito aún no sabe muchas cosas, porque es pequeño. Pero a sus años ya sabe que está solo, y que no tiene con quién jugar. No tiene a nadie cerca porque su padre está trabajando y su hermana mayor hace las tareas de casa y cuida de sus dos hermanos pequeños, desde que su mamá se murió en el parto de los gemelos; y además no le han mandado a la escuela. No sabe tampoco que el color de su piel será determinante en su vida, rodeado de personas que no se le parecen. Pero sí le da la impresión de que esa madre y ese hijo juegan el uno con el otro, y que parecen felices. Todavía no sabe que son dos esculturas de resina de policarbonato de vinilo creadas por un artista famoso y colocadas ahí por el ayuntamiento local. Pero sí sabe que son negras, y se parecen un poco a como es él. Por eso se queda mirándolas arrobado durante unos minutos. Luego, se acerca y se sube en las piernas de la madre y con timidez pero mucho deseo en el alma, formula la pregunta esencial, decisiva, cuya respuesta nosotros podemos anticipar, pero él no, todavía no, porque es pequeño, negro, pobre, huérfano, y aún desconoce el verdadero alcance de todas esas realidades.

jueves, 22 de mayo de 2008

El viajero


El viajero aguarda durante largo rato, anclado a su equipaje. Nada en él permite advertir atisbo alguno de prisa, o ansiedad febril que le impulse a marcharse. Espera con la paciencia de quien ya ha comprendido que viajar no es sino moverse por el interior de uno mismo, proporcionarse nuevas emociones que brotan de la propia mente, y dejar que los ojos se engañen con las apariencias de nuevos paisajes, nuevas caras, nuevas ciudades. Lo hace con parsimonia y movimientos lentos, pues su experiencia se ha curtido a lo largo de los años, vinculándose a muchos lugares distintos, que son siempre el mismo. Viaja con gran impedimenta, porque es un viajero fuera del tiempo, de otra época, con mentalidad poco moderna, pues el viajero está fuera del tiempo o se halla en otro tiempo y, pronto, en otro lugar. El viajero sabe que en breve será transportado a otro sitio, pero su cabeza, su pasado, su carácter, su mirada, sus intereses, sus recuerdos, serán los mismos. Su paciencia obtendrá fruto, y el pitido del tren le indicará que su cuerpo podrá acomodarse en su asiento durante unas horas. Podrá, entretanto, jugar a adivinar dónde va a bajarse, pues es un dato que desconoce. Habrá de ser en algún punto antes del final de la ruta que marca su billete. Aún desconoce dónde será, pero sabrá que en algún momento, mientras apure la belleza de algunos versos de Withman o se esté volviendo a entusiasmar con la intensidad de algún relato de Kipling, un chispazo en su cerebro le hará levantar la vista, decidirse de inmediato y asegurar que durante un tiempo, toda su vida tendrá cabida por entero en aquel remoto y azaroso lugar. El viajero dejará de ser viajero por poco tiempo. Su esencia le bullirá al poco en los adentros. Empacará de nuevo su gran equipaje, tomará otra vez el camino de la estación, y aguardará con paciencia infinita, otra vez, el pitido del próximo tren.

miércoles, 21 de mayo de 2008

Vivir


Vivir no es respirar,
es obrar, hacer uso de nuestros órganos,
de nuestros sentidos, de nuestras facultades, de todas las
partes de nosotros mismos que dotan
de sentido a nuestra vida.
En otras palabras: VALORAR LA VIDA
es una de las mejores formas de prolongarla.

Se impone, por tanto, paladear las buenas cosas,
los vinos milenarios y otras bebidas, según
los gustos preferidos.

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Et moi, je dis: rien plus à dire.

martes, 20 de mayo de 2008

Fragmentación encadenada


Mientras hablábamos, fuimos notando que se apartaba de nuestro contacto, que nuestras palabras le sonaban lejanas, que el mundo que construíamos al reencontrarnos no existía para él. Y poco a poco sus ojos se cerraron y sus manos empezaron a teclear con insistencia sobre el reposabrazos y también sobre sus rodillas. Nos dimos cuenta, y bajamos la intensidad de la charla, pero nos dio la impresión de que él no percibió cambio alguno. Siguió con los ojos cerrados un buen rato, mientras interpretaba alguna melodía en su mente y sus dedos le daban adecuado contrapunto. En un momento dado, se levantó y salió de la habitación. Iba como sonámbulo, casi en estado de trance. Fue a su estudio, se sentó ante el piano, y de repente sucedió algo extraordinario. En breves lapsos de diez o doce segundos fue recorriendo acordes, todos mezclados, de obras diversas de Schubert, Mozart, Beethoven, Listz, Rachmaninoff, Chopin y muchos más, en un recorrido imposible, frenético, delirante. En los casi 15 minutos que duró su arrebato, no supimos qué decir. Por nuestro pensamiento pasó su virtuosismo, su fragmentariedad mental, su ciclotimia, también su locura. Al final, quedó sentado sobre el banco, con las manos caídas, echadas hacia atrás, y la cabeza colgando hacia adelante. Sudaba y respiraba ruidosamente. "Podría ser una obra mía", dijo. "Pero no lo es, no -prosiguió-. Aun con esta forma, no lo es, y no lo será nunca". Y después se levantó, dio un portazo y se marchó.

lunes, 19 de mayo de 2008

Remedio cristiano, mano de santo


-Que en serio se lo digo, Sor Tea, de mañana no pasa.
-No se lo tome así, Sor Prendida, estas cosas, ya se sabe...
-Que no. Le digo que a esto hay que ponerle coto, porque lo siguiente sólo el Señor sabrá en qué quedará la cosa.
-Exagera, como de costumbre, hermana; la cosa no es para tanto.
-¿No? ¿Cree vuestra reverencia que lo de esta mujer es normal?
-En fin, normal, normal...
-Sí, normal. Desde luego, a mí no me lo parece; porque que cada vez que salimos del convento (por la razón que sea) tengamos a la pelma ésta tras de nuestros pasos, vayamos donde vayamos y hagamos lo que hagamos...
-Desde luego, pero es que la pobre debe tener algún retraso, digo yo.
-Bueno, pues si lo tiene, que sus responsables la tengan controlada, que alguien así no se puede dejar suelta.
-Pero, ¿y si en realidad quisiera decirnos algo?
-¡Qué va a querer, hermana, qué va a querer! Si así lo deseara, ya lo habría hecho, que tiempo y oportunidades no le han faltado. ¡Que la cosa ya va para un año así!
-Sí, ya. No, si bien mirado...
-Esto lo arreglaba yo en un abrir y cerrar de manos. La mandaba al infierno sin escalas ni absolución posible.
-Madre, qué cosas tan terribles dice, Sor Prendida.
-Nada de terribles, Sor Tea. Sería mano de santo, nunca mejor dicho.
- (...)
-Sí, como se lo digo. Allí mismo la mandaba yo, si pudiera. Al infierno de cabeza.
Lo que pasa que no está en mi mano, que si no...
-Ay, ay, ay. Ave María purísima...
-Sin pecado concebida.
-Por Dios, por Dios.

domingo, 18 de mayo de 2008

Escapismo vital


-¿Y para qué preocuparme? Lo de mi marido ya no lo resuelve nada ni nadie, nunca: ni las cuentas en Suiza, ni lo de los puticlubs ni lo de las tragaperras. Lo de mis hijos, a estas alturas de su vida, tampoco, y ya he gastado demasiado en psicólogos. Mis padres, da igual que cumplan años, porque éstos no les hacen más sabios sino más contumaces en sus propias estupideces y venganzas recíprocas. Las dos zorras que tengo por compañeras en el bufete, por mucho que les haga o les diga, seguirán conspirando y haciéndome la vida imposible. El estúpido de Rafa sólo seguirá viendo en mí un cuerpo apetecible y revisable cada dos o tres semanas. Y por supuesto la vecina del chalé de enfrente seguirá dejando que su perro deposite sus mierdas delante de la puerta del garaje. En cuanto a mí, mi cleptomanía infantil y los restos de psicodelia sesentayochista han combinado fatal con mi estrés recurrente y una fallida serie de dietas y deliciosas operaciones de estética. Así que, teniendo en cuenta que estoy en un país hermoso donde abundan la arena y el sol, la brisa suave y los cócteles más dulces, con las cuentas comunes transferidas íntegras a mi nombre en este paraíso, que también lo es para las cuestiones de dinero, creo que no deberé preocuparme de nada, de nadie; ni siquiera de mí misma. Así que ahí se quedan todos. Y aquí me quedo yo. Lejos. Y al sol.

sábado, 17 de mayo de 2008

Prestos a la defensa, de nuevo


El clamor comenzó a las nueve y media de la mañana. Ante la barahúnda, el general convocó a sus huestes, que se desperezaron de inmediato. Cada día sucedía lo mismo, desde hacía casi un siglo, pero no acababan de acostumbrarse, por lo que el nerviosismo acababa cundiendo siempre entre sus filas: el enemigo subía hasta su posición y se acercaba, sin que nada pudiera contenerlo. Los guerreros se arracimaban alrededor de su general, acordonando su perímetro, para salvaguardar su integridad, pero también para sentirse próximos entre sí e infundirse valor por su número. Pese a la inminencia del contacto, nadie se movía, como si cualquier actividad precipitara lo inevitable, que se repetía cada día con irrefrenable puntualidad. Cuando por fin las puertas cedieron, asumieron de nuevo, otra vez más, que serían invadidos por hordas de descerebrados en tropel sin más armas que su griterío, sus carreras y su mala educación, y que los turistas recorrerían a lo largo de diez horas el recinto, sin respeto alguno por las leyes del combate ni mucho menos por los derechos de los vencidos. Frente a tanto despropósito, aquel ejército singular optó por la única defensa posible: el silencio y la inmovilidad más ostensibles. No lograrían hacer cambiar el conflicto en su favor, pero su dignidad de guerreros ancestrales se mantenía intacta. Y eso les daba el oxígeno suficiente para recuperarse por la noche e intentarlo otra vez un nuevo día.

viernes, 16 de mayo de 2008

Volar cansa


-Sí, volar me cansa. La edad no perdona; ni siquiera a mí. Aunque mi cara no lo aparente, varios son los siglos que he podido contemplar con mi mirada. Y también es verdad que cuanto contemplo cada vez me resta energía. Los conjuros son cosa del pasado, las venganzas se materializan de muchas otras formas y mi forma de vida nocturna no tiene cabida en este mundo al que hemos llegado no se sabe cómo. Nadie cree en nada ya. O, mejor dicho nadie cree en lo que se creía. Ahora todo es más banal, menos profundo, menos intenso. Podría ser que no fuera así, y que lo que siento sea algo subjetivo, personal. Daría igual: si soy yo quien lo siento, soy quien lo padezco. Y estoy cansada de volar. Pero es que ya me cansa hasta estar inmóvil sobre este pedestal de mimo que me he agenciado. Y ejercer esta tarea para obtener tan sólo unas monedas con las que poder subsistir supone una humillación para mí, que he sido tanto. Los recesos cada vez me alivian menos, y pienso más, a medida que los años me restan vitalidad. Tal vez lo mejor sería emplear las fuerzas de que aún dispongo en un último encantamiento. Con él me convertiría en algo imperecedero, imposible de olvidar, con el que alcanzaría la memoria de las gentes y mi existencia sería recordada por los siglos, al menos por tantos como he vivido yo. No sé. Puede que sea buena idea. O puede que no. Estoy cansada, muy cansada. Y he de levantarme enseguida, que ahí viene un nutrido grupo de turistas japoneses, que ésos sí que dejan buenas moneditas siempre. Y tengo la despensa vacía...

jueves, 15 de mayo de 2008

El malhadado conde


-De siempre dije que yo era producto de un malentendido. De siempre declaré que a mí la sangre no es que me guste, pero que el fin debe justificar los medios que se empleen para lograrlos. De siempre he tenido enemigos que me han difamado, propalando calumnias de continuo, y que han trasplantado a la imaginación popular una leyenda púrpura de terror sanguíneo de lo más sorprendente. Pero lo que no he dicho nunca es que mi verdadero objetivo no es matar, ni beber la sangre, como se piensa. No. Mi meta no es sino gozar de las mujeres, de su dulzura, su violencia, su piel, su cuerpo, sus movimientos, su lentitud, sus gritos, sus susurros: todo en ellas me atrae y no atiendo a la belleza más que a la virtud, ni a la inteligencia más que a la lujuria, ni mucho menos al poder por sobre . Si no hubiera sido por ellas, todavía seguiría empalando turcos en la Valaquia transilvana. Pero es que ellas... Seguro que habrá quien me entienda, y quien alcance a comprender que para gozar de sus favores cualquier artimaña me resulta lícita, incluso producir dolor, incluso arrancar la vida. Ello no me convierte en un monstruo, pues hoy día ha llegado el punto en que la mayoría, ya atraídas por mi fama malhadada, me ofrecen su níveo cuello para que extraiga de ellas lo que piensan que más me satisface; pobres infelices. No, no soy ese monstruo chupasangre del que creen saberlo todo. Pero me encanta que lo sigan pensando.

miércoles, 14 de mayo de 2008

Bipolaridad (Requerimientos/Ataduras)


-Dispongo de cinco amarras, porque cinco son los hermanos que me usan y me aman sobremanera. Soy el medio más habitual por el que se procuran sustento, y resulta hermoso comprobar cómo cada uno de ellos se ha hecho responsable de una parte de mi casco y cómo, día tras día, cada uno larga su amarre hacia el sitio convenido, para que quede bien claro que si bien yo soy solo una, son cinco dueños los me poseen por igual. Me requieren de un modo amoroso, femenil, casi perentorio, y yo les sirvo bien a todos ellos. Y cuando les veo recoger las maromas al día siguiente, sé que todo volverá a transcurrir otra jornada más por el camino justo, aquel en que la unidad quede simbolizada en mi capacidad para sostenerlos a todos ellos.

-Me sujetan de un modo abusivo porque no confían en mí. Las aguas de este puerto son demasiado tranquilas y abrigadas como para precisar tanta maroma que me mantenga en el sitio. Me sujetan demasiado, porque piensan que si no me atan acabaré huyendo. Y no les falta razón. Ansío poder surcar el mar cercano a la costa a mi libre albedrío, sin obligaciones pesqueras, ociosas o de simple recreo caprichoso de mis dueños. Admito que son precavidos, y por ello les admiro. Su miedo les previene del ejercicio de mi libertad. Les odio, aunque les entiendo. Pero aunque comprendo sus razones, si pudiera los destruiría para siempre.

martes, 13 de mayo de 2008

Posibilidades de una nada conjunta, irrepetible


¿Qué piensa el crío entre los dos contenedores? ¿Qué piensa el fotógrafo cuando capta la imagen? ¿Qué piensa la acompañante del fotógrafo, mientras le ve disparar una vez tras otra su cámara? ¿Qué piensan los diversos transeúntes de la plaza cuando ven al crío en situación tan singular? ¿Qué piensan los que ven al fotógrafo con su objetivo dirigido hacia nunca se sabe muy bien dónde? ¿Qué pensamos al ver el resultado de la toma? ¿Sería posible que la conjunción de todas esas preguntas derivara en la nada más absoluta?
¿Por qué no?
El niño no tenía que pensar en nada; puede ser un gesto entre tantos.
El fotógrafo hace muchas fotos; ésa es una de tantas; ha habido suerte.
La acompañante no pensará nada; ya se conoce el paño, y deleita su vista con otros temas o personas más sugerentes.
Los transeúntes van a sus cosas y no se fijan en algo tan trivial como esa escena, que además está bastante oculta, si uno mira bien.
Los que sorprenden al fotógrafo apuntando hacia varios lados, no le prestan atención más que puntualmente: hay más cosas en que pensar o personas que atender.
Y viendo la fotografía, tal vez nos quedemos en blanco... y negro.

lunes, 12 de mayo de 2008

Pero usted ¿qué se ha creído?


Noté llegar al grupo por sus gritos, por la juerga asociada a su diversión, que incluía cánticos, golpes en el suelo aplicados con sus bastones, y hasta zapateados de ritmos imposibles. Al llegar a la plaza, se quedaron asombrados de su amplitud, pero en vez de paladear con detenimiento las joyas que mostraban sus fachadas al espacio abierto, lo que hicieron fue hacer corro al lado de la escultura que tenían más a mano, y empezar a dispararse fotos sin tasa ni tino. De ese modo, uno a uno fueron posando, individual o grupalmente, al lado de la representación en bronce de Ana Ozores, abarcando unos su cuerpo con los brazos, otros poniéndose delante tapando su presencia, alguno palpando con impudicia las broncíneas formas, otros sacando manos de donde no era posible, desvirtuando sus volúmenes. Aquello, visto de lejos, era un espectáculo de caspa horrorosa y con pedigrí, que producía gran vergüenza ajena. Ya habían ido pasando todos para su instantánea churrera, cuando el que lideraba el rebaño, quiso hacer una última gracia. Acercó su bien ponderado cuerpo, su estilo glamuroso en el vestir, se apoyó en su lujoso bordón y soltó: "mirad, y ahora, a ritmo de la Macarena". Acto seguido, farfulló algunas estrofas de dicha obra maestra, para regocijo de sus compañeros de escapada, y fue entonces que lo vi. Juro que lo vi. La escultura de la Regenta se volvió hacia él y con la mayor de las elegancias, pero el más contundente de los desprecios, replicó: "Pero usted ¿qué se ha creído? Jamás tuve trato alguno con aparceros ni rabadanes tan apestosos. Haga el favor de apartarse de mí". Lo sorprendente es que a continuación todos aquellos sujetos huyeron despavoridos.

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