Mi hermano no reportó un incordio para mí en ningún momento. Hasta años después, cuando creciera y desarrollara su muy bien diseñada oposición a todo cuanto yo representara. Pero en mi primera infancia, mi hermano no era más que mi hermano. Ni frío, ni calor. No me molestaba especialmente. No lo quería especialmente. Imagino que sí, porque en las fotos se me nota cercano y cariñoso, pero no me recuerdo tierno o entregado. Mis problemas e intereses eran otros. (Pero esta serie no son mis memorias. Son los momentos especiales: los hitos de mi escalera. Vayamos, pues, a por el que viene a continuación).
El siguiente tuvo lugar fuera de Asturias, de donde nos habíamos trasladado porque los pulmones de mi padre requerían un clima seco; porque si no, le dijeron, se moriría en cosa de meses. Así que -obligado te veas- nos fuimos para su tierra leonesa. Primer paso, La Bañeza, donde tendría lugar no un hito, sino uno de los hechos que marcaron de forma indeleble mi existencia. Y se desarrolló en mi escuela. Al poco de llegar.
Yo tenía 6 años recién cumplidos, por tanto tocaba comenzar mi andadura escolar en la EGB, de reciente implantación. Y, sí, comencé el curso en las aulas de 1º, al cargo de un profesor que se llamaba Luis Baraja, calvo, bajito y barrigón, con el habla muy rápida y nerviosa. No recuerdo más de su persona. Ni si era bueno, ni si era malo. Pero una de sus decisiones resultó capital para mi evolución.
Este señor notó enseguida que yo me aburría en clase. Pero no porque no quisiera atender, sino porque todo lo que estaba explicando yo ya me lo sabía. Y si no todo, casi. Así, un mes y medio. Y este señor, con una percepción muy curiosa, determinó que yo estaba perdiendo el tiempo en 1º, y que si superaba una prueba de curso completo, podría pasar a 2º, donde encajaría mejor para mis aptitudes y necesidades. Ni corto ni perezoso, el profesor planteó la prueba -imagino que con la anuencia de sus superiores, pero desconozco la mecánica de cómo se tramitó todo-. Tuvo lugar un sábado, con pocas horas lectivas, que a mí me cambiaron para que realizara la larga prueba. Del examen, que incluía lo más importante de 1º, yo obtuve un 7'8. Sin más trámite, se me incorporó antes de acabar octubre a la clase de 2º, tutorada por un profesor alto y con cara rectangular como la del monstruo de Frankenstein, llamado Matías Alonso Ares. En aquella, se podían hacer esas cosas. No consta oposición alguna de mis padres. De esa manera, un niño de 6 años comenzaba su recorrido académico “saltándose” un curso, y yendo a ser por los años venideros el pequeño de la clase, el alumno que tenía “un curso adelantado”, el empollón, más adelante el “gafotas”. Todo ello me marcaría para siempre. Para bien. Para mal. Y viceversa.
¿Cómo se había operado dicho milagro o dicha desgracia? Bueno, ya anticipé que tuve algo de niño precoz, aunque nunca nada de genio. Sólo que era espabiladillo, y bien estimulado por mi abuelo, tenía una curiosidad infinita que me hacía estar atento siempre y aprender mucho, a poco que se diera la oportunidad. A ello se sumó, una vez muerto mi mentor, el hecho de que mi madre tuviera mucho trabajo con mi hermano (todavía en Oviedo), por lo que mi madre me matriculó unas horas por las mañanas con una profesora particular en Los Pilares, muy cerca de donde vivíamos. Con aquella profesora cuyo nombre lamentablemente no conservo, profundicé en lo que mi abuelo me había enseñado, seguí leyendo mucho, insistí en las cuentas aritméticas esenciales y, sobre todo, como era una habitación donde había varios niveles diferentes, con niños mayores que yo, captaba todo cuanto se decía y me empapaba de todo lo que se comentaba, lo que luego iba pregonando en casa, para desesperación de mis progenitores, algo hartos a veces de tanto sermón. De ese modo, yo, antes de iniciar la primaria, ya iba adelantado en conocimientos con respecto a muchos de mis condiscípulos. De ahí que cuando llegara a 1º, alguien detectara que todo aquello me venía pequeño. Así fue, como demostró la nota obtenida en aquel examen.
El niño que comenzaba a ir a clase de forma regular principiaba su andadura de un modo anormal y atípico. Dicha anormalidad me vendría muy bien para ciertas cosas, y muy mal para otras. No juzgo a quienes tomaron aquella decisión. Seguro que obraron como mejor les dictaron sus conciencias respectivas. Lo que sí puedo decir es que, si me preguntan, volvería a pasar esa infancia y adolescencia atípicas, no excesivamente felices, a cambio de lo que obtuve, incluido un año de adelanto, que añadido a que me libré de la mili, son dos años de vida que, a la postre me vendrían maravillosamente bien.