lunes, 13 de junio de 2016

LA INUTILIDAD DEL DEBATE ELECTORAL

Nuestros políticos son un fiel reflejo de lo que somos. De ahí que se les vote. Si no, nadie pondría en ninguna urna un papel que llevara sus nombres. Son lo que somos, pero traducido a personaje público, famoso, mediático. De ese modo, son corruptos porque nosotros lo somos (sí, en menor escala, pero porque no podemos); también son despreciativos con el adversario, porque nosotros hacemos lo mismo en el campo, en la cancha, frente al televisor; de igual modo, son lenguaraces y tendentes a la descalificación fácil, porque nosotros pontificamos sobre todo y quien no esté de acuerdo no es nuestro amigo, y no podemos incluirle en nuestro club, y mucho menos darle agua, caso de que tuviera sed: se está con nosotros o contra nosotros, y se le echa de nuestro lado. Con uno o varios insultos lanzados a la línea de flotación, y descarga lenta, para que sangre bien al asimilarse. Son... eso mismo: nosotros. Ellos son nosotros. Y ese nosotros me causa pena, una pena muy grande. Justo antes de sobrevenirme, eso sí, una ira gigantesca que no puede canalizarse de forma adecuada porque mi superego no me lo permite.

Esta noche debaten nuestros próceres. Y yo no voy a ver dicho debate, porque ya sé lo que va a suceder. En un resumen rápido, no nos informarán de nada, pero se lo insultarán todo, a veces de a dos o tres contra el mismo; aunque de forma alternativa y/o rotatoria, para que cada cual tenga su ración. Lo criticarán todo de los contrarios (que son todos los que no sean de su partido). Ensalzarán todo de su agrupación, pues es la única que lo hace todo bien y que no precisa ninguna autocrítica. Por ende, se colige que cada uno encabeza un proyecto que es el único que nos puede sacar de la debacle a que nos conduciría una victoria de cualquiera de los otros. Y todo ello, aderezado con frases atropelladas, insultos de erupción instantánea o producto de laboratorio, y con dialécticas que abochornarían -salvo alguna excepción- a cualquier alumno de retórica de aquellos sofistas a quienes Sócrates señalara con el dedo de la impostura. Y todo el espectáculo, alimentado desde fuera con las ganas de ver morder el polvo al enemigo, ya no adversario o rival. Porque luego, instantes después de que estos salvapatrias hagan sus ruidosas e irrespetuosas señales de humo, vendrá la hora del análisis para determinar “quién fue el vencedor”, pues al modo de justas medievales se han diseñado estos modernos torneos cargados de testosterona, prepotencia y competitividad. No servirá para nada que no sea consumir unos minutos de audiencia, que en algunos casos logrará cifras millonarias, que se computarán y servirán para ajustar los cachés de los segundos publicitarios previos y posteriores. No servirá para nada. Pero se va a desarrollar igual. Porque la democracia bien lo merece. Porque los medios de comunicación lo demandan con exigencia. Porque la gente quiere “ver debatir”. Porque algunos quieren aclarar quién será su elegido, aunque sea por una palabra, una corbata o una sonrisa. También, porque cada régimen político tiene sus propias reglas. Pero yo no lo voy a ver porque no me da la gana, que, como razón -no se me negará- es bien poderosa. Sobre todo, para mí.

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