La tercera de las situaciones que pudieron abocarme a la muerte fue muy sencilla, muy rápida, muy común. Casi no admite relato previo. Es como un instante, un fogonazo, una cadena de movimientos bruscos que acaban de sopetón y que, milagrosamente, no tienen consecuencias porque la fortuna no hizo coincidir más testigos a dicho momento. Fue, gracias al azar, un momento solitario.
Regresaba de un placentero fin de semana y acababa de pagar el peaje de la autopista correspondiente. Un poco antes, había empezado a lloviznar. Nada que fuera preocupante, porque caía suave, de forma intermitente. La calzada estaba en buen estado, aunque empezaba a mojarse. Me desplazaba, pues, por el carril de incorporación a la nueva autopista. La velocidad era la justa, la inclinación ascendente de dicho carril no era para hacer saltar alarma alguna, la curva que trazaba la ruta era de lo más suave. Y, de repente, las ruedas de atrás patinaron con quién sabe qué sustancia, y el coche pegó un brinco longitudinal que hizo que la parte trasera cobrara un protagonismo no deseado. Volantazo y contravolantazo no lograron impedir que perdiera el control del vehículo, que empezó a rotar sobre su eje, mientras seguía la senda que lo encaminaba a la autopista entrante.
Girar sobre uno mismo puede suscitar mareo, pero en ese momento, uno no se marea: piensa que se va a matar, y que allí acaba todo. Pero sucedió todo rapidísimamente. De súbito, un tremendo golpe en la parte baja sacudió toda la estructura; acababa de impactar contra la isleta en talud del ángulo que forma el carril de incorporación con la autopista. Saltaron los airbags, que suenan como un estampido de escopeta. Con la cara contra la bolsa blanca, ya no vi nada, pero sentí que seguía dando vueltas sobre mí mismo, hasta que por fin, tuvo lugar el impacto final contra las vallas de la mediana de la autopista, deteniéndome allí por completo.
Hasta ese momento, uno está relativamente tranquilo porque sabe que va a morir, pero sabe que será rápido y que no va a ser doloroso. Pero cuando terminaron las vueltas y fui consciente de que no sólo no me había matado, sino que estaba vivo, dos situaciones me aterrorizaron. La primera, un cláxon continuado de un vehículo que pasaba a mi lado, que me heló la sangre, y me devolvió a la realidad: me encontraba en el carril izquierdo de una autopista, empotrado contra el quitamiedos de la mediana, y había coches y camiones que seguían pasando. Instintivamente, me dije que había que salir de allí como fuera. Pero lo que aceleró la necesidad de hacerlo fue el olor a quemado que sentí. No vi fuego, pero lo imaginé con todo lujo de detalles. Quise salir, pero la puerta de mi asiento estaba doblada y no respondía, la otra, la del copiloto sí, pero hube de desplazarme y darle dos patadas para que se abriera, después de lo cual salí a la calzada. He de admitir que cuando me puse en pie fue cuando me percaté de que no había mirado si venían coches que pudieran llevarme por delante. Mi prisa y mi terror me condujeron fuera con la mayor rapidez posible. Pero mi suerte fue que no, no vino ninguno en ese intante. Luego comprobé con alivio que el olor a quemado no provenía de fuego alguno, sino de la pirotecnia que arma los airbags, que incluye pólvora, cuyo fogonazo deja igual rastro que si se hubiera quemado algún tejido.
Cuando fui consciente de la situación del coche, de dónde me encontraba, de que en el intervalo entre el impacto y mi conciencia de la realidad habían seguido pasando vehículos ligeros y pesados, me entró una zozobra que me hizo temblar las piernas. Sólo por un azar sorprendente, mientras yo atravesaba los dos carriles por la calzada de la nueva autopista, no pasó un autobús o un trailer que me llevara por delante, ante cuya embestida sorpresa no habría sobrevivido con seguridad. A ese azar, por tercera vez, debo los últimos 11 años de mi existencia.
Estoy seguro, por último, de que sin haber sido consciente de ello, habré estado en peligro más veces, pero al no conocer tales circunstancias, no cabría incluirlas en esta mini-serie que por realismo extremo concluye necesariamente aquí. Por el momento.