viernes, 13 de junio de 2014

LAS VECES QUE NO LLEGUÉ A MORIR -y III-

La tercera de las situaciones que pudieron abocarme a la muerte fue muy sencilla, muy rápida, muy común. Casi no admite relato previo. Es como un instante, un fogonazo, una cadena de movimientos bruscos que acaban de sopetón y que, milagrosamente, no tienen consecuencias porque la fortuna no hizo coincidir más testigos a dicho momento. Fue, gracias al azar, un momento solitario.

Regresaba de un placentero fin de semana y acababa de pagar el peaje de la autopista correspondiente. Un poco antes, había empezado a lloviznar. Nada que fuera preocupante, porque caía suave, de forma intermitente. La calzada estaba en buen estado, aunque empezaba a mojarse. Me desplazaba, pues, por el carril de incorporación a la nueva autopista. La velocidad era la justa, la inclinación ascendente de dicho carril no era para hacer saltar alarma alguna, la curva que trazaba la ruta era de lo más suave. Y, de repente, las ruedas de atrás patinaron con quién sabe qué sustancia, y el coche pegó un brinco longitudinal que hizo que la parte trasera cobrara un protagonismo no deseado. Volantazo y contravolantazo no lograron impedir que perdiera el control del vehículo, que empezó a rotar sobre su eje, mientras seguía la senda que lo encaminaba a la autopista entrante.

Girar sobre uno mismo puede suscitar mareo, pero en ese momento, uno no se marea: piensa que se va a matar, y que allí acaba todo. Pero sucedió todo rapidísimamente. De súbito, un tremendo golpe en la parte baja sacudió toda la estructura; acababa de impactar contra la isleta en talud del ángulo que forma el carril de incorporación con la autopista. Saltaron los airbags, que suenan como un estampido de escopeta. Con la cara contra la bolsa blanca, ya no vi nada, pero sentí que seguía dando vueltas sobre mí mismo, hasta que por fin, tuvo lugar el impacto final contra las vallas de la mediana de la autopista, deteniéndome allí por completo.

Hasta ese momento, uno está relativamente tranquilo porque sabe que va a morir, pero sabe que será rápido y que no va a ser doloroso. Pero cuando terminaron las vueltas y fui consciente de que no sólo no me había matado, sino que estaba vivo, dos situaciones me aterrorizaron. La primera, un cláxon continuado de un vehículo que pasaba a mi lado, que me heló la sangre, y me devolvió a la realidad: me encontraba en el carril izquierdo de una autopista, empotrado contra el quitamiedos de la mediana, y había coches y camiones que seguían pasando. Instintivamente, me dije que había que salir de allí como fuera. Pero lo que aceleró la necesidad de hacerlo fue el olor a quemado que sentí. No vi fuego, pero lo imaginé con todo lujo de detalles. Quise salir, pero la puerta de mi asiento estaba doblada y no respondía, la otra, la del copiloto sí, pero hube de desplazarme y darle dos patadas para que se abriera, después de lo cual salí a la calzada. He de admitir que cuando me puse en pie fue cuando me percaté de que no había mirado si venían coches que pudieran llevarme por delante. Mi prisa y mi terror me condujeron fuera con la mayor rapidez posible. Pero mi suerte fue que no, no vino ninguno en ese intante. Luego comprobé con alivio que el olor a quemado no provenía de fuego alguno, sino de la pirotecnia que arma los airbags, que incluye pólvora, cuyo fogonazo deja igual rastro que si se hubiera quemado algún tejido.

Cuando fui consciente de la situación del coche, de dónde me encontraba, de que en el intervalo entre el impacto y mi conciencia de la realidad habían seguido pasando vehículos ligeros y pesados, me entró una zozobra que me hizo temblar las piernas. Sólo por un azar sorprendente, mientras yo atravesaba los dos carriles por la calzada de la nueva autopista, no pasó un autobús o un trailer que me llevara por delante, ante cuya embestida sorpresa no habría sobrevivido con seguridad. A ese azar, por tercera vez, debo los últimos 11 años de mi existencia.

Estoy seguro, por último, de que sin haber sido consciente de ello, habré estado en peligro más veces, pero al no conocer tales circunstancias, no cabría incluirlas en esta mini-serie que por realismo extremo concluye necesariamente aquí. Por el momento.

miércoles, 11 de junio de 2014

EL MENSAJE DE LOS PETROGLIFOS


El granito gallego no es fácil de tallar, por dureza, y por su naturaleza compuesta de tres minerales diferentes. Jamás se podrá realizar en su superficie una labor de talla fina, cuyos detalles admiren a quien contemple. En cambio, sí podrá hacer profecías sobre su durabilidad y resistencia, así que pasen los tiempos y las lluvias, abundosas por esos pagos.

Con todo, algunos humanos que poblaron esas tierras antes de que tuvieran los nombres actuales, dieron en labrar sobre dicha dureza unos signos rítmicos, circulares, laberínticos, de ordenación aparentemente caótica y significado más misterioso aún. Se les ha llamado petroglifos, a falta de mejor claridad y conocimiento. Parece que han sido tallados en tiempos posteriores a la etapa neolítica, en épocas ya metalistas, por percusión, con primitivos mazos que probablemente serían también de la misma piedra con la que deberían chocar y humanizar, desproveyéndola de su lisura y rugosidad naturales, para atribuirle desde aquel preciso instante un significado simbólico, que es algo exclusivo de nuestra especie.

Todo son especulaciones sobre la utilidad de tales dibujos pétreos. Las hipótesis son a veces muy imaginativas. Pero si algún día se llegase al esclarecimiento de los enigmas que esos laberintos circulares nos lanzan, seguro que no nos sorprende el resultado de dichas investigaciones. Porque con sólo imaginar lo que los movió a llevar a cabo tales ímprobas tareas, seguro que acabamos relacionándolo con algo que tenga que ver con el miedo, pues no otro es el sentimiento de quienes han creado algo a lo largo de sus vidas. Miedo a no ser, a morir, al dolor, al sinsentido de la existencia, al castigo por el mal realizado, a la cólera de los espíritus, al azar, a que los astros caigan sobre nosotros, al destino, a lo desconocido; miedo, en definitiva, a que la frágil memoria nos olvide para siempre. Y si, por una sorprendente casualidad, fueran signos de un primitivo idioma, seguro que si los juntásemos, cada frase diría algo parecido a: “Tenemos miedo; sabemos que vamos a morir. Recordadnos”.

Petroglifos de Mogor (Marín, Pontevedra, Galicia, España)
Agosto, 2004 ----- Minolta DiMAGE Z1

lunes, 9 de junio de 2014

INICIOS POCO LITERARIOS

Recuerdo que no tuve unos comienzos memorables. En lo de las lecturas, digo. Porque yo, antes que leer libros, que en mi casa no había, fui un voraz depredador de todo cómic que cayera en mis manos. No me hice lector, como en sus reportajes apuntan muchos escritores con alguna obra maestra de la literatura infantil o juvenil, tipo Robinson Crusoe o La isla del tesoro, o los falsamente infantiles Viajes de Gulliver. No. Mortadelo, Filemón y la Familia Ulises, o el doctor Franz de Copenhague, Pepe Gotera y Otilio, Carpanta, el profesor Tragacanto, Zipi y Zape fueron mis primeros compañeros de suelo, de silla, de sofá, también de cama.

Recuerdo que, entre medias, aparece el libro cuya memoria aparece en mí en los estratos más profundos: La isla misteriosa, en aquella edición de Bruguera Club, donde el texto se acompañaba cada dos o cuatro páginas de un conveniente resumen en forma de historieta. El primer autor sí es un clásico juvenil. Julio Verne. Pero no tengo esa obra como el inicio de nada. Es sólo el libro más antiguo de mi biblioteca personal. Si le preguntaran al adolescente que alguna vez debí ser sobre los gustos del momento, por lo que yo en realidad moría o mataba era por las aventuras completas de El Capitán Trueno, y El Jabato. Sus andanzas para mí eran lo más absorbente que se podía haber creado. Yo no tenía ni idea de literatura por aquel entonces, pero esas narraciones me robaban el pulso, me atraían hasta el punto de quitarme mucho tiempo de otras actividades que mi madre consideraba más edificantes.

Recuerdo que el vicio subyacente al que me arrojé sin mesura, el poso del que luego fui bebiendo, no lo produjo un maestro asombrado por mi precocidad o un familiar que ejerciera de mentor con el niño a quien señalar el camino. La persona que más contribuyó a instilarme ese veneno lector de historietas fue una vecina generosa de carnes, profundamente iletrada, experta en la pesca de la trucha y consentidora con un hijo único que, al contrario que yo, disponía muchas cosas y desaprovechaba la mayoría. Esta vecina, la “señora Pepa”, me fue dejando, uno a uno y con ciertas condiciones ansiógenas, cada uno de los más de veinte volúmenes encuadernados con la colección completa de ambos héroes que le había regalado, con escaso éxito, a su mimado niño.

Recuerdo que cuando terminaba cada volumen y picaba a su puerta para devolvérselo, temblaba de la emoción, imaginando cómo sería el siguiente, si sería más grueso, si continuaría lo comenzado en el anterior, quiénes serían los oponentes de las nuevas hazañas. O si, como alguna vez ocurrió, me puso alguna excusa y hube de volver a los pocos días a implorar de nuevo. Así, desde mi escasa estatura, miraba a aquella imponente mujer, rogándole que no me hiciera esperar mucho más, y que me dejara otra tabla de salvación donde disolverme unas cuantas horas más. De ese modo tan prosaico fui contrayendo la enfermedad que sin remedio sigo padeciendo hoy día.

Recuerdo que mis inicios lectores no fueron literarios, sino únicamente narrativos, estrictamente narrativos, magistralmente narrativos. Y no fueron obligatorios, sino compulsiva y obscenamente libres.

miércoles, 4 de junio de 2014

ABSTRACCIÓN DESDE LO ALTO


Son sólo líneas onduladas, puntos de colores fríos y el verde que lo inunda todo. Pero para verlo así, ha sido preciso subir muchos metros y poder contemplar una nueva perspectiva. A veces, para ver bien, hay que subir alto, para apreciar todo con un enfoque diferente. A diario, nuestra cotidianidad no nos permite dicha visión. Por eso, de cuando en vez, es preciso trepar a lo alto, para verlo todo distinto, más pequeño, más sencillo,  más asimilable. En ocasiones, hasta se logra que la belleza se cuele entre los ojos.

A primera vista, es sólo una carretera de montaña. Sus curvas se adaptan a la dificultad del terreno, mientras la senda va abriendo el camino sobre la mole montañosa que  opone resistencia. Pero si uno se fija en los detalles, comienza a distinguir otros elementos: animales, coches, autocaravanas, un cercado, algún ciclista, algún caminante. Son habituales en el lugar donde se hallan. Lo que puede llamar la atención es el modo en que las líneas separan, unen, relacionan, distribuyen. Se podría haber tomado la fotografía desde otro ángulo, pero unos pasos más atrás, y las líneas ya no convergen, se desparraman, forman otras divisorias; dos pasos al otro lado, y el color se torna más oscuro en su predominancia. El verde podría haber sido el mismo, pero la amalgama de hierba y roca habría variado su composición, y el efecto visual variaría en lo esencial.

Cuando uno sube muy arriba, lo que contempla hacia abajo cobra otro significado, que muchas veces sólo tiene validez para quien lo está mirando en ese instante. Pero si además hace una foto, el paisaje se recorta en un encuadre rectangular que ya supone unos límites que el fotógrafo debe asumir. Lo que incluya entre esos cuatro lados debe ser sopesado, calculado y equilibrado para que la imagen resultante sea un compendio de lo que se ve o de lo que se quiere expresar. Y ya no vale un significado propio o personal, sino que habrá de resultar inteligible o sensible para quien pueda ver luego dicha fotografía.

El mítico e inacabable puerto pirenaico del Tourmalet se resume en unas líneas abstractas, unos colores habituales, un tipo especial de espera, una forma heroica de emulación de lo que sólo dos días después sucedería de nuevo, como tantos años antes, en otra etapa mítica del Tour de Francia.

jueves, 29 de mayo de 2014

SUBLIMACIONES CON EL TIEMPO

No estamos hechos de sueños, sino de tiempo. Es el componente básico de nuestras células, de nuestro camino, de nuestros sentimientos. El tiempo es lo único tangible que tenemos, lo único en lo que creemos con fe religiosa. O eso pensamos. También es precisamente lo único que no podemos poseer, porque es él quien nos posee a nosotros. O eso piensa.

Por lo general, nos encanta jugar con las posibilidades a tiempo pasado o a tiempo por venir. Es un juego inocente, y cualquier persona sabe cuál le gusta más, porque lo ha practicado infinidad de ocasiones. ¿Qué habría pasado en mi juventud, si en vez de... hubiera...? O, del mismo modo: ¿Qué sucederá dentro de 15 años, o tan sólo mañana mismo? Anticipar el futuro es pasión de cualquier ser humano, por la que muchos matarían, pagarían sumas fabulosas o incluso venderían su ambiciosa alma al demonio correspondiente a su credo. Modificar el pasado, y comprobar el efecto que la traslación de una pequeña pieza hubiera podido producir, es una droga a la que pocos pueden sustraerse, una vez probada. Pero no son más que trampas de tiempo con que sublimar nuestros verdaderos problemas con el propio tiempo, esa sustancia que creemos poseer, que pensamos que configura la senda por donde discurrimos, sin darnos cuenta de que es él el único que existe, alimentado por todos nosotros, con quienes crea su gigantesco y mudable cuerpo. Las dos modalidades nos fascinan, aunque ambas no sean más que dislates. Comprensibles dislates. Humanos dislates. 

Del otro lado, y de igual forma que a nosotros, al tiempo le molesta no tener un momento de respiro, pues su esencia es el movimiento perpetuo, el transcurso; tampoco le gusta la linealidad de su camino, la imposibilidad de bifurcación de su existencia, la obligatoriedad de su destino. Como a nosotros mismos, no le gusta sentir que no le gusta. Por eso nos sueña, nos inventa, nos recrea, y cuando eso ocurre, tenemos la impresión de que tenemos una idea, la de otra ucronía, la de otro futurible. El tiempo suspira, resignado. Nosotros no nos resignamos, seguimos creyendo que controlamos al tiempo. El tiempo exhibe una mueca ambigua, y sin poder volver la vista atrás continúa su camino serio, uniforme, imperturbable.

miércoles, 28 de mayo de 2014

SÍRVASE USTED MISMO


Un día sin libros no puede ser completo. Yo, al menos, no lo concibo. Cuando por determinadas circunstancias no puedo leer nada que no sea la gallofa habitual de la prensa, la publicidad o los suplementos, hay alguna proteína interna que se queda a medias y cumple mal su función, contagiando a otras por contacto, e impidiendo que los goces, si los hay, no sean del todo plenos. Lo que me proporciona la inmersión en la lectura de un libro -sea del tipo que sea, pero de mi gusto- no me lo proporciona nada en este mundo. Ni quienes más me quieren, ni otras aficiones por las que también puedo llegar a matar o a asfixiarme.

Por eso, cuando uno está en una plaza espaciosa, sabiendo que es el centro neurálgico de la localidad, donde el día anterior había una marabunta de lugareños, campesinos, turistas, curiosos y gente de toda laya, asistiendo al famoso y colorista mercado que allí se celebra los jueves, lo que le apetece, ante el sosiego que sucede al bullicio, es un buen libro. Si, además, el ayuntamiento del lugar ha tenido la idea (sencilla, barata, estimulante) de colocar una pequeña pero variada biblioteca callejera donde poder tomar algún libro con que solazarse, lo más lógico es tener ganas de leer un ratito. Si además, no hace ni frío ni calor, la mañana se presenta ligera de obligaciones, los niños están con los abuelos, y la digestión del desayuno templa los recuerdos, el deseo de hacerlo cómodamente aumenta por momentos. Y si, por último, los asientos con que se ha redondeado la idea (original, generatriz, maravillosa) tienen una inclinación con la que la lectura puede paladearse del mejor modo imaginable, entonces, sólo entonces, no queda otro remedio que acercarse con pausa, elegir bien entre lo poco pero bueno que haya, arrellanarse mientras se esboza una sutil sonrisa, y de seguido abrir el libro, sumergirse bien entre las palabras, disolver los restos de incredulidad y, por último, disfrutar de la plenitud de unos instantes efímeros que podrán durar una eternidad.

Robado en Villefranche-de-Rouergue (Aveyron, Midi-Pyrénées, Francia)
Julio, 2011 ----- Nikon D90

martes, 27 de mayo de 2014

LAS VECES QUE NO LLEGUÉ A MORIR -II-

No elegimos cuándo nacemos, y la mayoría de las veces tampoco elegimos el momento final. Aunque nos hallemos ya en la etapa postrera, la muerte nos pilla casi siempre de improviso. En una entrega anterior, ya relaté que estuvo a punto de alcanzarme muy antes de tiempo. Hubo dos veces más. Ésta que aquí recupero es la segunda.

En la etapa universitaria, yo simultaneaba gente de dos pandillas. En una de ellas, estaban amigos, sólo masculinos, procedentes de la etapa del instituto, con quienes practicaba deportes de cancha y de sala de juegos. Sin embargo, la intensidad era mayor con otro grupo, este mixto ya, donde se daban los clásicos tonteos, los típicos cruces, las mismas expectativas frustradas que en tantas pandillas. Solíamos hacer muchas excursiones y, como en toda colectivo, siempre hay quien lleva más terreno recorrido, y quienes vamos por detrás, aprendiendo de los avezados.

Un domingo de verano, se planteó hacer algo diferente. Uno de los líderes naturales de ese grupo planteó hacer algo de “espeleo”. Ante la pregunta de qué era la cosa, nos explicó que él había hecho algunos recorridos por el interior de algunas cuevas de las que tanto abundan en la montaña leonesa. Nos puso los dientes bien largos, detallándonos sus andanzas con un grupo de montaña que poseía todo el equipo necesario para esas incursiones. Tras su relato, decidimos que “haríamos una cueva”; sencilla, eso sí, para empezar, para que “hasta las chicas” pudieran recorrerla. El líder eligió la que nos convenía e impartió instrucciones sobre el equipo que debíamos. Todos quedamos en llevarlo cumplidamente.

El día de autos nos juntamos siete, y de los siete, sólo llevaban calzado adecuado tres; y aun así no eran botas de montaña. Yo no me encontraba entre ellos. En aquella época no sobraba el dinero en casa, y yo no había ido de monte en serio en mi vida. Todo lo más, caminatas cerca de los ríos, para lo que era suficiente unas playeras o unas zapatillas deportivas. Eso sí, linternas llevamos todos. Pero aquella colección era digna de verse. Cuatro de petaca y dos cilíndricas poco más anchas que un rotulador. El líder no llevaba. La tenía incorporada en el casco. Era un casco con “carburero”, como los mineros, nos apuntó. Por supuesto, sólo dos llevaban algo de abrigo. Era un día de verano con mucho calor fuera. De modo que cuando llegamos a la cueva, seis descerebrados y alguien con cierta idea nos disponíamos a romper las marcas de la temeridad en la historia de la espeleología local.

Nada más que recorrimos unos metros, nos dimos cuenta de que, ver, veíamos lo suficiente, pero había más humedad de la prevista, el suelo estaba muy resbaladizo, había algunas zonas encharcadas  y poco a poco iba haciendo más frío, con lo que nuestras camisetas de manga corta no ayudaban mucho al bienestar propio de actividad tan esforzada. A mayores, dos de las chicas que integraban el grupo, lucían camisetas de tirantes y unos pantaloncitos ajustados recién adquiridos que no abrigaban nada, pero que podían hacer subir la temperatura, llegado el caso,a quienes las siguieran por el estrecho camino. Yo en ningún momento sentí frío alguno.

Circulamos despacio, e internamente notábamos que el miedo nos invadía más y más, pero verbalmente nadie decía nada. Todo era pose. Nadie quería quedar como un cobarde, poco preparado para tales hazañas. En un momento determinado, el sendero se estrechaba, y había que salvar un escalón de apenas un metro hacia arriba, lo que comportaba colaboración entre nosotros y cierto esfuerzo físico. El líder pasó el primero e hizo las indicaciones oportunas sobre cómo, cuándo y con las ayudas de quién y por dónde. Yo no iba el último, pero la parte trasera de una de mis amigas me pareció suficiente tentación como para ejercer de caballero galante y ayudarla desde atrás, mientras los otros ayudaban por delante. El espectáculo merecía la pena, con las luces yendo y viniendo, ampliando o adelgazando, ocultando o transparentando los cuerpos. Y, sí, mereció la pena. Hasta que me tocó a mí. En otro gesto de estupidez hormonal muy propio de mi género, rechacé la ayuda desde arriba y tenté la suerte de subir el escalón apoyando los pies en los lugares ya previamente marcados. No sin esfuerzo, logré llegar arriba, pero al ir a incorporarme a la parte final, el pie izquierdo, calzado con unas deportivas de suelo desgastado (las buenas se reservaban para la ciudad), resbaló en el barro que cubría la roca, y me hizo perder el equilibro. La linterna, que llevaba en la boca, se me cayó. Y yo, en un instante sorprendentemente largo, porque me dio tiempo a pensar lo que iba a suceder, caí hacia atrás. En la caída, manoteé intentando agarrarme a algo. La mano izquierda encontró roca, pero resbaló de seguido. La izquierda no la encontró al principio, pero la halló al final. Ninguna de las dos me ofreció el ansiado agarre. A cambio ambas aristas me produjeron sendos cortes en las muñecas, cuya profundidad llegó hasta el hueso. Seguí cayendo hacia atrás de espaldas. Por fortuna, la altura no era grande, de modo que sólo quedé magullado en el suelo, mientras los demás miraban consternados desde arriba lo que acababa de suceder.

Cuando recobré el sentido de la realidad, y vi los ángulos filosos de las rocas que me escoltaron en mi caída, fue el momento en que caí en lo que pudo haber ocurrido y por fortuna no sucedió. Lo sorprendente, no fue que aquel incidente acabara con unas heridas, unos hematomas y un susto memorable. Lo que aún hoy me sorprende al recuperar la memoria, es que mi cabeza no impactara con nada, porque de haberlo hecho, el más mínimo contacto, habría producido un daño terrible, probablemente irreparable. Así, sólo la sangre restañada, los cardenales que tuve en mi espalda y una pierna durante varios días, las chanzas recurrentes de mis compañeros y tres cicatrices bien visibles aún hoy en mis muñecas, fue todo el balance del incidente. No tardé muchas horas en llegar a la conclusión de que la vida me había ofrecido otra oportunidad, para meditar sobre lo sucedido y aprender otra valiosa lección. Aún habría tiempo para otra más.

viernes, 23 de mayo de 2014

ESPONTÁNEO GUITARRISTA


El chico llegó desde atrás con la funda negra sobre su espalda. Lo hizo con cautela, porque un grupo de jazz estaba tocando en el mirador, y mientras éste atacaba la pieza en sus compases finales, él sacó su guitarra, la afinó muy bajito, sin apenas ruido, y se sentó en el pretil sobre el Tajo. Cuando el grupo terminó su canción, los que allí nos encontrábamos prorrumpimos en un aplauso casi unánime, porque eran buenos músicos, y su ejecución había sido muy lucida. Una riada de monedas fueron a parar a los sombreros que había al frente del improvisado escenario.

Casi de inmediato, el rasgueo violento de una guitarra española nos sacó a todos del momento de emoción que habíamos vivido con los instrumentistas de jazz. Era una forma de tocar casi desesperada, con mucho fraseo, muchos contrastes, mucha subida y bajada de la mano izquierda sorteando trastes a lo largo del mástil, que se movía a uno y otro lado, mientras la mano derecha alternaba toque con percusión en la madera de la propia guitarra. Era una canción que nadie reconocimos, pero que mezclaba ritmos latinos, flamencos y de fusión. Sonaba raro, pero sonaba bien. Y el tipo le ponía tal pasión a su modo de tocar, que inevitablemente todos acabamos mirándole y desviando la atención del grupo de jazz a su persona. Aunque no sólo era pasión, que eso siempre se da mucho en los músicos callejeros, sino que, además, se notaba que dominaba bien su instrumento. Su música nos acabó envolviendo a todos, y las pérgolas con mimosas que había encima hacían resonar sus acordes de manera muy convincente. 

Fueron unos minutos algo hipnóticos que no nos impidieron, sin embargo, pensar en la reacción que tendrían los músicos de jazz a quienes el espontáneo había interrumpido en su sesión. Al final, un último rasgueo, y un “olé” largo y franco, mostrando toda su blanquísima dentadura, dio por finalizada la exhibición. Nos quedamos algo alelados por el modo de concluir. Me pareció que todos pensábamos sobre lo que  iba a pasar a continuación. Nadie aplaudió. Nuestras cabezas iban de su figura recortada contra el cielo lisboeta a las de los del grupo de jazz. De repente, se soltó del pretil con un saltito hacia adelante y un “hale-hop”, mientras se inclinaba con cierta vehemencia saludando al respetable. El tipo exudaba energía, optimismo y una sonrisa tentadora. Nadie supo cómo reaccionar. Hasta que el saxofonista del grupo rompió el silencio del instante y la inmovilidad de toda la parroquia, cuando soltó: That’s really good, mate, great! Y tras agacharse para tomar unas monedas de su propio sombrero, se acercó al guitarrista, y metiéndoselas en el bolsillo de la chaqueta del chándal, le palmeó el hombro con fuerza, y luego inició una salva de aplausos que todos, absolutamente todos, liberamos sin excepción.

Robado en Lisboa (Portugal)
Abril, 2009 ----- Nikon D300

domingo, 18 de mayo de 2014

SHOCK POR JOSÉ MUJICA

Confieso que escribo esto desde un shock, aunque mi salud palpita estupendamente. Es un impacto emocional producido por escuchar a un viejo. Ese viejo también es una persona muy especial. Y da la casualidad de que, sorprendentemente, fue elegido presidente de un país, en este caso el Uruguay. Me encuentro en estado de shock, porque le he escuchado hablar a lo largo de una hora, cuando yo sólo quería ver cuándo empezaba la emisión para ponerla a grabar y verla otro día a mi conveniencia, pues había tareas pendientes que requerían mi atención. Pero fue empezar a hablar, y todo lo que había leído sobre él, que era bastante, se materializó de repente para comenzar una andadura de 60 mintutos en la que su palabra, sus gestos y sobre todo su mirada, me abdujeron, me pegaron al asiento, e hicieron inútil la grabación que había programado.

Lo de menos es lo que todo el mundo conoce de él. Que si vive en su chacrita, que tiene un móvil y un coche antediluvianos, que si cultiva sus propias cebollas y tomates, que si dona casi todo su sueldo, que si una de sus mejores compañeras es una perrita coja que vive con él, que si no tiene vehículo oficial y apenas equipo de seguridad. Incluso no es tan importante saber que este hombre fue un guerrillero tupamaro, que estuvo 13 años en la cárcel recibiendo torturas físicas y  psíquicas horribles. No es lo importante. Lo verdaderamente impactante de este personaje, José Mujica, es su palabra: es oírle hablar. Y si se le oye hablar, es muy difícil no escucharle.

Después de oírle, de escuchar sus razones, sus argumentos, la descripción de una realidad que no siempre puede domeñar; después de verle asumir sus fracasos y de hacer gala de un sentido común y de una humanidad absolutamente impensables ahora mismo en este continente nuestro, inmerso en otra engañifa electoral más; después de que esa mirada me convenciera al ciento por ciento de que todas las palabras que emitía poseían una coherencia absoluta, meditada, inusual en estos tiempos; comprobando que incluso una persona como él asume que la inmersión global en el sistema capitalista hace imposibles muchas reformas necesarias, y que el mercado es el gran dios que gobierna el mundo; tras ratificarme de nuevo que sin la ética presente ninguna actividad humana adquiere credibilidad (menos, si es política o pública); una vez que, a preguntas de un sagaz periodista, afirma algunos de sus logros políticos sin alardear ni sacar pecho, y relativizándolo todo en un contexto puramente cercano; después, digo, de haberle escuchado decir cuanto dijo, yo volví a pensar que en España y Europa no tenemos un político así, y volví a maldecir el momento político que vivimos y llegué a la conclusión de que si lo hubiera, es posible que me arrancara de mi decisión, cada vez más firme, de abstenerme de votar en esta pantomima que se nos plantea el próximo domingo.

Dije más arriba que verlo en directo me había arruinado la grabación. Pero, no. La grabación  va a permitir que lo vuelva a ver, y verificar que lo que hoy sentí al verlo no fue un espejismo, sino una realidad. Distinta realidad. Inusual. Esperanzadora, al cabo.

sábado, 10 de mayo de 2014

A HOMBROS DE MI PAPÁ


Pese a lo que diga mamá, yo sé que mi papá me quiere. Yo creo que me quiere mucho. Antes me regañaba alguna vez, pero ahora cuando salimos de fiesta es el mejor, y me compra lo que quiero. Sobre todo, cuando vamos al centro comercial, de tiendas. Si le digo que me monte en ese coche eléctrico que se alquila por horas, me lleva enseguida. Si luego me apetecen unas gominolas ácidas que acaban de salir, me pregunta qué son, se lo explico, y me compra unas cuantas. Es muy bueno. Era genial cuando estábamos los tres juntos. Pero entonces no me compraba tantas cosas, y estaba muchas veces triste, y discutía con mamá, y le gritaba, y ella también lo hacía, y lloraba; a veces también lloraba él. Ahora es mejor, ahora me quiere más. Pero sólo lo veo cada dos fines de semana. Él dice que los martes y jueves llama y pregunta por mí, pero mamá no me dice nada. Con ella es distinto. Está siempre seria y cuando vamos de compras, sólo vamos a comprar, no hay atracciones, ni chuches, ni nada. Volvemos a casa muy rápido, aunque haga sol. Y en casa cada tarea hay que hacerla a su hora, y en eso mamá no admite cambios. Pero mi papá está siempre alegre, y me pone sobre sus hombros, y me gusta rascarle el pelo, aunque ahora tiene menos y hay algunos blanquitos, y me cuenta chistes y me hace cosquillas y me dice cosas bonitas. Cuando nos despedimos, los dos quedamos algo serios y nos decimos adiós. Una vez hasta lloré, pero él me dijo que muy pronto volvería y fue verdad. Ahora sé que a las dos semanas mi papá vuelve siempre y podemos reír juntos y yo soy más alta cuando me sube sobre sus hombros y lo veo todo desde arriba y pienso, y a veces sueño.

jueves, 8 de mayo de 2014

¿CUMPLEAÑOS POR CUMPLIR AÑOS?


Cada vez que la Tierra da una vuelta alrededor del sol, coincidiendo con el mismo día que nacimos, celebramos el hecho con toda suerte de felicitaciones, parabienes, deseos de lo mejor, comilonas, regalos, agradecimientos, compras, etcétera. Excelente. Si todo eso nos produce placer, sea. Pero, en realidad, ¿por qué? ¿Porque se haya cumplido una circunvolución astral? ¿Porque hemos sobrevivido un año más en este valle de lágrimas? ¿Porque nos merecemos algún homenaje cada cierto tiempo que hemos establecido en un año? ¿Porque es conveniente renovar lazos con determinadas personas? ¿Porque nos agrada que quienes no se acuerdan nunca de nosotros lo hagan en ese día? ¿Porque lo hace todo el mundo, y no queremos parecer raros (o desagradecidos, que es peor)? ¿Porque cada cierto tiempo hay que renovar los proyectos y hacer balance, al modo en que se realiza en Nochevieja? No sabría responder con exactitud.


Pero este año he cumplido 51. La cifra no es baladí, pero tampoco tiene una estética que haga subir la bilirrubina. Cuando el año pasado cumplí 50, pensé que iba a tener una trascendencia. No sabía cuál. Sólo pensaba que tendría una; cualquiera. Incluso elaboré una lista de 50 tareas que llevar a cabo en los 50 (de la que sólo cumplí 16; ahí es nada). Esperaba una trascendencia, insisto, la que fuera. Sin embargo, no fue como esperaba. No llegó ninguna. Todo siguió igual, lo mismo que había sucedido cuando cumplí 30 y cuando hice lo propio con los 40. Porque en realidad, a mí cumplir años siempre me gustó o, en el peor de los casos, me dio igual hacerlo: seguía adelante, y no me detenía demasiado a mirar atrás; estaba muy ocupado haciendo algo como para detenerme a analizar mi edad o mi encaje en la misma. Curiosamente, al haber cumplido 51, este año me dio por pensar. Unas horas sólo, eso sí, porque aunque pensar me gusta, hacerlo sobre determinadas estupideces me parece poco práctico. Además, ha coincidido con la lectura -absolutamente azarosa, no programada- de un libro de Vicente Verdú, Señoras y señores. Impresiones desde los cincuenta, donde se trata de este tema en plan ensayístico profundo, pero ameno como en él es habitual; lo cual me ha quitado las ganas de pensar en la trascendencia de estos 51, amparado en las sonrisas que este autor me regala y en la emoción que quien mejor me quiere me procuró ayer con una foto tempranera en la distancia, que equivalió al mayor de los abrazos y al más cítrico de los besos.

jueves, 1 de mayo de 2014

LAS VECES QUE NO LLEGUÉ A MORIR -I-

En el dominical de El País, de 16 de febrero del corriente, figuraba un artículo de Rosa Montero, titulado “Todas esas veces que pude haber muerto”. No era brillante, pero sí captó mi interés, y me dio para recordar, en mi caso, las veces que he estado a punto de morir, de acabar mi andadura, de desaparecer, en suma. Eché cuentas. De forma clara, fueron tres. De forma indirecta o habiendo existido la posibilidad si hubieran concurrido otros factores, salían otras cuatro. Nada menos. Para alguien cuyo sentido de la aventura tiene más que ver con el cine que con ir a hacer una ruta dominguera, la cosa tiene su mérito (o su guasa). Siete veces he podido llegar al final y, como los gatos, siete veces me he librado. No seamos agoreros, ni convoquemos al maligno para exorcizar nuestros males. Han sido siete veces. Punto. Coincidencia. Tampoco voy yo ahora a hacer colección, para atraer la octava. No. Mi sentido del morbo no se inclina por este lado. Mi recuerdo se centró en recuperar los momentos de las tres veces en que fui consciente de que aquello tocaba a su fin. Porque si no hay consciencia, no hay asunto. En las tres, lo tuve claro, aquello era el final de mi recorrido. Sin embargo, una sucesión de fortunas ciegas se coaligaron a mi favor para aislarme de todo mal. 

La primera tuvo lugar cuando tenía 10 ó 12 años. El momento es difuso porque donde sucedió yo estuve de vacaciones cinco veranos seguidos, y así no hay forma de que me aclare el cuándo. Además, esto no lo supieron mis padres, por tanto, no puedo recabar su ayuda para ubicar la cronología. El marco físico es la pequeña playa de la isla de La Toja, casi al lado del puente que la une a la localidad de O Grove. La hora es la de la siesta. El modo es una carrera. De esas tontas que uno entabla con alguien que le gusta mucho. Y aquella niña a mí me gustaba una barbaridad, de ese modo que sólo sucede en esos momentos intermedios entre la infancia y la adolescencia. De modo que una reta a uno. Uno acepta el reto. Carrera a nado desde la orilla hasta el primer pilar del puente. La marea no estaba subida del todo, pero allí nos cubría a los dos por entero, sólo que a mí no me lo pareció a primera vista. Una nada que se las pela. Uno hace lo que puede, pero ha de mantener el orgullo intacto. Y avanza, pero a los treinta metros ya está casi agotado y ha de detenerse a respirar. Pero cuando se quiere dar cuenta ya no hace pie, y hasta ese momento, siempre había nadado en lugares donde la seguridad del pie tocando fondo tranquilizaba toda maniobra en la superficie. Me puse muy nervioso, tanto que hasta se me olvidó que la niña había llegado a la base del pilar hacía rato. Manoteé, intentando mantenerme a flote. Aun así, me hundí varias veces y tragué agua, que me hizo toser, y reaccionar, pero hacia el pánico. No sé de dónde saqué las fuerzas para impulsar brazos y pies, pero aun con la torpeza del desesperado, unos cuantos metros más atrás llegué a una zona donde hacía pie. Entonces me desplomé, y se dio el caso que cuando más agua tragué fue en esos instantes en que ya me vi salvo, pero desfallecido, hasta el punto de no poderme sostener de pie y caer de bruces sobre el agua. En fin, una odisea marina. Mis escasos músculos acumularon tal cantidad de estrés y agotamiento, que no me moví de la toalla en toda la tarde. Mis padres, ni se enteraron. Sólo se sorprendió mi madre del ansia con que devoré dos plátanos en un santiamén. Mi hermano, ni estaba, perdido como siempre en sus exploraciones sin fin. Y la niña, vencedora legítima de aquel pique, una vez que supo de su victoria clara, ni siquiera se acercó a ver qué me había pasado. Tardó en dejar de gustarme el mismo tiempo en que mi mente se recuperaba del trance. O sea, una tarde. Esa fue la primera vez. Pero entonces no fui muy consciente de la trascendencia de lo que acababa de suceder. Eso tendría lugar mucho después.
(Continuará)

lunes, 28 de abril de 2014

REALISMO Y RECHAZO



Esta obra, que se puede contemplar en Valladolid con detenimiento (morboso, diletante, religioso, cultural, artístico, despreocupado, crítico, desmitificador, curioso, acumulativo, etc.) o con prisa (obligada, terapéutica, ignorante, pachanguera, horrorizada, etc.), es un ejemplo señero de lo que en el siglo XVII hispano se entendió como efectismo contrarreformista. Con él ansiaba la Iglesia recuperar el prestigio y la ascendencia perdida con el movimiento protestante del siglo anterior. El procedimiento era sencillo, pero de efectos muy exitosos. Consistía en mover a la compasión del espectador, buscando la empatía hacia lo que le había sucedido a aquel hombre excepcional, de quien seguían afirmando que era el Hijo de Dios. De ese modo, había que mostrar con toda crudeza de detalles lo que el proceso previo y la muerte postrera había producido en aquel cuerpo del que no se tienen noticias de cómo sería, pero que con el paso de los siglos se decidió que fuera ejemplar, fuerte, bello, rotundo, pero también vulnerable y frágil. 

Gregorio Fernández, insigne escultor de finales del XVI y primera mitad del XVII, entendió perfectamente lo que había que hacer, y a su capacidad técnica admirable, unió una creatividad de visionario, que le condujo a que los tipos por él esculpidos acabaran siendo canónicos en las representaciones posteriores. La postura, el gesto, la sangre, el número de heridas, su disposición, su policromía, los materiales empleados: todo ello contribuyó a proyectar su realismo de un modo muy diferente al que surgía del divino Bernini, allá en Roma, cabeza de la cristiandad. Su realismo supera cierta realidad, hasta el punto de que puede resultar desagradable para muchos.

Hace unos años, tuve en clase de Hª del Arte a una alumna uruguaya. Era de las que destacaba en calificaciones, interés y entusiasmo por la materia. Pero, al llegar al tema del barroco hispano, comprobé que en varios momentos se cubría la cara con las manos, molesta con lo que tenía que ver, obligada por su hiperestesia y por sus precedentes culturales. Se negaba a mirar aquellas obras. Lo hablé con ella, y no me cupo duda de la sinceridad de sus palabras. Provenía de un país por completo laico donde las tradiciones de nuestra Semana Santa son un embeleco que se contempla como folclore desde otros lados. Además, tanta sangre, tanto sufrimiento, tanto desgarro, la hacía temblar, literalmente. Le dije que estudiara el tema como mejor pudiera, pero que esas manifestaciones artísticas son también una forma de comprender cómo somos culturalmente. Ahí, se me rebeló. Llegó a comparar demasiadas cosas llenas de sangre y violencia que no le gustaban para nada, incluidos los toros en su vertiente más española. Prudentemente, me callé. Comprendí que no lograría nada con ella, porque ni su sensibilidad extrema podría con ciertas cosas, ni su juventud y carencia de referentes educacionales permitiría una comprensión que requiriese mayor madurez y perspectiva. 

Pensé que aquel caso había sido una excepción a la regla. Pero hoy, para mi sorpresa, he asistido en clase a algo, si no igual, sí muy parecido al abordar el mismo tema. Y en personas que han vivido siempre aquí. Pero igualmente desvinculadas de ciertas creencias y tradiciones que marcan nuestra historia. Por tanto, creo que la cosa da para pensar. A ser posible, sin prejuicios. Si es posible.

Cristo yacente, de Gregorio Fernández (1625-1630)
Museo Nacional de Escultura (Valladolid, Castilla y León, España)
Abril, 2014 ----- Panasonic Lumix G6

domingo, 27 de abril de 2014

¿PARA QUÉ MÁS?


No hace falta más. Una temperatura cálida. Un cuerpo abierto al sol. El mar, delante, ofreciendo su monótona movilidad a quien quiera contemplarlo. La sed, requiriendo algo que beber. El cerebro, anhelando algo de dulce. La sensación de que todo lo malo queda detrás, nunca delante. Que sólo el oleaje comprende los vaivenes de una existencia desafortunada. La caricia de la brisa recorriendo el vello sobre la piel. Una mano que alcanza un melocotón que se muerde con despreocupación cansina, pero estimulante. Un dulzor que calma las sensaciones, produciendo otras. Los pensamientos, que se cambian al ritmo de las formas de las nubes adormecidas. Algún recuerdo que acciona la lengua sobre los labios. Los ojos que se entrecierran, para ver mejor el alcance de la herida abierta desde hace seis semanas. Y tan sólo un día de descanso después de una semana atroz. Antes de volver a la tremenda realidad bajo una luz fluorescente durante diez horas al día. Sólo un día, invertido en adivinar el horizonte, en sentir el calor del sol en los miembros desnudos, en retener el azúcar en la mente, en aspirar aromas de costa, olvidando, recordando. Aislándose, serenándose, adormeciéndose. ¿Quién necesita más?

Robado en Benicassim (Castellón, Com. Valenciana, España)
Julio, 2006 ----- Nikon D100

INCREDULIDAD

Ya lo anticipaba ayer. Ya no busco credulidad, porque uno, de tanto mentar al lobo, ya no consigue que nadie venga a ayudarle cuando el depredador se acerca de verdad. Pero por la noche sucedió algo revelador, a colación de ese proyecto, promesa o sólo intención. Mi propia pareja, entre las risas burlonas que la caracterizan, me despertó el oído soltándome que sí, que bien, que vale, que eso ya lo había dicho muchas veces... con resultados conocidos. Lo que venía decirme es que no me creía, vamos. Lejos de enfadarme, su confesión me llenó de melancolía. “No me conoce todavía”, pensé al hilo de la conversación. Esbocé un mohín de contrariedad. Qué pena, me dije, tanto esfuerzo de transparencia creciente, tanta eliminación progresiva de reticencias, para nada. Pero, dos instantes después, mi inveterado optimismo emergió desde mi habitual pesimismo, y la alegría sustituyó las sensaciones precedentes: “Pero eso es toda una suerte”, concluí. Si después de casi 14 años aún no me conoce, es que todavía nos queda cuerda para rato. Aún puedo sorprenderla de cuando en vez. Y con ese pensamiento de optimismo etiliforme, me acosté. Sorprendentemente, me dormí.

sábado, 26 de abril de 2014

MI REGRESO

Algo me bulle dentro. Siento una opresión que me suena, pero a la que no le puedo dar nombre ni identificar por completo. Es como un burbujeo previo al degüelle de los vinos espumosos, una congelación previa al destaponado obligatorio que elimine las heces acumuladas entre las que he venido macerando en los tiempos últimos.

Llevo sin escribir de forma continuada varios años. Tendría que consultar ahora en mis agendas cuándo. Recuerdo bien el modo, pero se me difumina más la temporalidad: signo de los tiempos. Ha habido entre medias, bien es verdad, unos cuantos relatos; algunos ya corregidos, la mayoría en estado inicial post-parto. También he tenido accesos de reinicio de esta escritura memorialista, o del yo, o diarística. Ahí constan, manuscritos, telemáticos o informáticos. Ninguno fructificó. Fueron sólo coletazos puntuales, que anticipaban -tal vez- ese desasosiego que me mueve hasta este instante.

Porque es desasosiego, justamente, de lo que se trata. 

En esta etapa de mi vida última realizo muchas fotos, tanto en mis viajes como en mi entorno. Las edito con regularidad y las expongo y muestro en mis páginas de la red. Lo hago con cadencia prácticamente diaria, lo que no deja de ser sorprendente para muchos. Me proporcionan mucha satisfacción, debo confesar. Mucha, pero jamás la que he sentido cuando he terminado de escribir un buen relato o una carta particularmente emotiva o un fragmento de diario que podríamos tildar de literario. En los últimos tiempos, la imagen bidimensional se ha tragado todo mi universo interior. Con mi consentimiento, pasivo. Con mi colaboración, cómplice. Con mi voluntad, inercial. Pero todo tiene un límite.

Hoy, después de leer durante casi hora y media, me he sentido todavía más preso de esa sensación indefinible que alía paradójicamente la autocompasión más dañina con la rebeldía más estimulante. Después, al sentarme a la mesa ante el ordenador, he mirado por la ventana, y me he dado cuenta de que las copas de los árboles del parque Ferrera ya están todas ellas cubiertas de hojas. La primavera había llegado y yo me hallaba en otros mundos. Es hora, pienso, de que yo también renazca.

Siento que necesito escribir. Que si no lo hago, por muchas fotos estupendas que tome, edite y muestre, algo en mi interior se queda vacío y sin sentido. La calidad de lo que escriba será cuestión a debatir, opinar o plantear. Pero la necesidad de la escritura se ofrece como perentoria, oxigenante, vivificadora. Y a ello me pienso entregar. Con las libertades y obligaciones que me caracterizan. Es decir, escribir de lo que me dé la gana, sin atender a públicos ni búsquedas espurias. Y también, con la regularidad diaria obligatoria que me tiene como único juez evaluador de dicho compromiso.

Vuelvo, pues.

(Sí, ya sé que lo he dicho antes. No busco credulidad. El número de entradas que se puedan repasar dentro de unos meses y el balance subsiguiente serán los mejores testigos que confirmen este regreso que ahora anuncio).

domingo, 23 de marzo de 2014

AMOR DE MADRE



Es una imagen de gran sencillez, con pocos elementos que la conformen. La parte superior de una mujer de rasgos orientales, sus manos, el borde de un cochecito de bebé, cuyo ocupante nos muestra sus dos manitas y una de sus piernas. Pero la sencillez muchas veces significa mucho más de lo que puede parecer a simple vista. La toma aísla otros componentes de la escena, que sobran para lo que se pretendía captar, pero que existen. Enumerarlos ahora, del mismo modo que decir dónde tenía lugar la escena, qué la precedió, qué siguió al disparo de la cámara, resulta del todo inútil, cuando no improcedente.

Fijémonos tan sólo en el lenguaje que emana de un rostro y de las manos. El otro rostro, el de la criatura que se halla oculta por la estructura que lo transporta. No se aprecia, pero lo intuimos. Y lo hacemos porque la suma de los gestos tiernos de su madre nos lo comunican todo: lo que siente ella, lo que transmite a su hijo, y lo que éste, a su vez, siente y devuelve a su madre.

Es sólo una sonrisa, una cercanía física, una voz susurrante y, sobre todo, una caricia efectuada sobre el piececito del bebé, por su planta, aunque no con la intención de hacerle cosquillas, sino con la de acariciar, relajar, aproximar, comunicar. Todo ello con una emisión de sonidos apenas audible, sin escorzos, conformando una intimidad (en plena calle de una localidad infestada de turistas), aislando a los dos protagonistas de todo lo demás. Y, con el gesto abarcador de una piel cálida contactando con otra cálida piel, enseñar a todo a quien tuviera la suerte de poder mirar en ese momento, todo lo que una madre puede transmitir a su hijo con el más pequeño de los gestos. Es una escena íntima, donde no cabe nadie más que dos. Ni el padre o los hermanos que pululaban alrededor. Ni, mucho menos, el fotógrafo, que sólo gracias al poder de una lente pudo atravesar el muro de amor que esta madre construía en ese instante para ellos dos.

Escena robada en Ronda (Málaga, Andalucía, España)
Julio, 2004 ----- Nikon D100

sábado, 22 de marzo de 2014

¿Y SI SÓLO ME QUEDARAN UNAS HORAS?

Una persona muy querida me requiere para responder una de esas preguntas con mucha miga, futuribles sorprendentes, situaciones imposibles. “Si supieras que sólo te quedaran unas horas de vida, ¿qué harías con ellas?” Este tipo de interrogantes implica que la respuesta será siempre errónea o, como poco, insuficiente. Y, además, está el asunto de en qué edad tiene lugar la prueba. No es lo mismo formular la cuestión a alguien joven, que a alguien en su madurez -como es mi caso- o a quien ya se encuentra en el tramo final de su existencia.

Lo que apetece decir tal vez no sea lo procedente, y lo que procediera, tal vez fuera una aburrida estupidez. ¿Qué haría uno en tales circunstancias? Las opciones tampoco son tantas. O lo mismo de siempre (caso de que se tenga una vida plácida); o algo muy diferente (caso de que la existencia haya resultado pesada o dura); o algo excepcional o extravagante (restringido espacialmente a un radio kilométrico cercano).

En mi caso personal, debo confesar que siento tentaciones por las tres, pero no de manera intensa, sino vagamente difusa y alternativa. Mi amor por la rutina que no caiga en la monotonía destructora, y mi situación vital, que es lo suficientemente agradable como para llegar a suscitar alguna envidia, me decantarían de primera mano por la solución primera. Mi carácter poco social y escasamente amante de los riesgos no me abocaría a la segunda más que de un modo puntual, y después de haber pensado bien qué “diferencia” querría experimentar (y acaso no hubiera tiempo para ello). Y en un radio de acción razonable ¿por qué hecho o acción excepcional o extravagante me podría decantar? Algunos me vienen a la cabeza, pero...

Otra cosa es dilucidar si desearía estar solo o acompañado. Y también en este punto encuentro tentaciones en ambos sentidos. Mi vida solitaria me ha hecho asumir perfectamente una de las lacras para la mayoría de los humanos, y hacerla parte de mi vida cotidiana. Pero también, el ejemplo del Fedón platónico nos recuerda el goce intelectual de estar rodeado en los últimos momentos por quienes te amaron por tu persona y tu intelecto. Y ¿qué decir de hacerlo en la compañía de la persona amada? Si se trata de la persona elegida en el recíproco sentido, y esas horas no se convirtieran en un llanto anticipatorio de la desaparición, podría ser delicioso y acaso lo más recomendable. 

Pero ¿qué elegiría yo en particular? Pues bien: debo confesar que a las 11 horas 44 minutos del día 22 de marzo de 2014, en la ciudad de Avilés, no sabría responder con precisión. Si acaso resurgiera la pregunta, acaso me la replanteare.

domingo, 10 de noviembre de 2013

HOMENAJE AL MAESTRO












(Pincha en las imágenes para verlas en grande)




A María Morado, maestra

Aunque no deja de ser una modesta ciudad interior de provincias, Palencia resulta singular por varios motivos. Uno de ellos —y no el menor— es que se trata de una ciudad con muchísimas esculturas que poder admirar en la calle o en los parques. Otro, que es la única ciudad que conozco que ha erigido un grupo escultórico a una figura capital de la civilización de todos los tiempos: el maestro.

Yo siempre he distinguido entre profesores de primaria y maestros, aunque la denominación oficial habla de “cuerpo de Maestros”. Pero, para lo que viene al caso, se refiere a ese profesor que nos recoge en los albores de nuestra existencia y comienza a desvelarnos los secretos de la existencia. Para ello, usa de la palabra, de los gestos, de la ternura, de la seriedad, del ejemplo. Con ellos, instruye, moldea, educa, re-crea y crea. Y también, si de maestría se habla, abre ventanas, señala caminos, sugiere horizontes.

Hoy viven malos tiempos. Todos los profesores los vivimos. Ya están explicados los porqués. Demasiado se ha dicho y escrito en los últimos e infaustos años. No conviene desgañitarse más con quien no sabrá ni querrá escucharnos. En esta época en la que uno de los pilares de cualquier sociedad resulta vejada, despreciada y relegada, conviene acaso hablar menos y sentir más, pues ciertos sentimientos son a veces poderosos motores de despegue y de tránsito.

El que arriba se muestra es uno de ellos, y fue erigido en 2003, hace ahora 10 años. Se trata de dos figuras en bronce, colocadas una enfrente de la otra, sobre un basamento de granito blanco. Una niña de unos diez años, con coletas, sentada en el suelo, con las piernas cruzadas al modo indio y las manos apoyadas en la barbilla, escucha arrobada lo que un maestro de unos cuarenta lee en un libro sentado en un prisma cuadrangular. La escena no puede ser más conmovedora en su simplicidad. Los dos únicos protagonistas del proceso de la enseñanza (también de la educación, inevitablemente): el que sabe —que transmite con entusiasmo —y el que no sabe —que apura con unción lo que recibe —, ambos unidos en un espacio singular y por un vínculo de poder incalculable. El maestro, la niña, el aula, la palabra. La fascinación que alguien puede ejercer con su voz a quien tiene todo por delante.

El autor de la obra, Rafael Cordero, supo encontrar los menores elementos posibles con que narrar ese milagro: que alguien hable o lea, y alguien escuche y se beba ese discurso. Seguro que en su infancia tuvo la suerte de contar con alguien así para alimentar su mente cuando más hambre mostraba. Se encuentra en la Plaza de la Inmaculada, frente a la catedral de Palencia.

Homenaje al Maestro (Palencia, Castilla y León, España)
Marzo, 2011 ----- Nikon d300

jueves, 7 de noviembre de 2013

¿QUIÉN RESUELVE EL PROBLEMA?


En la ciudad francesa de Pau, mientras caminaba por uno de los barrios menos céntricos, me encontré con un escaparate curioso. En él se exhibían unos cuantos trofeos (copas, sobre todo, alguna medalla, alguno de forma apropiada sobre lo que se trataba). Los ventanales, la limpieza y la apariencia eran cualquier cosa, menos agradable o glamurosa; es más, si tuviera que calificar aquel local, diría que era algo más bien desarreglado y con poco cuidado.

Pero, en mitad de todos esos trofeos, había un tablero de ajedrez, con varias de sus piezas colocadas encima, y alguna que otra, desordenadas, fuera. Sobre el tablero, un cartel, que en traducción personal decía lo siguiente: “¿Cuál es el único movimiento de las blancas que NO hace mate?” De modo que lo que en aquel escaparate de un club de ajedrez de barrio de la ciudad de Pau, al sur de Francia, era un problema de ajedrez, a cuya resolución se invitaba al viandante o al curioso que hasta allí se acercara. Hay que remarcar que la palabra “pas” (la partícula negativa en lengua francesa) se encontraba en un tamaño muy superior al de las otras palabras, que también usaban la mayúscula.

Admito que allí mismo, no le presté mucha atención, pues llevaba ganas de ver otra cosa para la que sí tenía algo de prisa. Pero ahora, recalando en la imagen que arriba se muestra, he intentado resolverlo, y pese a su complicado análisis, creo haber dado con la única solución posible, aquella que reclama el cartel.

Se ha de tener en cuenta que la posición de las piezas es harto improbable, pero legal. Es una típica posición de problema, efectuada ad hoc. Pero las blancas mueven como siempre hacia arriba de la imagen, y las negras hacia abajo. El rey negro, rodeado en el centro de amenazas por todos lados, es el que lleva el bastoncito blanco sobre su cabeza. Y el rey blanco, arriba a la derecha, tuvo que llevar el suyo, pero carece de él, por habérsele roto seguramente. Las damas no intervienen en el problema. A buscar la solución del enigma también animo yo a quienes esto lean, y si en una semana nadie lo consigue, la comunicaré el día 15 del mes corriente. Veamos si hay alguien que lo logra.

Escaparate de un club de ajedrez en Pau (Pyrénées Atlantiques, Aquitania, Francia)
Julio 2011 ----- Nikon d300

martes, 22 de octubre de 2013

SUPERCHERÍA PERMISIBLE



Termina el mes de Libra. Uno más de los signos del zodíaco, que luego son usados con liberalidad en los horóscopos, para establecer curiosas previsiones sobre lo que les sucederá a los nacidos bajo dicho signo, teniendo en cuenta la posición de los astros, que influirán notablemente sobre los humanos. Es lo que conocemos como astrología (1), o conjunto de prácticas de observación de los cuerpos celestes encaminadas a predecir cómo éstos incidirán de forma ineluctable en los hechos humanos. Según la astrología, que un planeta se alinee con determinado satélite influye decisivamente en que unas personas se comporten (más o menos al unísono) de un determinado modo; o que la adición de dos órbitas complementarias de astros a millones de kilómetros tendrá más influencia sobre los destinos del mundo que la acción de algunos políticos o de los cambios climáticos; o que las figuras que la posición de algunas estrellas nos sugieren son el modo en que la vida o el destino se nos revelan. Para unos, su autenticidad está fuera de toda duda. Para otros, carece por completo de interés, no ya científico, sino de cualquier tipo. Sin embargo, si se juntara todo el dinero que este sector mueve en todo el mundo, las cuentas nos darían cifras de muchos miles de millones anuales. Y ante esto, si esta estúpida superchería hace más felices a cierto tipo de personas (siempre que éstas, de resultas de esa creencia, no influyan negativamente en nadie más que en sí mismos), ¿quién es uno para censurar, criticar, prohibir tal pérdida de tiempo? Las sugestiones creídas -vengan de donde vengan- siempre han sido útiles. Los placebos, también.
___________________
(1) No confundir con la Astronomía, ciencia que estudia la composición, movimiento y evolución de los cuerpos celestes, mediante procedimientos científicos y con el fin de saber y conocer.

Signo de Libra, en el Zodíaco que se encuentra en el suelo de la plaza del Capitole
(Toulouse, Midi-Pyrénées, Francia)
Julio, 2011 ----- Nikon d300

domingo, 29 de septiembre de 2013

POR FIN, AVIADOR


Querida madre, me alegra contarte que por fin he logrado mi sueño, aquel que tantas ilusiones me hizo concebir, aquel que no soportabais ver en mi cabeza, y por el que tantas palizas me disteis. Siempre quise volar, y vosotros lo sabíais de sobra. Era mi único sueño real. Mis condiciones mentales eran óptimas y mis características físicas nunca estuvieron en contra. Pero cuando os dije en casa cuál era mi aspiración, todavía recuerdo vuestras caras de enfado, que no eran sino otro rostro que ofrecía vuestro miedo. Lo que nunca supe ya es de qué temor se trataba: si de daño físico para mí (y, consecuentemente, para vosotros), si de comprobar que alguien salido de vuestro seno superara en mucho las expectativas que habíais asumido para vuestra vida; o tan sólo de comprobar que podía hacer aquello que deseaba, únicamente con proponérmelo, sin vuestra ayuda o consentimiento. Pero ya lo ves; papá no podrá saberlo ya, pero tú sí. Lo he logrado. Ya soy aviador, y aunque el avión es pequeño y antiguo, eso no me hace menos feliz. Ya surco los aires, ya veo la tierra desde el cielo. En silencio, pese al ruido del motor. En paz, pese a todas vuestras trabas.

Robado frente al Palacio de los Papas, en Avignon (Vaucluse, Provenza, Francia)
Julio, 2013 ----- Nikon d5200

domingo, 15 de septiembre de 2013

KENNY ELISSONDE, GANADOR DEL ANGLIRU 2013, ANTES DE QUE NI ÉL MISMO LO SUPIERA


Esta historia le hubiera gustado, con toda modestia, a Paul Auster. Pese a no tener que ver con el béisbol, sino con algo más lejano como el ciclismo. Por lo que contiene de azarosa casualidad.

Ayer sábado 14, salía la penúltima etapa de Avilés (Asturias), donde resido. Ni soy mitómano ni este año los nombres participantes eran de relumbrón. Es más, no reconocería por su cara más que a dos o tres corredores, y al famoso locutor que retransmite a diario el recorrido por la televisión. Pero una carrera ciclista es un espectáculo lleno de color, de formas inhabituales y de... gente. Así que hacia la salida me encaminé dispuesto a captar alguna foto interesante.

Pronto me di cuenta de que los ciclistas, la mayoría de los cuales se habían alojado entre Oviedo y Gijón, no aparecerían sino hacia el final, cuando el control de firmas y la salida hicieran obligatoria su presencia. Me dediqué, pues, a otras composiciones, a otros edificios, a otras personas. Y, sí, algo iba saliendo, pero el día no pasaría a la historia por mis excelentes capturas.

Por fin, la salida, fijada para las 13:30, aglutinó a los corredores en el punto de partida, ante la línea prefijada. Allí estaba el centenar y medio escaso de esforzados que aún permanecían en liza. En cuanto lo anunciaron por la megafonía, todos acudieron en tropel hacia la zona, haciendo prácticamente imposible su acceso, como no llevaras mucho rato allí sobre las vallas, aguardando el momento. Por tanto, sólo me pude acercar... de lejos. Aun así, no quería irme sin sacar alguna foto de alguno de los participantes. Sin embargo, desde donde me encontraba, pese a moverme algo, apenas podía encontrar algún hueco entre las cabezas y los móviles para poder enfocar algún torso o cabeza suficientemente llamativos. 

Ya dije que esta Vuelta apenas hay participantes de gran nombradía, y los que sí estaban no se hallaban a tiro de mi objetivo. Así que disparé quince o veinte veces para dejar constancia de que también yo fotografié a algún ciclista, y poco más. El único retratado que reconocí sobre el terreno fue el del bielorruso Vasili Kiryenka, que había ganado una etapa dos días antes, razón por la cual su cara me sonaba algo. Pero de los demás retratados sólo hubo fotos al azar de una forma, un color, un gesto. Nada, en definitiva.

El terrorífico recorrido de la etapa terminaba en un puerto demoledor, que sólo está al alcance de algunos muy escogidos. El temible Angliru fue este año hollado, en cambio, por un desconocido joven francés de 21 años, de nombre Kenny Elissonde, tras una meritoria escapada previa. Pues bien, cuando revisaba por la noche las fotos hechas por la mañana, su cara y su torso sobre la bicicleta había sido el personaje más retratado por mí del precario modo antedicho. Ahí arriba queda la muestra de ello. Y no intentemos sacarle ninguna otra explicación.

Robado en la salida de la vigésima etapa de la Vuelta a España 2013 (Avilés-Alto del Angliru, Asturias, España)
Septiembre, 2013 ----- Nikon d300

miércoles, 28 de agosto de 2013

CONTRADICCIONES JAPONESAS


Una buena mañana, una mujer de Kobe decide acompañar a su marido, en viaje de negocios, y llevarse alguna compañía además. La elegida es su madre, que además de los habituales, tendrá otros usos. La impedimenta no será exigua. Al fin y al cabo, es la primera vez que visita Europa. Acaso sea la última. El matrimonio no marcha muy bien en los últimos tiempos, y los hijos no acaban de llegar. Por eso, el equipaje es digno de una gran dama del lejano oriente, con varias valijas y baúles. Se lo pueden permitir. El ejecutivo, enfrascado en sus asuntos, no opone resistencia alguna: por lo general, no se ocupa, y ya en su destino tampoco lo hará.

El tiempo del que dispondrán las dos mujeres es total, hasta la hora de la cena. Por eso, decide comenzar por uno de los palacios de mayor solera mundial, de fama planetaria, pues hasta ella, de origen humilde, ha oído hablar de él: Versalles. Se viste con sus mejores galas, pero decide que se sepa bien su procedencia, si es que su genotipo no lo comunica a primera vista. Un kimono de seda de doble forro, floreado, como corresponde a la estación, unos zapatos-geta y unos calcetines-tabi, cubren su cuerpo casi por completo, bien entubado con su rosáceo cinturón-obi, al que no falta tampoco por encima el embellecedor-obijime, a juego; no puede faltar su bolso-kago, aunque sea Louis Vuitton y de un color muy intenso. No lleva reloj, aunque tiene varias docenas en su casa (pues su marido viaja mucho, y tiene la autoculpabilidad muy desarrollada), pero no importa: tiene un iPhone 5, que le proporciona muchas herramientas, al que lleva conectados unos cascos último modelo de Sony, donde escucha música espiritual de Kítaro. No contenta con el efecto, saca su minúscula Nikon 1 y le pide a su madre que la retrate dentro del palacio de la realeza francesa. “Que se sepa bien dónde estuvimos —afirma convencida con el gesto resuelto—, que los que nos rodean ya saben dónde estamos ahora”.

Robado en el Palacio real de Versalles (Île-de France, Francia) 
Julio, 2012 ----- Nikon d90

AVISO A VISITANTES

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