viernes, 22 de abril de 2016

DÍA DEL LIBRO (INVISIBLE)

Hoy celebramos en el instituto un encuentro ya tradicional, algo cursi, algo infantil, pero del que extraemos su lado tierno para proseguir con él. Es “lo del amigo invisible”. Para quien aún no lo sepa, se trata de que quienes participan se comprometen a regalarle un libro a alguien que le será asignado por sorteo insaculador, manteniendo el anonimato inicial. La cosa no deja de ser inofensiva, en principio, aunque no se halla exenta de problemática. La primera, y que la mayoría tememos, es que quien te “toque” sea alguien con quien no se iría ni a “atropar duros”. Pero, solventado ese escollo, no es cosa menor el hecho de que quien te toque sea alguien con quien compartes muchas cosas académicas y ninguna personal: vamos, que sea un/a perfecto/a desconocido/a en términos generales. Es entonces cuando comienzan las pesquisas para sustraer información de allegados sin suscitar demasiadas sospechas o, si se entra en proceso de desesperación, ya, preguntando directamente a sus amigos o compañeros más próximos. Y luego se merca el libro, claro. Se lo envuelve de forma más o menos anónima, y el día de la entrega todos nos reunimos alrededor de una mesa donde se encuentran todos los volúmenes envueltos en papel de periódico o de paquete o de estraza, ya personalizados, y con un clavel encima, por aquello de imitar la buena tradición catalana de un libro y una flor. A falta de besos...

Pues bien, hoy a mí me han regalado un volumen de casi 1000 páginas, titulado 1.001 películas que hay que ver antes de morir. El detalle me ha encantado, por lo que tiene de riesgoso (tengo algunos libros más de ese estilo), por lo que supone de enciclopedismo en un mundo que ya abomina de las obras de referencia en papel. Ha sido una compañera querida, que se ha delatado con una nota de post-it cuya letra perfecta todos conocemos muy bien. Me ha alegrado mucho su propuesta. Y con esa alegría me llegué a casa con el tocho bajo el brazo, bien contento y con mucho sueño acumulado de la semana.

Ya levantado de la siesta, me dediqué a comprobar algo que me venía rugiendo dentro, desde el mismo instante en que desgarré el envoltorio y vi la portada. ¿Cuántas de esas 1001 películas he visto, y cuáles no? Me llevó un rato marcar con rotulador al lado de cada título del índice que sí sabía, recordaba con nitidez o simplemente “me sonaba” haberlo visto. Fueron 715. No está mal, me dije, es un alto porcentaje. Ahora bien, de ésas, ¿cuántas recuerdo como algo imborrable?, ¿cuántas han dejado un poso clave en mi existencia?, ¿cuántas me demolieron por dentro?, ¿cuántas desearía volver a ver con deleite? l rostro se me nubló. No me he atrevido a hacer hoy el cálculo. Me avergonzaría averiguarlo. Volvería a constatar que cantidad y calidad casi nunca van de la mano. Y a mis años, menos. Sólo me queda una duda temerosa: ¿llegarían a 100?, ¿a 50?, ¿a 10?

1 comentario:

Eduardo Martínez dijo...

El final le ha quedado a usted muy bíblico (véase Sodoma y Gomorra). Aunque estoy de acuerdo en que la mayor parte de las películas que hemos visto, de los libros que hemos leído, de los discos que hemos escuchado, que no oído,han sido solamente relleno en nuestra vida, sin demasiado valor, ya no solo material, cosa que no tendría mayor importancia, sino tampoco espiritual, lo cual resulta ciertamente frustrante.

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