El chico llegó desde atrás con la funda negra sobre su espalda. Lo hizo con cautela, porque un grupo de jazz estaba tocando en el mirador, y mientras éste atacaba la pieza en sus compases finales, él sacó su guitarra, la afinó muy bajito, sin apenas ruido, y se sentó en el pretil sobre el Tajo. Cuando el grupo terminó su canción, los que allí nos encontrábamos prorrumpimos en un aplauso casi unánime, porque eran buenos músicos, y su ejecución había sido muy lucida. Una riada de monedas fueron a parar a los sombreros que había al frente del improvisado escenario.
Casi de inmediato, el rasgueo violento de una guitarra española nos sacó a todos del momento de emoción que habíamos vivido con los instrumentistas de jazz. Era una forma de tocar casi desesperada, con mucho fraseo, muchos contrastes, mucha subida y bajada de la mano izquierda sorteando trastes a lo largo del mástil, que se movía a uno y otro lado, mientras la mano derecha alternaba toque con percusión en la madera de la propia guitarra. Era una canción que nadie reconocimos, pero que mezclaba ritmos latinos, flamencos y de fusión. Sonaba raro, pero sonaba bien. Y el tipo le ponía tal pasión a su modo de tocar, que inevitablemente todos acabamos mirándole y desviando la atención del grupo de jazz a su persona. Aunque no sólo era pasión, que eso siempre se da mucho en los músicos callejeros, sino que, además, se notaba que dominaba bien su instrumento. Su música nos acabó envolviendo a todos, y las pérgolas con mimosas que había encima hacían resonar sus acordes de manera muy convincente.
Fueron unos minutos algo hipnóticos que no nos impidieron, sin embargo, pensar en la reacción que tendrían los músicos de jazz a quienes el espontáneo había interrumpido en su sesión. Al final, un último rasgueo, y un “olé” largo y franco, mostrando toda su blanquísima dentadura, dio por finalizada la exhibición. Nos quedamos algo alelados por el modo de concluir. Me pareció que todos pensábamos sobre lo que iba a pasar a continuación. Nadie aplaudió. Nuestras cabezas iban de su figura recortada contra el cielo lisboeta a las de los del grupo de jazz. De repente, se soltó del pretil con un saltito hacia adelante y un “hale-hop”, mientras se inclinaba con cierta vehemencia saludando al respetable. El tipo exudaba energía, optimismo y una sonrisa tentadora. Nadie supo cómo reaccionar. Hasta que el saxofonista del grupo rompió el silencio del instante y la inmovilidad de toda la parroquia, cuando soltó: That’s really good, mate, great! Y tras agacharse para tomar unas monedas de su propio sombrero, se acercó al guitarrista, y metiéndoselas en el bolsillo de la chaqueta del chándal, le palmeó el hombro con fuerza, y luego inició una salva de aplausos que todos, absolutamente todos, liberamos sin excepción.
Robado en Lisboa (Portugal)
Abril, 2009 ----- Nikon D300