En julio de 1983, con 20 años cumplidos, comencé a escribir un diario. No sin sonrojo, transcribo sus primeras líneas, para que se entienda que si bien comencé tarde -como en muchas otras cosas-, mi mentalidad en lo concerniente a esta actividad no deja de ser la de un adolescente que dejó de serlo pero que aún lo era, en lo esencial:
“Querido Diario: Empiezo hoy, tras 20 años sin contacto alguno contigo, a entablar un diálogo con tu espíritu. Será un diálogo en el que sólo hablaré yo; tú no existes más que en función de mí. Sin embargo, mentalmente y dentro de mí, una parte de mi personalidad responderá por ti.”
Al poco de empezar, con el rigor que me caracteriza, las intenciones, las causalidades:
“Porque yo empiezo tu existencia por una gran falta de comunicación que anida dentro de mí. De modo que ya lo sabes: existes por y para mí. No tendrás una vida propia; estarás fatalmente predestinado a los altibajos de mi estado de ánimo y a la tinta de mi bolígrafo (nunca he usado pluma).”
¡Qué menos! La soledad, el sentimiento de distinción, de diferencia, no hallar con facilidad personas con quienes conectar en los estratos altos. Un clásico, vamos. Pero también las promesas, las intenciones:
“Por el mismo hecho de que nunca tendrás una luz pública afirmo que estas letras manuscritas por mí, nunca serán impresas como lo han sido otros diarios de personajes famosos. Puede que te lea alguien. Tal vez, incluso con mi consentimiento. Pero su cometido será única y exclusivamente íntimo.”
El diario como un “tú” interlocutor, con tanto peso como si fuera una persona real. Sería el traslado del “amigo invisible” de los niños a la edad casi adulta. Casi un despropósito enternecedor, visto desde mis 55. Y, luego, por supuesto, las presentaciones:
“Mi nombre ya lo sabes, no es preciso que te lo repita. Nací en Galicia, en una ciudad por entonces medianamente importante y hoy venida a menos...”
En fin, ¿a qué seguir? El pudor ante dicha inocencia lo desaconseja. Pero lo importante, y por eso lo traigo a colación como uno de estos Hitos de mi escalera, es que durante muchos años, esa bisoñez inicial se convirtió en una obsesión que fue testigo de todos mis vaivenes, deseos, vivencias, fracasos, andaduras. Testigo de mi evolución mental, emocional, académica, literaria, artística. De mi volubilidad puntual en algunas cuestiones, de mi solidez estructural en muchas otras, de mis transformaciones inevitables para convertirme en quien soy ahora.
Los beneficios que me procuró desde el punto de vista terapéutico me parecen incalculables. Los que me brindó como campo de pruebas de mi siempre guadianesca escritura, insustituibles. Los que puede aportar como prueba documental de mi existencia, únicos.
Y por esa razón lo menciono aquí. Porque ningún documento de cuantos poseo podría ofrecer una panorámica más completa de cuanto he sido. Desde ese comienzo el 5 de julio de 1983, hasta el 9 de diciembre de 2008, fecha de la última entrada “oficial”, hay más de 25 años de unos pocos miles de páginas manuscritas, mecanografiadas tecleadas a un ordenador (pues cualquier medio llegó a valer). Mucho tiempo, desde luego. Casi la mitad de mi vida actual. Casi nada. Lo repito en voz alta, y me asombro. Y si me sucede a mí, quizá a quien lea esto también le ocurra.
En mi estado de vida actual (mental y físico) no hay perspectiva de que vuelva a escribir un diario. Con todo, no descarto nada. ¿Quién sabe qué pensaré dentro de unos años, cuando me prejubile con júbilo a los 60? ¿Cómo poder prever mis necesidades de comunicación cuando la vejez física (y acaso la mental) me envuelvan progresiva o velozmente? No descarto nada, como digo. Será muy, muy improbable. Aunque, claro...