Acostumbro a asociar la cerveza con las bicicletas, y aunque no tienen nada que ver, para mí sí, y mucho, como intentaré exponer a continuación.
Al acabar el infausto 1º de BUP, que supuso una severa cura de humildad para un petulante acostumbrado a ser de los primeros de la clase, creí llegada la hora de conseguir una de mis inveteradas reivindicaciones, jamás satisfecha: que mis padres me compraran una bicicleta. Casi todos mis amigos la tenían, y yo me sentía marginado por ello. No pensaba que fuera un gasto excesivo, y llevaba muchos años deseándolo con ganas, desde que aprendiera a montar en ellas, en una de las bodas a las que había asistido hacía poco. Yo no creía que las pesetas que costara una bici fueran demasiadas, pero mi madre -responsable de las finanzas familiares y de cuanto se gastara en casa- opinaba justo lo contrario. Pensaba que no sólo era cara, sino que era un gasto superfluo, del que se podía prescindir. Pero aquel verano del 77 tanto debí porfiar, que propuso una transacción que yo consideré justa. Buscaríamos el dinero para comprarla, haciendo algo que no habíamos hecho antes: trabajar. Y lo haríamos ella, mi hermano (que también se beneficiaría de su compra) y yo. La tarea sería sólo quince o veinte días en el mes de agosto, y consistía en ir a pelar lúpulo a una finca de las afueras, que se hallaba a poco más de un kilómetro de donde vivíamos. Con lo que obtuviéramos, se compraría la ansiada bicicleta. Yo estaba entusiasmado; y al principio, mi hermano también. Pero la cosa tenía sus dificultades.
Como es sabido, el lúpulo es una planta trepadora, cuyos frutos contienen un polvillo amarillento, que es lo que le añade el amargor típico a la cerveza. En aquellos tiempos, León y Valladolid tenían casi toda la producción española de dicho producto. El problema es que aunque la rama es muy voluminosa y puede alcanzar los 5 y 6 m. de altura, el fruto es muy pequeño y, sobre todo, pesa poquísimo. Como se pagaba a razón de la cantidad que marcara la báscula, cesta a cesta, era cosa de pelar mucho para sacar mucho, porque si no, no rentaba. Pero también estaba el asunto de la higiene. Es una tarea no demasiado engorrosa, que no requiere demasiada pericia, pero sí una constancia rigurosa, dado el carácter mecánico de su extracción, pero que es enormemente sucia, y uno acaba muy manchado (se llevaba ropa vieja, porque quedaba inservible después). También, oliendo de un modo tan característico -y nauseabundo- que aún hoy distinguiría esos efluvios donde quiera que los hallase de nuevo.
Con todo, la cosa se inició con gran brío por parte de mi madre y mía. Mi hermano se cansaría pronto. No le veía recompensa a corto plazo, y con 9 años lo que más le gustaba era jugar sin descanso, y no parar quieto un minuto. De modo que los que llevamos el peso de la tarea fuimos mi madre y yo. Fueron sólo dos semanas largas, ya digo, y era estimulante tener una meta que cumplir, animados por la ambición de lograr el objetivo sobre dos ruedas. Recuerdo con una sonrisa grata algunas conversaciones, las alabanzas sobre mi actitud “laboral” con que mi madre solía acompañarlas, tanto a mí como a los otros trabajadores, eventuales como nosotros. También, el ir a pesar una cesta llena hasta los bordes, aunque sólo pesara 6 ó 7 kg, a 5-8 pesetas/kg, era una experiencia maravillosa, no sólo por descansar un rato, sino por ver cómo engordaba el premio final. De igual modo, la hora del almuerzo, con la tartera llena de legumbres o pasta, y la fiambrera con huevos rellenos o tortillas variadas, era un momento de felicidad suprema. Además, mi madre, aquellos días, reverdecía. Estaba en su mejor momento del año, y eso que trabajaba todavía más. Porque dejaba todo inmaculado en casa, hacía la comida y llegaba sólo un par de horas después que yo, sobre las 11 de la mañana, y allí hasta las 8 u 8'30, casi sin parar. Estaba radiante como nunca la volví a ver. O sea, que la pela de lúpulo tenía a pesar de sus aspectos desagradables, un atractivo evidente.
Y llegó el día de cobro. Lamento no recordar cuánto fue, pero aunque no estuvo mal la cantidad definitiva, no conseguimos el total de lo que costaba la “BH” que a mí me gustaba. Yo propuse que bien podrían mis padres aportar lo que faltaba, pero mi madre enseguida evaporó toda esperanza al respecto. Porque: 1) el trato era que había que conseguir TODO el dinero, y no parte; y 2) ya estábamos a finales de agosto, quedaba poco para comenzar el curso, y “la iba aprovechar poco”. Mis lágrimas, pataletas, silencios y el disgusto prolongado no ablandaron esa vez su sensible corazón. Eso sí, me ofreció esperanzas muy fundadas de que con la temporada del año siguiente, la conseguiríamos fijo. Y en eso quedó la cosa. Hasta el año próximo. Y otros tres más, que fue los que realizamos dicha actividad. De ahí que cuando bebo una cerveza...
Pd/ Ni que decir tiene que la bicicleta jamás se compró. La única de la que dispuse durante unos cuantos años fue una que tenía una tía en el pueblo de mi abuela, que aquélla había traído de Francia, y se había quedado allí, tras su mudanza definitiva a Sevilla. Eso sí, mi madre no se quedó el dinero, sino que lo ingresó en nuestras libretas de ahorro, que nos habían abierto al nacer.