En 1982, los ciudadanos de este país fuimos convocados otra vez a las urnas. Era una convocatoria muy importante, pero no sólo porque fueran elecciones generales, ni porque los españoles fuéramos a repetir algo que practicábamos desde hacía muy poco (desde junio del 77, en realidad), ni porque se ventearan vientos de cambio muy importantes tras el agotamiento del proyecto político de Adolfo Suárez, apartado ya del partido que fundó sólo cinco años antes. La convocatoria del 28 de octubre de 1982 fueron importantísimas, además, porque yo voté por primera vez. Tenía 19 años, y un idealismo racionalista (valga el oxímoron) de tres pares (valga la vulgaridad).
Tomé aquella convocatoria como algo personal. De aquélla no había llegado a plantear que el voto fuese obligatorio, pero casi. De cualquier manera, yo hacía proselitismo hacia la participación, como si la vida me fuese en ello. Y, a mayores, me impliqué en la campaña electoral como nunca volví a repetir.
Por aquel entonces, mis ideas eran de izquierda. En algunos puntos, radicales, coqueteaba con algunos apuntes comunistas. Pero en la mayoría de las cuestiones tenía más afinidades con las del socialismo remozado de Felipe González. Aun así, me propuse ser un ciudadano modelo y responsable, y cotejar con seriedad las ideas de los diferentes contendientes. Para ello, me planteé dos vías principales: la primera, pasarme por las sedes de varios partidos, recoger programas (la propaganda me interesaba mucho menos) donde dejaran constancia de sus propuestas para los graves problemas que aquejaban a la sociedad española de principios de los 80. Y aquí ya me topé con la primera bofetada de la realidad. Cuando acudía a las diferentes sedes, todo eran buenas acogidas y entregas de mucho material propagandístico, incluso algunas cosas curiosas como globos, bolígrafos, chapas... Pero, programas-programas, es decir, folletos completos donde figurara por escrito lo que cada uno proponía, sólo lo conseguí de primera mano en tres de ellos (y visité nueve sedes). Primera decepción, por consiguiente (dijera Felipe).
La segunda era mi asistencia a mítines y charlas de los diferentes líderes -locales y nacionales-, donde poder pulsar la esencia de los diferentes idearios que se nos mostraban a los ciudadanos. Casi todos ellos fueron multitudinarios. Pero comprobé enseguida algo que cualquiera puede captar en actos de esta índole: la inmensa mayoría de quien acude a un mitin (por no escribir “la totalidad”) lo hace entregado a la causa, por lo que ya tiene su voto decidido, y no va a que lo convenzan con argumentos, sino con la intención de reforzar cuanto se piensa, y, sobre todo, conocer en persona a los líderes que se han visto en en los carteles o en los medios de comunicación (y digo conocer, porque entonces aún no había móviles con cámara). De modo que yo en aquellos mítines fui una de las raras excepciones que acudieron a confrontar ideas, caras, actitudes. Y aunque en aquellos actos logré algún programa más, lo cierto es que en ellos no escuché más que diatribas e insultos de variada intensidad contra los diferentes adversarios, chistes de dudosa gracia dirigidos a la masa afecta, y pocas, poquísimas ideas claras sobre lo que se haría en el caso de salir favorecido en la votación. Segunda decepción, como es natural (dijera Fraga).
Con todo, mis recuerdos me retrotraen a la algarabía de los altavoces, a la alegría de los asistentes, a las voces proferidas, a los aplausos con que se premiaba cada intervención, a la paella que se repartió en los exteriores del palacio de los deportes en el mitin de Landelino Lavilla, presidente del partido del gobierno (la UCD de Suárez, pero ya sin éste al mando), y al miedo que experimenté en el mitin más tenso y potencialmente peligroso de todos a cuantos asistí: el de Fuerza Nueva en el Teatro Emperador. Rodeado de gente de extrema derecha, y con escuadristas uniformados de azul (y armados) cada diez metros, tuvo lugar el mitin de esta fuerza liderada por Blas Piñar, de quien pude contemplar sus muy floridas soflamas en riguroso directo. También, a qué negarlo, al asombro que me produjeron los políticos más próximos a mi ideario, los del PSOE en su mitin de la plaza de toros, que me parecieron mediocres, bastante rastreros en sus descalificaciones y de muy floja preparación asamblearia. Tercera decepción, mireusté (dijera Aznar).
Y, sí, ganaron estos últimos. O sea, los que recibieron mi voto. Y aunque no era de nadie y ellos no eran los míos, me entusiasmé, claro. Fue un día muy luminoso y que supuso un antes y un después en la política española. Hubo quien postuló que el estrepitoso fracaso del partido que había liderado Suárez, que lo abocaría a su desaparición poco después, y la fantástica mayoría absoluta lograda por Felipe González, Alfonso Guerra y los suyos, supuso el final de la Transición Política española, y que entonces comenzó la “política y la economía de verdad”. Me alegré mucho, ya digo. Pero yo nunca volvería a ser el mismo. Si entonces experimenté tres decepciones, la desilusión se agrandaría extraordinariamente en los años siguientes. De hecho, mi bautismo electoral implicó una pérdida de la inocencia política. Nunca más volvería a votar a un partido político.
Desde entonces, el voto en blanco es mi forma de opinar sobre la calidad de su desempeño y de despreciar su forma de entender lo que es la política y el servicio a los ciudadanos. Durante mucho tiempo he explicado mi postura en clase y fuera de ella. Ahora no pienso hacerlo, pues no siento necesidad alguna, ni tampoco es el foro adecuado ni, sobre todo, el momento. Años después leería una estupenda novela de José Saramago titulada Ensayo sobre la lucidez. En ella, el nobel portugués imagina un futurible fascinante: que la mayoría absoluta en una elección fuera de votos en blanco. La trama que se sucede a continuación es memorable. Y no es que antes no lo estuviera, pero desde aquel momento me siento mucho más justificado en mi decisión sobre el particular.