miércoles, 5 de diciembre de 2018

JUAN CARLOS I: ASCENSO, CAÍDA Y ¿REVITALIZACIÓN?

La historia la protagonizan los grupos sociales, bajo circunstancias concretas de cada período en particular, pero con el liderazgo inevitable de mentes individuales preclaras con la suficiente lucidez como para prever antes que los demás lo que conviene o para intentar evitar lo que a todas luces no conviene a la gran mayoría. Hay muchos nombres para ejemplificar esa frase. Pero hoy quisiera mencionar a uno que nos afecta de lleno: Juan Carlos I, rey de España desde finales de 1975 hasta 2014, y hoy rey emérito (curioso título que también le han puesto al papa dimisionario, y que trata de investirles, pienso, de un marchamo funcionarial que no creo que sea demasiado justo).

Ahora que se celebran los 40 años de la Constitución del 78 y que se viene hablando tanto de sus logros, de sus fallas y de la necesidad de reformarla en algunos puntos, no está de más recordar lo vergonzoso que me ha parecido comprobar que se generaba un debate sobre si convenía o no que Juan Carlos de Borbón asistiera en determinados actos públicos en compañía de Felipe VI, actual rey de España, por si la actual imagen del achacoso y rijoso padre podría perjudicar la de su saludable y gris hijo. Si se plantea dicho debate es por dos razones. La primera, que la opinión pública sobre su persona se ha visto trastocada y manchada por varios escándalos de difícil lavado. La segunda, que nuestros conciudadanos resultan muy movedizos en sus afectos, y poco agradecidos hacia quien le ofrece regalos, una vez que ya llevamos años disfrutándolos, olvidando quién nos los trajo, y lo que les supuso hacerlo.

Lo digo mucho en clase. Llevo años contándolo, y no está de más que ahora lo ponga por escrito. Juan Carlos I entró en la Historia por méritos propios, después de que casi nadie diera dos duros por él, y mientras había apuestas que especulaban cuánto tardaría en caer. Pero también comento, a continuación, que a este “dicharachero” y “campechano” monarca le sobraron bastantes años de su reinado y bastantes acciones que en un mundo como el nuestro dejan más huella que los méritos verdaderos. En una época en que vivimos rodeados de cámaras de fotos y de periodistas potenciales en cada usuario de móvil, que te vayas de cacería mayor invitado por indeseables tiranos, tengas amantes con potencial recorrido mediático, y se sospeche con cierto fundamento que has tenido influencia directa en determinadas corrupciones, es demasiado para cualquiera; y acaban pesando más los deméritos puntuales -y privados-, que los logros políticos de largo alcance. Por eso, cuando abdicó, había pasado ya el tiempo de hacerlo. Y se le pasó también la oportunidad de demostrar que el apego a un cargo que le vino regalado no era mayor que la que podía tener por su afición a las regatas.

Los españoles le debemos mucho a Juan Carlos I; más de lo que muchos piensan o creen. Pero sólo se lo reconocemos ya los que tenemos ciertas nociones básicas de nuestra historia reciente, o la memoria correctamente engrasada, o el cerebro exento de determinados prejuicios. Hoy, por contra, parece pesar más lo que muchos españoles le reprochan. Su popularidad, antaño imbatible, hoy no superaría cualquier encuesta entre la población. Es una injusticia, sí, pero acaso no lo sea. Y es algo que él podía haber previsto, de haber sido más inteligente y previsor.

Hoy olvidamos que este rey -colocado en el cargo por su valedor, Francisco Franco-, heredó al inicio de su mandato todos los poderes -todos- que el dictador detentaba. Aunque también se nos suele olvidar que sus maniobras políticas, algunas visibles y otras mucho menos, fueron encaminadas a devolver todos esos poderes iniciales a su legítimo dueño: el pueblo español. Ya sólo por eso merecería monumentos por todo lo ancho y largo de la geografía nacional. Pero su comportamiento personal, sobre todo el de su última etapa -período basura, claramente sobrante- le perseguirá para siempre. Aunque seguramente el tiempo modificará esa idea tan drástica. Después de su muerte, y con el paso de los años, los historiadores por un lado y los españoles por otro otorgaremos con seguridad un juicio menos presentista, más objetivo y más agradecido en definitiva. Es un suponer, claro. No habitamos en el país más agradecido del orbe.

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