jueves, 29 de noviembre de 2018

¿UNA IMAGEN MEJOR QUE MIL PALABRAS? VENGA YA

Me gustaría saber quién inventó el dislate de que una imagen vale más que mil palabras. Me gustaría saberlo para decirle unas cuantas palabras ofensivas, y enseñarle unas cuantas imágenes penosas que poderle ofrecer de alimento o de material con que limpiar sus posaderas.

Si bien es cierto que hay imágenes provenientes de fotografías o de películas o de informativos, cuyo impacto aún perdura en nuestro cerebro, y con cuya mención, los recuerdos y los simbolismos se desgranan de nuevo en el aire, y pensamos y recordamos y nos emocionamos de nuevo. Si bien es cierto que ya el siglo XX y el actual no se pueden ni pensar ni abordar sin el concurso de la fotografía, la televisión, el cine, el diseño gráfico, el vídeo. Si bien es cierto que la supremacía de la imagen en publicidad y las redes sociales, gracias entre otras cosas al omnipresente móvil, es absoluta. Si bien todo eso es verdad, el poder de la palabra oral o escrita es a mi juicio superior. Mi profesión me brinda los ejemplos.

Desde que comencé a dar clase en el 90, ha habido demasiadas leyes de educación, demasiados cambios tecnológicos a los que dichas leyes han atendido (a veces por defecto, otras con excesiva presencia), demasiados debates encendidos sobre las metodologías docentes. Pero yo, que asumí la fuerza de la informática desde el primer momento (mi primer contacto con un ordenador fue en ese año, en el Dpto. de Filosofía del IES Padre Isla de León), y pese a que la llevo usando de una manera exhaustiva y continuada desde entonces de un modo que no hizo sino crecer, pese a todo, considero que no hay tecnología que supere el don de la palabra y su fuerza persuasiva. Por mucho que yo entre en clase y les proyecte las imágenes más hermosas, crueles, impactantes, atractivas, desagradables, etc, así, sin más, lo único que lograré será una atención puntual sobre cada una de ella, en un breve espacio de tiempo. Cuando hubieran visto un par de docenas de ellas, aun las más espectaculares, si yo me mantuviese mudo sin decir nada, la mayoría perdería el interés al poco rato. En cambio, si yo entro en el aula visiblemente nervioso y les digo: "Las tropas estadounidenses acaban de invadir Irak, y se inicia una guerra que nadie sabe cómo nos va a afectar", hago una pausa larga, los miro a todos uno a uno, y les pregunto si quieren saber por qué estoy tan anormalmente nervioso, la mayoría diría que sí, y daría comienzo a una clase improvisada que tendría el trending topic del centro en esa semana. O, en otro ejemplo, si yo, no habiendo podido preparar la clase de ese día con ese grupo, llego y me siento en el pico de la mesa, como hace el Gran Wyoming, e improvisando les suelto: "¿Sabéis qué decía Einstein sobre sí mismo?", automáticamente 25 rostros se van a volver hacia mí, y preguntarán qué decía ese tipo (además, algunos preguntarán quién fue). Y yo les leería la siguiente cita: "No es que yo sea más inteligente. Es que me he enfrentado a los problemas durante más tiempo". Y, tras su desconcierto, les preguntaría lo que pensaban sobre si esas palabras reflejan la verdad o son una tontería más del genio alemán. Y, tras escucharles algunas intervenciones, podría largarles una disertación sobre los valores de la perseverancia, la motivación, el sentido de la vida y no sé cuántas cosas más. Puedo asegurar que en ambos momentos, con mi voz y el único apoyo -acaso prescindible- de una tiza, podría lograr la mayor de las atenciones que una imagen jamás alcanzaría. (Por cierto, ambos ejemplos ocurrieron de verdad).

Así que no me vengan con pamemas. Una imagen excelente puede ser mejor que mil palabras mal urdidas. Pero una imagen excelente jamás puede competir con mil palabras excelentes. Ahora bien, si unimos ambas excelencias, no habrá nada que las detenga. Por eso yo me ejercito a diario con ambas, a ver si alguna vez consigo esa excelencia que llevo persiguiendo más de medio siglo.

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