martes, 27 de noviembre de 2018

HITOS DE MI ESCALERA (32)

Durante toda mi existencia supe que había ganado un año a mi carrera particular por "situarme en la vida": el hecho de que cuando estaba en 1º EGB me pasaran a 2º me marcó para siempre, tanto para bien como para mal, como ya quedó dicho en estos Hitos. Lo que no sabía es que las circunstancias me iban a regalar otro año más, acaso para que sirviera de compensación por los sinsabores de ser siempre "el pequeño de la clase".

El 1 de octubre de 1982, con 19 añitos y medio llegó a casa una carta del Gobierno Militar de León, donde se me comunicaba la “exclusión total por enfermedad” en lo referente a mi incorporación al servicio militar. Con anterioridad, yo había solicitado dicha exclusión, alegando mi abundancia de dioptrías de miope, sobre todo en el ojo izquierdo, aunque nadie me había asegurado nada, porque todo eran rumores sobre el número considerado límite para el servicio. Pero al final, sí. Fue uno de las alegrías más grandes que recuerdo. No todos los días le regalan a uno un año de vida así como así. De modo que si las cosas no cambiaban y yo “no me torcía”, podía acabar la carrera con 22 años (un año antes que los demás), con el sobreañadido de que no tendría que perder otro año con la gilipollez innecesaria de la mili. Efectivamente, no me “torcí”, y me licencié cuando estaba previsto, con mucho tiempo de ventaja para lograr “situarme” (entrecomillo estas palabras, porque eran las preferidas de mi madre, cuando se refería a mi trayectoria). Con mucho tiempo para poder hacer muchas cosas, o ninguna. Aunque de eso ya nos ocuparemos más adelante.

Lo que yo no supe en aquel momento de inmensa felicidad es que la cosa no había sido tan automática. Ni tan legal. Porque si mi ojo izquierdo sí cumplía los requisitos que me libraban del horror militar, mi ojo derecho no alcanzaba el número de dioptrías que me considerarían cegatón para los menesteres bélicos; por lo que yo debí haberme incorporado a filas en tiempo y forma, cuando acabara mi prórroga por estudios. Pero lo que hizo que todo cambiara (y yo no supe en aquel momento fantástico) fue que mi padre había movido hilos por bambalinas con el capitán general que lideraba el Gobierno Militar, a quien él conocía por su trabajo de recaudador, y había logrado que el asunto colara. No lo supe hasta muchos, muchos años después; en realidad, estaba bien entrado en la cuarentena, cuando cruzando dos conversaciones, una con mi tío y otra con un amigo común, el asunto se reveló como ahora lo comunico yo aquí. Unas gestiones, unas horas de conversación, algún favor que devolver, y uno recibe como regalo de otoño un año de vida liberado de estúpidas obligaciones. Preguntado mi padre sobre el particular, y permaneciendo fiel a sus ideas y a su desapegado comportamiento, lo negó todo, no entró al trapo, y dio carpetazo al asunto.

Si tenemos en cuenta que mis relaciones con mi padre nunca fueron buenas, que en aquella aún eran peores, se entiende mal ese gesto. O se entiende muy bien, según como se mire. Porque, como me dice a menudo quien más me quiere: “Tu padre nunca te dijo que te quería, vale, nunca se ocupó mucho de ti, vale, pero gestos como ése eran la forma que tenía él de decirte todo lo que le importabas”. Porque sí, hubo más gestos, que comentaremos en este foro. Con el tiempo, acabé entendiendo. No me quedó otra. Y, sí, tal vez no pueda quererlo del modo sencillo y natural con que un hijo quiere a un padre. Pero yo casi nunca olvidé nada de cuanto de bueno se me haya hecho. Y casi ssiempre fui muy agradecido. Y casi seguro que continuaré siéndolo.

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