El
año 1983 comenzó con dos hechos clave en mi existencia (de otro modo, no
figurarían aquí, en esta serie de “hitos”). El primero fue triste, pero
revelador. El segundo, resultó una epifanía, que dio comienzo a una de mis
aficiones más irreductibles y esenciales.
Quien
leyera el anterior capítulo de esta serie, acaso recuerde lo contento que me
encontraba porque por primera vez yo había logrado que lo que escribía tuviera
una plasmación real, en forma de artículos que aparecían en una revista
universitaria, que era minúscula, privada, financiada por un cura y cuya tirada
era famélica. Pero que para mí fue muy importante. Pues bien, en febrero de ese
año yo publiqué mi última reflexión en dicha revista: se tituló “Acerca de una
falta de dedicación”, y versaba sobre eso mismo referido a la Universidad de
León, donde no dejaba títere con cabeza desde las autoridades máximas de la
misma, hasta los alumnos más descerebrados, pasando por los profesores más
incompetentes. Digo que fue el último artículo que salió, pero no fue el último
que escribí. Ése no llegó a salir, porque fue censurado por completo. Trataba
sobre la despenalización del aborto, un tema candente por aquel entonces en
España. Yo apoyaba sin trabas dicha propuesta legislativa (que se aprobaría en
1985). Pero el factótum de la revista, humanista (con salvedades), amable
(selectivamente), pero sacerdote a la postre dijo que no, que no y que no. El
artículo no salió. Ahorro referir lo que le dije al interfecto. Yo dejé la
revista para siempre (aunque el “siempre” fue exiguo, dado que la revista sólo
duró tres números más -obviamente, no por mi deserción, claro-). Y aprendí de
primera mano alguna lección sobre la prensa y la libertad de expresión.
Dos
meses después, tuvo lugar mi primer viaje al extranjero. Aún no había cumplido
los 20 años, y el alborozo se me salía por los poros cuando subí al autocar que
nos llevaría a París, con motivo del “Paso del Ecuador” de mis estudios
universitarios. Fue un día de viaje para la ida y otro para la vuelta, con lo
que la estancia sólo ocupó 5 días. ¡Pero qué 5 días! Fue una experiencia
sublime, extenuante, reveladora, iniciática. Recuerdo con mucha exactitud casi
todas las situaciones que tuvieron lugar en aquella semana que mis padres
pagaron con cierto esfuerzo por su parte. No es cosa de referirlas todas. Pero
sí conviene resaltar tres aspectos esenciales.
La
primera también surgió de una frustración, pero inauguró un modo de
comportamiento del que siempre me he sentido orgulloso. Tuvo que ver con que
era el único (¡el único!) que se había comprado una pequeña guía turística de
la capital francesa. Y como aquella guía -que aún conservo- proponía diez
rutas, yo sugerí a unos cuantos compañeros más cercanos que, si les parecía
bien, podríamos seguirlas con cierto orden. Aceptaron encantados, y dimos
comienzo a la que iniciaba el libro, por lo que el primer día nos dirigimos a
la Île-de-la-Cité, a ver Nôtre-Dame, la Sainte Chapelle, la Conciergerie, el
mercado de las flores, etc. Y, sí, muy contentos llegamos ante la imponente
catedral, donde nos hicimos las fotos clásicas, y luego accedimos al interior.
Nos quedamos fascinados, como es fácil imaginar. Pero más bien debería decir
que ME quedé fascinado, pues el grado de fascinación de mis acompañantes no me
quedó muy claro. Porque ¡diez minutos después! de fascinado, pasé a estar
atónito. Pues ellos ya habían recorrido ya las cinco naves, visto sus vidrieras
y rosetones, sus muchos metros de longitud, y lo habían hecho a una velocidad
de 2,3 match, y se me acercaron para preguntarme cuál era la siguiente etapa de
esa ruta. También ahorraré lo que les dije, lo que me dijeron. Sí revelaré que
no me enemisté con nadie, pero desde ese momento yo recorrí París en la más
absoluta y gozosa de las soledades, destrozando el par de mocasines nuevos que
llevé, comiendo bocadillos de mantequilla con atún y bebiendo Orangine
-uno de los pocos lujos de aquellos días-. A mis compañeros
sólo los vería al inicio y al final de la jornada. Inauguré de ese modo una
actitud individual, pausada y egoísta ante los lugares nuevos, que mantendría
ya para siempre. Una hora larga después del incidente, dejaba extasiado
Nôtre-Dame para dirigirme a la Conciergerie.
La
segunda cuestión que merece ser contada es la del surgimiento de un amor incondicional
e imperecedero. Yo me enamoré de manera irremediable de una ciudad que tendrá
todos los defectos que se le puedan asignar, pero donde hallé tal cantidad de
arte que contemplar, tal racionalidad en su distribución urbana, tal diversidad
humana interactuando, que a mí me hechizó para siempre. Repetí con diferentes
años visita a una de mis ciudades-fetiche, la última ya, por fin, con 16 días
por delante, en la que pude apurar en buena medida cuanto esta ciudad ofrece.
La
última, es una confesión que pocas personas conocen, aunque mis allegados están
hartos de escuchármela. Desde que montamos en el autocar para el regreso, yo
pasé muchos minutos desde el inicio, y luego con intermitencias, llorando en
silencio, pegado a la ventanilla. No sabía muy bien por qué, pero me brotaba el
llanto, y no era de felicidad precisamente. Era más bien la constatación de que
se habían terminado aquellos cinco días de libertad absoluta, de éxtasis
artísticos con obras tan anheladas y por fin contempladas. Que aquellos cinco
días, en definitiva, yo había sido yo mismo por primera vez en mi vida. Acaso
exagere. Pero yo, que por aquel entonces era mucho más monolítico, inflexible y
racional que hoy, y que no lloraba ni queriendo, derramé muchas lágrimas en el
viaje de vuelta a la rutinaria, gris y esforzada realidad de estudiante
universitario en una ciudad rutinaria, gris y anodina.