lunes, 2 de julio de 2018

ALLÍ ESTARÉ (MICRORRELATO)

Ella supo que todo había cambiado, cuando al pasar junto a él en cualquier momento, no podía evitar ruborizarse un tanto. Su madurez lograba, sin embargo, que la situación no resultara embarazosa para ninguno de lo dos, y un tema cualquiera podía hacer brotar una conversación bien traída. Pero las conversaciones en el trabajo no eran suficientes. Pensaba que sus compañeras eran conscientes de lo que pasaba y creía que lo comentaban entre risitas a sus espaldas. Además, le quedaba la sensación de que necesitaba más, de que verlo unos instantes a lo largo de las mañanas era algo que la mortificaba en mayor medida que el placer que sentía con su compañía. Una noche, sin haber podido preverlo siquiera, él le abrió un privado en la red de su correo. Al principio, reaccionó sorprendida. Opuso reparos porque creía que cualquiera podía estar contemplando lo que hacían, aunque en ese instante no pensó en su marido, que llevaba una existencia paralela y mansa. Él la tranquilizó, y le explicó las ventajas de una privacidad personalizada. Enseguida pudo comprobar que aquel reducto secreto era exclusivo de los dos, que allí ambos podían hablar, conocerse, reír, fantasear. Y desde aquel momento, siempre que uno de los dos entraba, llamaba al otro, que respondía con alborozo. En sus conversaciones, en cambio, nada podría haber sido utilizado como prueba de algo sospechoso, inmoral o deshonesto. Pero el ambiente adquiría temperatura progresiva, a cada frase tecleada velozmente, simulando una conversación que no se había dado nunca en el exterior. En una noche tardía, él dio un paso adelante y le dijo que la deseaba con tal intensidad, que sus fantasías sólo mostraban su cuerpo delgado, su ambiguo rostro, sus manos inexpresivas, con su voz grave de  fondo. Ella se quedó helada. Le encantó leer aquella frase, y aun la había deseado durante semanas, pero no estaba preparada para responderla. Por otro lado, su lado más femenino acusó el golpe de sentirse sólo deseada y no querida con la misma intensidad con que ella lo adoraba ya a esas alturas. Cerró el ordenador de golpe. Tuvo una taquicardia prolongada. No pudo pegar ojo. No sabía qué decir, qué responder a su requerimiento. En el trabajo, ambos simularon que nada había sucedido, pero algunas miradas interrogantes fueron lanzadas al aire sin que éste devolviera más que miradas bajas y un disimulo bien entrenado a lo largo de los años. A la noche él le pidió explicaciones por su marcha intempestiva, y ella se volvió a bloquear, sin poder contestar nada. Se abrió un vacío sin silencios, un vacío ágrafo que ambos interpretaron de modo distinto. El, más experto en asuntos de esa índole, soltó cuerda sin decir palabra. Ella se consumía pensando lo que él podía estar pensando de su inacción; también, valoraba los riesgos evidentes de una situación tan novedosa en su vida. El resultado es que respiraba con agitación, pero sus dedos no se movían ni pulsaba tecla alguna. Esa noche ella se fue a la cama llorando, y él algo molesto por la falta de reacción. Pero era una cuestión de tiempo. Pasó una semana en la que nada varió, a no ser la progresiva desazón de ella cuando él estaba cerca. Esos días cuando abría el correo la atenazaba el miedo a que él le dijera algo más concreto, pero lo cierto es que se moría de ganas de que él diera algún paso. El, con paciencia experta y menos que perder, aguardó; y aunque la lucecita verde indicaba disponibilidad y conexión, no pronunció palabra alguna. Al décimo día desde la determinante conversación, ella lo saludó y le preguntó cómo estaba. El le respondió que se encontraba consumido de deseo por ella, pero que no quería molestarla si ella no lo correspondía. Ella suspiró frente a la pantalla. Después, le franqueó sus sentimientos reales, sin poder notar la sonrisa de él mientras leía su rendición. El aseguró comprenderla y sentirse encantado con lo que ella le acababa de contar, aunque no podía prometer reciprocidad sentimental. Ella se calló, azorada. Él lanzó la acometida final: “Quiero verte; hoy; en mi casa, a las seis”. Ella, tras unos segundos de angustiosa espera, marcó irreversiblemente su futuro tecleando las dos palabras que cambiarían su vida para siempre. 

Del libro inédito Micrólogos, 2012

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