sábado, 20 de octubre de 2018

HITOS DE MI ESCALERA (30)


El año 1983 comenzó con dos hechos clave en mi existencia (de otro modo, no figurarían aquí, en esta serie de “hitos”). El primero fue triste, pero revelador. El segundo, resultó una epifanía, que dio comienzo a una de mis aficiones más irreductibles y esenciales.


Quien leyera el anterior capítulo de esta serie, acaso recuerde lo contento que me encontraba porque por primera vez yo había logrado que lo que escribía tuviera una plasmación real, en forma de artículos que aparecían en una revista universitaria, que era minúscula, privada, financiada por un cura y cuya tirada era famélica. Pero que para mí fue muy importante. Pues bien, en febrero de ese año yo publiqué mi última reflexión en dicha revista: se tituló “Acerca de una falta de dedicación”, y versaba sobre eso mismo referido a la Universidad de León, donde no dejaba títere con cabeza desde las autoridades máximas de la misma, hasta los alumnos más descerebrados, pasando por los profesores más incompetentes. Digo que fue el último artículo que salió, pero no fue el último que escribí. Ése no llegó a salir, porque fue censurado por completo. Trataba sobre la despenalización del aborto, un tema candente por aquel entonces en España. Yo apoyaba sin trabas dicha propuesta legislativa (que se aprobaría en 1985). Pero el factótum de la revista, humanista (con salvedades), amable (selectivamente), pero sacerdote a la postre dijo que no, que no y que no. El artículo no salió. Ahorro referir lo que le dije al interfecto. Yo dejé la revista para siempre (aunque el “siempre” fue exiguo, dado que la revista sólo duró tres números más -obviamente, no por mi deserción, claro-). Y aprendí de primera mano alguna lección sobre la prensa y la libertad de expresión.

Dos meses después, tuvo lugar mi primer viaje al extranjero. Aún no había cumplido los 20 años, y el alborozo se me salía por los poros cuando subí al autocar que nos llevaría a París, con motivo del “Paso del Ecuador” de mis estudios universitarios. Fue un día de viaje para la ida y otro para la vuelta, con lo que la estancia sólo ocupó 5 días. ¡Pero qué 5 días! Fue una experiencia sublime, extenuante, reveladora, iniciática. Recuerdo con mucha exactitud casi todas las situaciones que tuvieron lugar en aquella semana que mis padres pagaron con cierto esfuerzo por su parte. No es cosa de referirlas todas. Pero sí conviene resaltar tres aspectos esenciales.
La primera también surgió de una frustración, pero inauguró un modo de comportamiento del que siempre me he sentido orgulloso. Tuvo que ver con que era el único (¡el único!) que se había comprado una pequeña guía turística de la capital francesa. Y como aquella guía -que aún conservo- proponía diez rutas, yo sugerí a unos cuantos compañeros más cercanos que, si les parecía bien, podríamos seguirlas con cierto orden. Aceptaron encantados, y dimos comienzo a la que iniciaba el libro, por lo que el primer día nos dirigimos a la Île-de-la-Cité, a ver Nôtre-Dame, la Sainte Chapelle, la Conciergerie, el mercado de las flores, etc. Y, sí, muy contentos llegamos ante la imponente catedral, donde nos hicimos las fotos clásicas, y luego accedimos al interior. Nos quedamos fascinados, como es fácil imaginar. Pero más bien debería decir que ME quedé fascinado, pues el grado de fascinación de mis acompañantes no me quedó muy claro. Porque ¡diez minutos después! de fascinado, pasé a estar atónito. Pues ellos ya habían recorrido ya las cinco naves, visto sus vidrieras y rosetones, sus muchos metros de longitud, y lo habían hecho a una velocidad de 2,3 match, y se me acercaron para preguntarme cuál era la siguiente etapa de esa ruta. También ahorraré lo que les dije, lo que me dijeron. Sí revelaré que no me enemisté con nadie, pero desde ese momento yo recorrí París en la más absoluta y gozosa de las soledades, destrozando el par de mocasines nuevos que llevé, comiendo bocadillos de mantequilla con atún y bebiendo Orangine -uno de los pocos lujos de aquellos días-. A mis compañeros sólo los vería al inicio y al final de la jornada. Inauguré de ese modo una actitud individual, pausada y egoísta ante los lugares nuevos, que mantendría ya para siempre. Una hora larga después del incidente, dejaba extasiado Nôtre-Dame para dirigirme a la Conciergerie.

La segunda cuestión que merece ser contada es la del surgimiento de un amor incondicional e imperecedero. Yo me enamoré de manera irremediable de una ciudad que tendrá todos los defectos que se le puedan asignar, pero donde hallé tal cantidad de arte que contemplar, tal racionalidad en su distribución urbana, tal diversidad humana interactuando, que a mí me hechizó para siempre. Repetí con diferentes años visita a una de mis ciudades-fetiche, la última ya, por fin, con 16 días por delante, en la que pude apurar en buena medida cuanto esta ciudad ofrece.

La última, es una confesión que pocas personas conocen, aunque mis allegados están hartos de escuchármela. Desde que montamos en el autocar para el regreso, yo pasé muchos minutos desde el inicio, y luego con intermitencias, llorando en silencio, pegado a la ventanilla. No sabía muy bien por qué, pero me brotaba el llanto, y no era de felicidad precisamente. Era más bien la constatación de que se habían terminado aquellos cinco días de libertad absoluta, de éxtasis artísticos con obras tan anheladas y por fin contempladas. Que aquellos cinco días, en definitiva, yo había sido yo mismo por primera vez en mi vida. Acaso exagere. Pero yo, que por aquel entonces era mucho más monolítico, inflexible y racional que hoy, y que no lloraba ni queriendo, derramé muchas lágrimas en el viaje de vuelta a la rutinaria, gris y esforzada realidad de estudiante universitario en una ciudad rutinaria, gris y anodina.


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