Como ya quedó dicho, mi padre prefería no participar en
cuestiones que tuvieran que ver con lo académico, salvo que no quedara más
remedio. De mis dos padres, era el único que tenía cultura, pero prefirió no
utilizarla ni a favor ni en contra, dejando a sus dos hijos al omnipresente
cuidado de mi madre que, de sobra está decirlo, no estaba capacitada para esa
misión (aunque ella hiciera lo que buenamente le indicara su instinto). Sus razones tendría, supongo, pero a mí todavía no me ha hecho ni la más mínima
mención al respecto, y ese aspecto acaso no se aclare nunca. Aun así, no debe entenderse que mi padre no tuviera algunas ideas
muy claras sobre lo que debía ser y lo que no, como se podrá comprobar en el
episodio que viene a continuación.
Tras la agónica y dramática concesión del título de Graduado
Escolar, venía la espinosa decisión de a qué instituto iría el chiquillo,
porque sobre si estudiaría el bachillerato unificado y polivalente, vulgo BUP,
no hubo duda ninguna, como tampoco la habría con mi hermano años después,
aunque en sentido contrario. El niño estudiaría el BUP, claro que sí. La
cuestión sería dónde. Como en casa nunca se contempló la posibilidad de pagar
por la enseñanza, salvo que no quedara otro remedio, sería un instituto
público. Por aquel entonces, si no recuerdo mal, había tres posibilidades. Dos
institutos masculinos y uno mixto (además del femenino, que quedaba descartado
por motivos obvios). Uno de los masculinos quedaba en el extrarradio, lejísimos,
y la cosa quedaba entre el “masculino de toda la vida”, o sea, el Padre Isla, y
el mixto de reciente creación, el de la Palomera.
El infante recién graduado se decantó claramente por el mixto. Había captado, ya a esas alturas, que la enseñanza
académica no debía ir reñida con la contemplación deleitosa de las carnes
femeninas, habida cuenta del momento hormonal que principiaba ya por aquel
entonces -si bien de forma tenue, ha de reconocerse-. Y en su campaña para matricularse en el mixto echó el chico que yo era
todas sus energías, sus argumentos racionales e irracionales, y su interés más
absoluto. Mi padre no se molestó en discutir. No sé si escucharía lo que yo le
dijera, porque, como ya digo, él estaba en otra onda mental, no recuerdo bien
si la cosa duró mucho en su debate, no me alcanzan los recuerdos siquiera para decir
si hubo dicho debate. Pero la decisión fue unilateral y firme: “de mixto, nada;
tú, al Padre Isla, y no se hable más”.
El Padre Isla quedaba a 20 minutos andando desde mi casa, y
con los inviernos leoneses, aquello era peliagudo. Pero el problema que más me
molestaba era que iba a seguir teniendo compañeros masculinos, y la posibilidad de trabar
contacto con el sexo opuesto se iba a minimizar y posponer durante mucho
tiempo (aspecto que unido a mi timidez de entonces contribuiría no poco a lo que luego sería mi relación con las mujeres en la primera etapa). Era verdad que gozaba de la mejor fama de todos los institutos de la ciudad,
incluido el femenino. También, de ser el más duro y terrible de todos, donde los “elefantes
sagrados” acababan sus días académicos. También era cierto que lo que se oía
del centro mixto, desde el punto de vista objetivo, no era halagüeño. Porque
chicas habría, sí, pero el desconcierto y los problemas de un centro de nueva
creación, con la democracia aún por llegar… eran más que notables. Además,
siendo honestos, un verdadero alumno debería ansiar la mejor preparación. Pero
con 13 años, la capacidad de ver a medio-largo plazo apenas existe, incluso en
mi caso, que era a veces más viejecito que los del parque. De modo que a principios de julio de 1976, mi padre
y yo fuimos a matricularme al Instituto Masculino de Educación Secundaria “Padre
Isla”, donde pasaría los siguientes cuatro años académicos.
Pese a todas las pataletas, mi mal humor, mi orgullo
humillado; pese a que aquella decisión prorrogaría mis problemas sociales durante años, y otras muy variadas martingalas, jamás le agradeceré a mi padre lo suficiente su dictatorial, unívoca e irrevocable decisión. Aunque, decírselo, bien es verdad, se lo he dicho más bien poco. O nada, más bien.