martes, 15 de marzo de 2016

EL MEJOR ELOGIO PARA UN PROFESOR


Una mala organización de los espacios y de las personas ha motivado que hoy tuviera en clase a alumnos que no son los míos, concretamente a la otra mitad de la clase, a quien imparte la misma asignatura que yo, pero en inglés, otra compañera. Pues bien, una actividad tutorial ineludible impidió la clase prevista, dado que dos grupo distintos están unidos por su pertenencia o no al Programa de Enseñanza Bilingüe. El caso es que me vi en la circunstancia de tener que elegir entre reubicar a doce alumnos, llamando a alguien de guardia, o integrarlos en mi clase con los restantes. Opté por esto último. Pero antes de comenzar, los dividí como llevo haciendo las dos últimas semanas, en cuatro filas no próximas entre sí. A continuación, eso sí, indiqué a los alumnos “nuevos” que no tenían obligación de atenderme, puesto que el tema que nos ocupa ahora (la Prehistoria) ya lo habían dado hace meses. Les autoricé a realizar otras tareas cualesquiera, siempre que me dejaran dar clase, y no molestaran. Aceptaron el envite, y varios sacaron cuadernos y libros para hacer otros deberes. Pero fue abrir la presentación de diapositivas, y el atractivo del tema más la verborragia del docente que tenían delante, fueron obrando el milagro. Poco a poco las otras tareas quedaron arrumbadas en las mochilas. Las caras atentas se alinearon con las de mis alumnos habituales. Y paulatina y tímidamente fueron surgiendo también preguntas entre los no habituales. Fue una clase normal, completamente normal (de las que surgen cuando se dan los requisitos necesarios, no de las que suceden todos los días, entiéndaseme). Yo disfruté mucho dándola. No sé si ellos la disfrutarían también. Pero se podría pensar que sí, pues cuando tocó el timbre, nos sorprendimos la mayoría. “¿Ya? Qué rápido, ¿no?”, dijo una de las alumnas “desconocidas”. Me sonreí abiertamente. Le pregunté su nombre. Me lo dijo. Luego, con el más calculado de mis histrionismos, le di las gracias, inclinándome como si fuera un actor saludando desde el proscenio. Su mirada de desconcierto, me transmitió la impresión de no estar entendiendo nada. Le expliqué. Le dije que le daba las gracias porque su espontánea reacción supone el más sincero elogio que puede recibir un profesor. Siguió mirándome, desconcertada. No sé si acabaría entendiendo lo que le dije. Me dio igual. Yo hoy comí mucho más feliz que ayer. Y de la beatífica siesta, ya ni hablo.

3 comentarios:

María Pérez Martínez dijo...

Qué bueno!
Lo he imaginado perfectamente y me ha encantado.
Enhorabuena.

Anónimo dijo...

¡Felicidades, sabio profesor!
Yo también habría elegido atender a tu explicación.
Un abrazo enorme.
María

la cocina de frabisa dijo...

jjajajaja, que risa, me imagino la escena y tú con 20 kilos más. Enhorabuena!!

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