No sé los demás, pero yo comencé mi carrera profundamente enamorado de la materia que le da nombre: la Historia. Y a pesar de estudiar en la universidad de León, los mediocres profesores que me tocaron en (mala) suerte no lograron destruir dicho amor. Pero una de ellos logró infligirme una herida que, merced al poco orgullo que aún atesoro, supura de cuando en vez. Esa herida fue un suspenso en una asignatura. Un suspenso en junio, a recuperar en septiembre. El único suspenso de toda mi vida académica. Fue en segundo, el curso 1981-82.
Ya quedé dicho por estos pagos que, tras el palo sentimental iniciático (v. Hitos de mi escalera (26) y también Hitos de mi escalera (27), segundo fue el peor curso de toda mi experiencia universitaria. Fue el que peores notas saqué, pero lo que en ningún momento entró en mis planes fue suspender la asignatura a la que más horas dediqué a lo largo del año, porque era la que más me gustó de todo ese curso: la Historia del Arte Medieval.
La impartía uno de esos seres enigmáticos y contradictorios que cuando se topan en tu camino, nunca sales indemne del contacto. La catedrática en cuestión, de nombre Etelvina Fernández, era famosa en el campus leonés, pero también en el de Valladolid y Oviedo. El motivo de tal fama no eran sus sedudos estudios sobre el románico, sino que en ambas universidades cercanas acababan muchos de los alumnos que, habiendo terminado en León toda la carrera excepto su asignatura, acababan trasladando el expediente a esas universidades para concluir sus estudios sacando... sobresalientes, una vez lejos del obstáculo que suponía la interfecta. Vamos, que era uno de esos huesos cuya trascendencia traspasaba fronteras provinciales y hasta autonómicas. Sin embargo, como mi chulería todavía rayaba alta, pese a mis varapalos emocionales, di en creer que lo de su terrible fama no me iba a afectar a mí (¡sólo faltaría!), sino que demostraría que se podía romper su barrera de impenetrabilidad, y con nota, además.
Enseguida nos dimos cuenta de que pese a la tremenda tesis que acreditaba su fama de investigadora (doce volúmenes, creo, que ocupaba), como profesora no sólo era mediocre, sino que era objetivamente mala. Lo digo sin la acritud que con el tiempo alimentaría contra ella. Sin embargo, a mí eso no me echó para atrás. Sólo me defraudó, eso sí, porque esperaba una profesora muy dura, pero con la que iba a aprender muchísimo. Y, sí, aprendí muchísimo, pero no por su acción docente, sino por mi cuenta. Porque ese curso leí docenas de libros de arte medieval y vi, memoricé y repasé miles de fotos en los manuales, enciclopedias y monografías que había en las diferentes bibliotecas disponibles, en una ciudad de provincias, en un mundo previo a la súperabundancia de internet.
Pero la señora Etelvina no sólo era mala dando clase; es que era mala gente; o igual no lo era, pero a mí me lo pareció. Ello se demostraba en la arrogancia distante con que impartía sus clases. También, en el trato diario, tan clasista, cuando no despreciativo, a que nos sometía a sus atemorizados oyentes, y además en las faltas de respeto con que nos regalaba a menudo a sus pobres víctimas. Por no hablar de su exigencia curricular: solía impartir aproximadamente un tercio escaso del temario, pero en los exámenes finales entraba ¡toda! la asignatura, que era gigantesca. Por no hablar de su manía asesina de corregir con escalpelo. Por no hablar de su rigidez a la hora de escuchar reclamaciones. Por no hablar de su elevadísimo índice de suspensos, que sólo dejaba un 10 % de aprobados en junio, (un 20-25 %, si sumábamos la convocatoria de septiembre).
Pues bien, después de un curso con muchos tiras y aflojas, con discusiones, con reivindicaciones, con tensiones, y con muchos miedos acumulados, llegó la fecha de los exámenes finales. Yo iba, no bien preparado, iba preparadísimo. Pero a todos se nos heló la sangre en las venas, cuando después de una tanda de diapositivas de “las de ir a pillar”, pero que yo había sorteado mal que bien, nos puso como tema único, sin elección posible, el siguiente enunciado: “El Apocalipsis y las artes plásticas del año 1000 al 1500)". Nada de la escultura gótica o el mosaico bizantino, temas concretos que figuraban en su mismo temario. No. Un tema de creación. Un tema abstracto. Nos miramos todos un buen rato, entre sonrisas que eran llantos encubiertos y cagamentos por lo bajinis. Hubo gente que se salió, directamente. Y los que quedamos, ocupamos las dos horas de que disponíamos lo mejor que supimos. Yo busqué alardear de mis conocimientos (ese curso me había leído a mayores los Evangelios, el Apocalipsis y algunas otras partes de la Biblia). Y planteé un enfoque del tema que podría parecer arriesgado, pero que me podía otorgar una nota alta ¡incluso siendo ella! Eso pensaba yo.
Una semana después me llevé el disgusto más grande de mi vida universitaria, al mirar la lista y hallarme entre la gleba mayoritaria de suspensos. ¡Yo! ¡Suspenso, yo! Tardé dos semanas en recuperarme del impacto. Prueba de mi estado es que ni se me ocurrió reclamar la nota. Eso sí, al acabar mi desconcierto, me diseñé un plan draconiano que ocuparía 50 días de verano, con el fin de sacarme aquel mástil del cuerpo (decir “espina”, sería eufemístico). Aquel verano del 82, me sacrifiqué como nunca había hecho. Para mí los veranos eran el tiempo en que yo gozaba mientras la mayoría de los demás pringaban. Pero esta vez yo estaba en el mismo furgón que el resto. Sólo que mi preparación, aun en contacto con compañeros, fue autónoma y rigurosísima. Para que cuando llegara septiembre, mi preparación fuera todavía mejor, si cupiese. No es que cupiese demasiado, la verdad. Pero había que tratar de pensar como ella. Y la idea era imaginar qué tipo de tema caería en septiembre. Hicimos listas pensando mal y retorcidamente. Pero ni aun así llegamos a imaginar la joya con que nos puso a prueba el día de autos: “La luz en la Edad Media”. Inútil intentar describir el estupor de sus víctimas, incluyendo quien esto escribe. Después de que los derrotistas salieran del aula, cada uno escribió lo que pudo y supo, quedando todos con la misma incertidumbre derrotista que la otra vez.
Sin embargo, esa vez un miserable “5” acompañó a mi nombre en la lista final. El obstáculo había sido superado, pero ¡a qué precio! Y qué rencor planté en mi alma hacia ese personaje desalmado e injusto. Jamás olvidaría la afrenta. El único baldón de mi expediente académico, por lo demás florido y holgado, supuso una afrenta que ni siquiera hoy he logrado superar por completo. Con todo, poco tiempo después, pude saborear una vil y rastrera venganza.
Yo tenía algunos años más, y estaba preparando mis oposiciones. Era el año 1989. Era redactor-jefe de la principal revista universitaria leonesa, Campus. Y cuando surgió la ocasión, planteé un artículo en el que expusiera lo que todos sabían, todos criticaban, pero a lo que no se le ponía coto de ninguna manera. El texto salió en página impar con el título de “Etelvina, la destrucción o el terror”. En él contaba lo que sucedía con esta señora, y los toques de atención que estaba recibiendo la universidad leonesa de otras próximas sobre el número de expedientes de traslado en su asignatura, acompañado de las correspondientes estadísticas que avalaban cuanto escribí. No me ahorré detalles, ni críticas, ni sarcasmos, ni pullas, ni acusaciones, incluso en la esfera personal. Me salió un artículo con mucha mala baba, he de admitir, que tuvo una repercusión de hondo calado, y que fue muy comentado las semanas siguientes. Pese a las amenazas y presiones subsiguientes, yo me quedé como dios de satisfecho, siquiera fuera de modo puntual. Pero no conseguí restañar la herida, que como se puede ver, cada equis tiempo se abre, y sangra un poco.
Pd chulesca/ Pese a todo, no sólo no odié la asignatura, sino que a día de hoy sigue siendo uno de los motivos preferidos de que me guste tanto enseñarla yo, y, por ende, de que me apasione viajar y conocer de primera mano los diferentes monumentos que luego muestro yo en mis clases