Siempre pensé que, sin admiración, no cabía amor posible. Lo
sigo pensando. Pero ahora me refiero a la admiración de la excelencia. Pero en este asunto creo
que hoy admiramos poco, muy poco.
La senda de la excelencia es lo único que nos hace mejorar;
si no transitamos por ella, seremos sólo una pálida aproximación de cuanto
podríamos llegar a ser. Sin embargo, no admiramos mucho en la época actual. Hasta
molesta hablar de los mejores, y si se les menciona es para desear tener sus
riquezas o su modo de vida, no las cualidades que les han llevado a conseguir
lo que tienen. No obstante, resulta obvio que sin admiración a los mejores,
tampoco puede haber emulación. Y sin emulación, sólo disponemos de nuestros
propios medios, y por lo general suelen ser escasos; o no tenemos la suficiente
fuerza de voluntad para ponerlos en marcha.
Admirar a quienes nos superan en calidad, esfuerzo,
abnegación, sacrificios, logros, inteligencia, etc. es desear ser como ellos. Y
esto, que a priori podría parecer estúpido, porque cada individuo es único, no
lo es en absoluto, porque quienes somos es la combinación entre lo que podemos
ser, lo que tomamos de los demás y lo que la vida nos permite. Pero como la
combinación, interpretación y asimilación de “lo que tomamos de los demás” es
personal e intransferible, la individualidad y el carácter personal
diferenciado de los otros no se ven mermados por ello.
Admirar es necesario siempre, y tener presentes a quienes
saben, pueden y actúan mejor que nosotros es esencial para poder crecer. Ha de
tenerse en cuenta que el objetivo no es ser como
ellos, sino tender hacia ellos. Como
ellos no podrá haber nadie. Pero emulando sus cualidades, intentándolo, el
punto de partida se alejará cada vez más de nosotros, mientras construimos el
yo que cada cual alcance.
Un mundo que carezca de admiración hacia los mejores, que no
estimule la superación constante de las trabas, los problemas, que motive las
ganas de ser más (lo que se desee) y de poder hacer más (lo que sea); un mundo así
está abocado a una lenta decadencia que, con el tiempo, abocará hacia la
pérdida de lo más intrínsecamente humano. Dejaremos nuestra esencia de seres
humanos para volver a la esencia de simples homínidos.