miércoles, 17 de enero de 2018

CÓMO ACABAR CON LOS ROBOS DE ALTO NIVEL

Hoy en clase, al hilo de unas cuestiones de economía, solté mi teoría sobre cómo acabar (o al menos, reducir su impunidad) con los ladrones de gran escala. No me referí a los desgraciados que acaban en una cárcel por unos hurtos que no alcanzan los mil euros, sino que estaba señalando a banqueros, políticos, corredores de bolsa y otros criminales económicos de profesión. No me considero original con esa idea, que expondré a continuación. Pero sí me choca que, siendo tan simple, y que cuenta con un consenso bastante común, no se aplique de inmediato. La respuesta más sencilla reclama una explicación más aplastante aún: que si no se aplica es porque a los que deberían cambiar las normas actuales no les conviene hacerlo, pues también “están en el ajo”. Lo que es una perspectiva terrible.

La cuestión es muy sencilla, como digo. La discusión surgió en clase cuando alguien preguntó por el dichoso Urdangarín, del que todavía no se tiene noticia que desayune todos los días tras dormir en una celda. Aproveché para soltar lo que digo muchas veces. A estos ladrones de gran escala, hay que aplicarles la única medicina que les duele. No es, desde luego, la vergüenza de verse en boca de todos, ni que su imagen deteriorada y arrastrada salpique a sus hijos o familiares inocentes. No, lo único que les duele es el dinero, que constituye su verdadera patología. Y como lo que robaron fue dinero público, es decir, que nos robaron a todos, lo suyo es aplicar un castigo que no les dejara ganas de reincidir. Dicha pena no pasaría por la cárcel, desde luego. Al menos, de primera mano. A una persona como yo, que un Rato, Bárcenas, Urdangarín (por mencionar sólo los más conocidos) pasen unos años en prisión no me produce placer alguno, la verdad; incluso costarían dinero al erario público. No. La cosa pasaría por  que devolvieran en su completa integridad lo sustraído. Y cuando escribo “completa”, me refiero a su definición exacta, sin componendas. Además, los intereses devengados por todo el tiempo que ese dinero no estuvo disponible en las arcas públicas (o privadas): por ejemplo, un 10 % -siendo generosos-. A lo que se añadiría finalmente una multa de -pongamos- el 40 ó 50 % de lo estafado, robado, prevaricado, etc. En un ejemplo hipotético aunque no inverosímil, de un pillaje de 10 millones de euros, el condenado (o condenada) debería ingresar en la cuenta pública correspondiente unos 15 millones. Y aquí viene lo bueno. Como habría mucha resistencia a dicha entrega, la pena de prisión aparecería aquí como el elemento coercitivo que debe ser en realidad: sólo si se ingresa esa totalidad, el reo quedaría en libertad; entretanto, pena de prisión indefinida, hasta que se logre restituir a la ciudadanía lo que la judicatura dispusiera. Sólo de ese modo, saldría muy poco rentable delinquir a ese nivel. Seguro que aparecerían los dineros como por arte de magia, regresando de los santuarios fiscales donde se hallan a buen recaudo. Y también, para finalizar -en casos como el de Urdangarín o Rato, que lo tenían todo o casi todo- una terapia especialmente dirigida a reconducir sus deplorables vidas tratando sus patologías respectivas.

Pues bien. Lo apabullante de esta medida, la sencillez de su aplicación mediante un cambio en el Código Penal realizado de urgencia en las Cortes y el segurísimo cambio que se produciría en los modos de actuar de los delincuentes-banqueros o delincuentes-políticos, si bien captó a la mayoría, no suscitó la unanimidad que yo esperaba en el aula. Dándole vueltas, he concluido en pensar que es más que probable que algunos de mis alumnos, bien instruidos por algunos progenitores, ya estén preparando cómo darán su golpe cuando crezcan, el día de mañana, no durando mucho.

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