viernes, 7 de abril de 2017

EL JUGADOR DE AJEDREZ


Está ahí, agazapado e inmóvil, aguardando. Todo él embadurnado de negro y purpurina, en una mezcla que quién sabe cuánto tardará en ponerse, y cuánto en quitarse, cuando acaba su jornada. A veces, se expone en medio de la plaza, pero otros momentos, está justo detrás de una esquina, y te lo encuentras por lo general, de golpe, sin haberlo previsto. La sorpresa es inmediata.

Siempre brotan las preguntas, en tropel. ¿Sabrá jugar al ajedrez? ¿Será bueno? ¿Habrá elegido esa representación porque un día jugaba, se hartó de perder, y buscó una salida dramatizada a su problema personal? ¿O fue todo fruto del azar? ¿Tal vez una apuesta con alguien? Hay muchos mimos, pero ¿un ajedrecista? Las posibilidades de movimiento que también tiene, una vez depositada la moneda, son limitadas. Entonces, ¿por qué? Tal vez el sentimiento de que no hay juego más bello, o la idea de que utilizar un tablero y unas piezas ordenadamente dispuestas lo diferencia de sus demás compañeros, o que, en efecto, es un gran maestro “pasado de rosca”, que optó por camuflarse del mundo de este modo, sin despertar sospechas y disponer así de su querido instrumental siempre a la vista, pero sin la obligación de tener que ejercitarse de continuo.

De todas las posibilidades que pude intuir, me quedé con esta última. Me pareció la más reconstruible, si bien no la más probable. Aun así, aposté fuerte por ella, entreviendo la historia de su plan. “Sé quién eres”, le dije. Al principio, ni se movió de su pétrea posición. Luego, le fui contando todo lo que había deducido, y también lo que me fui inventando. Ni pestañeó. Al final, apelé a su orgullo. “Te reto a que demuestres quién eres. Cuando termines aquí, podrías jugar una partida conmigo”. Habló por primera vez muy serio, aunque sin alterar su posición ni sus ojos cerrados. “De acuerdo”. Y me dio la dirección de un bar. A la hora convenida, nos encontramos sin saludo previo. A los lados sólo agua y cerveza negra. No había reloj, pero dio igual. Tardó 16 movimientos en darme un mate que ni siquiera pude intuir para poder abandonar y evitar la humillación de la derrota. Al pronunciar la palabra “mate”, se levantó y se fue. En los quince o veinte minutos que duró el encuentro, no me dirigió la mirada en ningún instante.

Mimo ajedrecista en Génova (Liguria, Italia)

Julio, 2016 ----- Panasonic Lumix G6

jueves, 6 de abril de 2017

TELEGRAMA FALLIDO (MICRORRELATO)

El telegrama no ofrecía lugar a dudas. Te urgía a venir cuanto antes. Pensé que el pretexto familiar surtiría efecto. Siempre fuiste persona crédula, y sensible. Nunca planteaste conflicto alguno, tampoco con mi familia. Al contrario, siempre ofrecías apoyo a la comprensión y al acercamiento de posturas. Pero esta vez no viniste. No sé por qué. Tal vez haya una porción de azar en este hecho. Acaso la memoria te indujo a la sensatez. Puede que alguien de mi entorno te avisara con tiempo. Incluso cabe la posibilidad de que tú misma intuyeras la celada de mi parte. Pero esta vez no podrá ser.  Mi plan no podrá llevarse a cabo como fue trazado. Nos quedaremos ambos sin saber cuánto tiempo tardarías en llorar con desconsuelo, si gritarías suplicante o te quedarías muda de terror ante lo que fueras a ver, si tu resistencia lograría competir con mi capacidad de demora, si te desmayarías antes de aparecer los primeros  espasmos, o después, si al final de los dos días de rigor te dejaría, como casi siempre, sola y desnuda en la casona, hasta que recuperaras la consciencia por ti misma, o te concedería la gracia de llevarte al hospital y urdir una historia creíble para los demás y que permitiera obviar trámites policiales. Aunque, bien pensado, sólo te quedarás sin saberlo tú. Yo sé perfectamente lo que habría sucedido. Y que habría sido la última vez.

Del libro inédito Micrólogos, 2012

miércoles, 5 de abril de 2017

UN BUSTO SOBRE EL MAR


Una de las cosas que más llama la atención cuando se visita Salinas, es una escultura que se encuentra en un promontorio, sobre una escollera-anticlinal del Devónico, nada menos: lo que aquí llaman “La Peñona”. Antes de que tras una galerna invernal remodelaran la zona, rehabilitaran la pasarela actual, y construyeran un museo de anclas, ya habían colocado una escultura de busto, aunque grande, dado el lugar, extrañamente encaramada a la roca, cuyos estratos de base estaban oblicuos con respecto al plano del mar. La escultura, realizada en bronce por Vicente Menéndez-Santarúa,mostraba el rostro de un personaje menos que secundario, pero al parecer muy querido por estos pagos; nunca llegué a entender por qué. Se trata de Philippe Cousteau, uno de los hijos del famoso oceanógrafo Jacques-Ives Cousteau, muerto cerca de Lisboa en accidente de hidroavión, en 1979. Uno entiende casi todos los reconocimientos, incluso a personas alejadas tanto geográfica como mentalmente de donde se les rinde homenaje. Pero ¿qué pinta la figura de este aventurero, elegido por su padre para ser su heredero principal, en un entorno como Salinas? Que se sepa, este hombre no habría pasado a la historia, de no ser por su apellido y su trágica muerte prematura. Se entendería que en su lugar natal, incluso en su país de origen, se le recordara de algún modo. Pero ¿en Salinas? En realidad, no pinta nada. Y menos, si no figura su padre, verdadero pionero, inventor y canalizador de una nueva mirada del ser humano hacia todo lo que suponga la exploración e importancia de los mares. El cual sí sería merecedor de cuantas esculturas se quisiesen esculpir o modelar. Con todo, la escultura de su hijo sigue ahí arriba, arrostrando las embestidas del mar en los oleajes invernales y los miles de fotos que se le hacen de continuo. No pinta nada, siendo sinceros. Y, sin embargo, es bella, sugerente, humana. Y un referente de la zona. Bien conservada sea, pues. 

Busto de Philippe Cousteau, Museo de Anclas de Salinas (Asturias, España)
Junio, 2008 ----- Nikon D300

martes, 4 de abril de 2017

PERFIL DE LA IRONÍA

Creo que la ironía me envuelve demasiado a menudo en los últimos tiempos. Como una niebla que difumina los contornos, pues así la realidad cobra otra dimensión. Pero me parece que es una forma sublimadora de una rabia en los adentros que sabe mucho de impotencias y de contención.

Si reviso ciertas definiciones de la misma, comprendo más la naturaleza de la misma.
  1. La ironía es el júbilo y la alegría de la sabiduría (Anatole France)
  2. Es en la ironía/donde comienza la libertad (Victor Hugo)
  3. La ironía es el pudor de la humanidad (Jules Renard)
  4. La potencia intelectual de un hombre se mide por la dosis de humor (ironía) que es capaz de utilizar (Friedrich Nietzsche)
  5. La ironía es una tristeza que no puede llorar y sonríe (Jacinto Benavente)

Por puro egoísmo, me interesa remarcar la primera y la cuarta. No creo que tenga que ver con pudor, precisamente, como indica la tercera, sino con el miedo o la elegancia (que no son incompatibles). Y tampoco creo que la libertad dé comienzo con la aplicación de la ironía, como marca la segunda, sino que plantea una llamada de atención, que si no se corrige puede transformarse en repique a rebato. Con todo, la más hermosa me parece la última, que además profundiza de modo sutil en la idea de la impotencia y en la sublimación, que son los dos puntos con los que iniciaba esta entrada. 

lunes, 3 de abril de 2017

Y MÁS SENTIDO COMÚN, Y MÁS DECENCIA



Estamos  de acuerdo. Si las leyes son injustas o se aplican mal, ¿de qué sirven? Pero a esta reivindicación encontrada en una calle de Génova, le haría falta otra línea, tan necesaria como la segunda: “más sentido común” (porque es precisamente hoy día cuando más se echa en falta, cuando mayor es el contraste entre lo conseguido a nivel tecnológico y lo que retrocedemos a nivel político y social). Del sentido común se suele comentar un chiste macabro, cuando se dice que es el menos común de los sentidos. Si se tiene en cuenta lo que sucede de continuo en nuestros tiempos, convendremos en la realidad de esa paradoja.
También añadiría yo una tercera, con la que se completaría el ramillete de reivindicaciones básicas de cualquier persona con la mente sana: “más decencia”.
De modo que sólo con eso, con más justicia, más sentido común y más decencia, ya habríamos andado un trecho larguísimo en un progreso que hoy se ve más lejano que nunca, pues a medida que avanzamos parecemos retroceder.
Podríamos discutir lo que entendemos por justicia, aunque si no tenemos sentido común, o sea, raciocinio práctico, difícilmente la concebiremos en términos útiles para la mayoría. Podríamos debatir también lo que es la decencia, pero si observamos los sistemas morales de las principales religiones, y hacemos un expurgo para quedarnos sólo con aquellos puntos en los que coinciden las tres principales, no creo que hubiera mucha duda, sobre lo que implicaría ser decente, que en definitiva es comportarse de modo que buscando el bien propio, no se haga daño alguno a nadie.
Podemos obviar, si molesta, el símbolo de raíz comunista de la derecha. Daría igual el emblema que reivindicara la petición. Es una necesidad y una demanda universal. Y si es universal, lo será por algo. Entre otras cosas, porque en todos los lugares se necesita más. Siempre más. Y nunca será bastante.

Pintada en una calle de Génova (Liguria, Italia)

Julio, 2016 ----- Panasonic Lumix G6

domingo, 2 de abril de 2017

MI PALABRERÍO CANALLA (17)

BASURA: Resultado final de cualquier manipulación o uso (bien a nivel material o a nivel personal), sea como sea, efectuada por quien sea, a lo que sea, a quien sea.
BATALLA: Enfrentamiento cruento de dos estupideces a través de un número elevado de intermediarios, los cuales son forzosos o mercenarios (pero lo más fascinante del caso es que también los hay voluntarios).
BAUTISMO: Inicio simbólico de algunas religiones que consiste en un derrame acuoso y valvar sobre la minúscula cabeza de quien no sabe qué, por qué, para qué, quiénes y contra qué, y que no puede reaccionar de otro modo que llorando. Otra modalidad del mismo se parece a la aguadilla, ya cuando se lleva a cabo con un adulto.
BAYONETA: Cuchillo de reserva que lleva el fusil para aparentar más longitud, para reflejar el sol en los ojos del adversario, para cavar trincheras, para pelar patatas u otras hortalizas, abrir vientres ajenos, ocasionar muertes silenciosas, etc.; todo ello, como se ve, con unas funciones utilitarias múltiples, al modo de los cuchillos suizos, aunque sin tijera ni cuchara ni sierra...
BEBÉ: Cría de humano caracterizado por su descontrol de esfínteres, alopecia transitoria, fealdad sublimada y modificable, y una absoluta e indemne impunidad por lo que a su comportamiento y educación se refiere.
BEBER: 1. Ingerir líquido con el fin de aplacar la sed del organismo, siempre tan  exigente en sus necesidades. 2. Ingerir líquido cuyo contenido alcohólico pueda producir un cambio a mejor en quien se lo administre, lo cual dependerá de las circunstancias de la ingesta, de su graduación, de las características físicas del sujeto y del tipo de cambio que se le solicite. Por regla general, el cambio suele ser a peor. Sobre todo, a posteriori. Aunque quien lo practica no opina lo mismo, faltaría más.
BEDUINOS: Habitantes del desierto que practicaban el nomadismo tribal, el mahometismo, el pillaje habilidoso, la resistencia a las privaciones y el contacto simbiótico con los camélidos, que, de tan estrecho resulta sospechoso, sobre todo a los que no son beduinos (o tuaregs, en su defecto).
BELLEZA: ¡Ah! la belleza.
BESO: Conjunción de unos labios con otros o con otro trozo de la piel o de la vestimenta de un oponente, el/la cual puede responder o no a tal engañosa señal. Los hay que producen intenso placer. Otros son más convencionales. Pero todos tienen efectos secundarios que se omiten de continuo con irresponsable y reiterada actitud.
BESTIALIDAD: Desafuero que aproxima su categoría a la de algunas bestias a las que se considera bestias por motivos distintos a los que se debiera; al fin y al cabo, las bestias animales no pueden dejar de ser bestias, y quienes las imitan a voluntad o sin ella, están eligiendo ese comportamiento y desechando otros. Que quede bien claro.

Del libro inédito Palabrerío canalla, 1999

sábado, 1 de abril de 2017

ENTRESIJOS DE ALMONEDA



Hace años, yo no era un asiduo de los rastros, mercadillos y otras vainas semejantes. Nunca me disgustaron ni los criticaba (con una madre adicta a ellos, no podría), pero no era mi mundo, la verdad, con la excepción de los puestos de los libros viejos o de segunda mano. Pero desde que mi santa incurrió en el mundo de la cocina, vía blog atractivo y exitoso, y descubrió en estos lugares sus cazaderos preferidos a la hora de hacerse con el atrezzo necesario para sus bellos bodegones, a uno no le ha quedado otra que aficionarse, o aficionarse. Porque la alternativa no se contemplaba, claro.
Una tienda de este tipo suele albergar un universo sorprendente, ante el que siempre acabamos preguntándonos: “y estos tipos, ¿de qué viven?”. Porque nunca ve uno mucha animación ni ventas, por lo que uno hace cálculos rápidos y se dice: “es imposible vivir de esto”. Y, sin embargo, teniendo en cuenta el número de lugares que visitamos, deben hacerlo, sólo que se nos escapan los modos en que ellos pueda suceder y crea un misterio más en este mundo ya de por sí enigmático e inexplicable.
Yo he llegado a disfrutar en lugares así, porque aunque yo casi nunca compro nada, aprendí a mirar los objetos, y, sobre todo, a fotografiarlos. Los tomo como partes de una historia, de diferentes vidas y dueños, e imagino lo que pudo ocurrir para acabar allí, en lugares a veces sórdidos, otras muy limpios y ordenados, pero siempre en una mezcolanza difícil de describir si no se ve en persona. Expuestos con la mayor pulcritud, o acumulados con polvo y desorden, pueden llegar a componer bellos encuadres, sobre todo si una buena luz contribuye a ello. Y, si se les mira con atención y se les pregunta, los libros, los electrodomésticos, los muebles, los bibelots, las cuberterías, los juguetes, y todo lo que allí pueda hallarse, responden. Cada uno puede contarte una historia de dolor o de risa, de muerte o de abandono, de momentos familiares felices, de discusiones interminables, de herencias descompuestas y fratricidas. Muchos de ellos hablan, y si estás dispuesto a escuchar, el tiempo ya no es un problema, y sales del lugar enriquecido y sabiendo que has pasado un buen rato en compañías imprevistas. Pero a veces los objetos no hablan, están mudos o atemorizados por los almonedistas, y por mucho que nos acerquemos, nada se oye, como no sean los propios pasos o la horrorosa música ambiente. Entonces, cambio el interruptor mental. E imagino: procedencias, destinos, trayectorias, transcursos, vejeces. Y la sala vuelve a iluminarse de nuevo. Y el proceso concluye de igual forma.
En un rastrillo de la localidad de Gimont (Gers, Midi-Pyrénées, Francia)
Julio, 2016 ----- Panasonic Lumix G6

viernes, 31 de marzo de 2017

HITOS DE MI ESCALERA (17)

Uno de los hechos capitales de mi adolescencia, y que perfiló con más claridad mi carácter, tuvo lugar una mañana de febrero del año 78; aún no había cumplido 15 años. El lugar fue mi aula de 2º A, y el catalizador del episodio, don Fernando, mi profesor de latín y secretario del centro. Este era un personaje muy peculiar, y no creo exagerar si afirmo que era la persona que más miedo inspiraba en el instituto. Se le temía, no porque agrediera a nadie: se le temía porque era capaz de acojonar a cualquiera sólo con el uso de la palabra y la ironía, sin excluir el recurso, entonces tan habitual, a la humillación. Este profesor fue el que me definió con claridad la diferencia entre potestas y auctoritas, algo que él practicó con firmeza a lo largo de todo el curso. Y aunque yo en aquella no fui consciente de ello, fue quien más influyó en el modo de entender cómo se controla un aula desde uno de los múltiples puntos de vista que existen para hacerlo, que, en este caso, encajó a las mil maravillas con mi carácter mucho tiempo después. Pero no nos desviemos.

Para ser muy claro, y para proseguir el tono barriobajero ya iniciado más arriba, diré que este señor era, como persona, un cabrón integral en toda regla. Al menos, todos teníamos esa impresión. Pero era muy bueno dando clase. Su catadura moral y sus dotes didácticas podían entrar en contradicción clara. Pero en esa edad, a ver quién lograba un análisis certero. A pesar de que objetivamente lo considero un buen profesor, cuando te sacaba a la pizarra, o te preguntaba algo, podías relajar tus esfínteres sin problema ninguno, que nadie te lo reprocharía luego. Con todo, yo, hasta el día de autos, no había destacado en latín, más allá de que había aprobado las dos evaluaciones previas de forma ramplona. Me mantenía en un discreto segundo plano. Ya comenté que este 2º de BUP fue mi annus horribilis. Pues bien, yo había captado que a este individuo le gustaba la gente coherente, la que justificaba sus actos con explicaciones bien argumentadas, sin dudas de ninguna clase. Una de sus frases estrella era “¿está usted seguro?”, mientras te recorría de arriba abajo con su inmutable mirada gélida. Tras ella, el miedo te inundaba de abajo arriba, sin dejar un poro libre. Pero una mañana yo decidí no tener miedo, y ser coherente y consecuente, que era lo que él deseaba.

Cuando me llamó a la palestra, me pidió un par de cosas más que no recuerdo, y al final, me requirió la declinación de la palabra prudens, -tis, de la tercera. No olvidaré esa palabra jamás. Pues bien, para abreviar, yo, allí delante de la clase, decliné muy ufano la palabra en cuestión mirando al tendido, de pe a pa, sin desmayar el tono y con seguridad manifiesta. Pero (siempre hay un pero) confundí el genitivo plural prudentum con el dativo-ablativo prudentibus, un error algo estúpido para quien se sabía la 3ª declinación, pero que yo mantuve a machamartillo. Cuando alguien citaba algo de carrerilla, preguntaba siempre con mirada torva: “¿está usted seguro?”, y como dudaras, o cambiaras la respuesta, la nota que ponía al dubitativo rara vez subía del cero absoluto. Por eso, cuando me lo preguntó al acabar, mantuve mi posición y afirmé que sí. Me concedió otra oportunidad para decirlo bien. Y yo respondí que era eso mismo, orgulloso de hacer algo de lo que la mayoría no era capaz: enfrentarse con firmeza a don Fernando. “Yo creo que se equivoca”, dijo con paciencia inusual. “No, no; es como le he dicho”. Me miró condescendiente unos segundos (debía tener el día bueno), e indicó a uno de los compañeros de delante que me leyera la respuesta correcta. Tras oírlo, yo afirmé, delante de mis 39 compañeros, que no, que no, que aquello era una confabulación que él había tramado con el alumno para hacerme dudar y que me cayera el cero correspondiente. El tipo no debió salir de su asombro cuando me escuchó decir eso ¡en su clase! Contrayendo el entrecejo, y ya visiblemente molesto, me ordenó: “Arias, coja el libro, y lea la declinación completa de esa palabra”. Lo hice, y cuando hube acabado, mi jersey de color azul debía contrastar al cien por cien con la rojez de mi cara y de mis orejas. Me había obstinado en un error garrafal. “Bien, ¿se ha enterado ya?”. “Sí, don Fernando”, respondí contrito, con un hilo de voz. “¿Sabe ya la nota que le voy a poner?”. “Sí, don Fernando” respondí de nuevo ya con sólo un hilo de voz. “Bien, puede sentarse”. Con una estatura de apenas unos milímetros sobre el suelo, logré encaramarme al pupitre y quedarme allí, muerto en vida, el resto de la clase.

El cero no me lo quitó nadie. El suspenso esa evaluación, tampoco. Pero a sus ojos, desde aquel día, me incorporé al grupo de los elegidos para la gloria. Yo había sido el insolente que había osado enfrentársele, cuando un episodio así no se recordaba en los anales recientes. Cuando fui viendo que el trato que me dispensaba mejoraba día a día, y hasta me pareció que a veces me “enchufaba”, el gusto por la asignatura mejoró muchísimo, y tener la lección bien aprendida o la traducción bien realizada fueron para mí prioridades absolutas. En junio, me puso un “bien”.


De don Fernando aprendí muchas cosas sobre el control del orden público en clase, sobre la exigencia, y sobre la justicia. Varias de ellas las he aplicado en mis clases desde el principio, me parece que con éxito. Aunque, eso sí, aquel hijo de perra (aun si su madre fuera santa) nunca sonrió en el aula más que cuando preveía con fruición otra posible víctima de sus palabras. Yo sonrío mucho más y de forma mucho más sincera, mucho más humana. Dónde va a parar…

jueves, 30 de marzo de 2017

INFANCIA (MICRORRELATO)

Frío y un triciclo en el parque. Una memoria que asombraba. La escarlatina y una ametralladora a pilas. Lluvia. La apariencia del precoz. Las manos peludas que engañan, que arrancan sangre de la boca. El abuelo protector, enseñante, educador. Su muerte incomprensible. Traslado. Otro nacimiento que lo cambiaría casi todo. Las nubes con cara de pan, de pirata, de reina. Un mercado con animales que acariciaba al pasar. Cromos los domingos. El primer alunizaje, en la tele de un bar. La ilusión del día de Reyes. Los gritos, las discusiones de mis padres. El ritual de la peluquería. Las primeras fotos, posando. Los tebeos encuadernados, la abstracción del tiempo, las tardes, las noches. El virus de la palabra, irrefrenable. La fragancia de la leche condensada. La fascinación por las historias, por la Historia. Un dios al que no se entiende, pero al que se ama. Los golpes de regla en las uñas. Crudezas invernales. Riñas de patio de vecinos. El pan con chocolate. El estudio responsable. Conciencia de debilidad, de fortaleza. Las ausencias de quien más era necesario. Las lecciones recitadas de memoria. Los prados y los solares. El fútbol y las cacerías de pequeñas alimañas. Los libros, la biblioteca pública. La enfermedad por la palabra. Las canicas y el juego del tacón. La caja de cerillas y un incendio que arrasa un descampado. La maldad de la abuela. La magia del ajedrez, tan temprana. La asunción de la dolorosa diferencia. La matanza del cerdo, y los rigores de una familia sesgada. El cuerpo cambiante y sorpresivo, y los espejos del baño, tan turbadores como irresistibles. La última paliza, a golpes de cinturón. La muerte por la palabra. La resurrección, al fin, a la palabra.

Del libro inédito Micrólogos, 2012

miércoles, 29 de marzo de 2017

EXUBERANCIA DEL ARTE MUSULMÁN (APARIENCIAS)


Aunque tenemos una idea de magnificencia de los palacios musulmanes, acaso influidos por los relatos de Las mil y una noches, y por la popularidad del Taj Mahal (que es una riquísima excepción), lo cierto es que el arte islámico era más un arte de apariencias, que de realidades. Se trata de un arte que muestra riqueza y exuberancia, pero usa para ello materiales pobres, como el ladrillo, el yeso, el azulejo. Como su religión prohíbe la representación de su dios -pura lógica: el espíritu no puede ser visto, por lo que no puede ser ni dibujado, ni pintado, ni esculpido-, abunda en cambio en una decoración muy propia, casi exclusiva: la caligrafía inunda sus paredes, sus cúpulas, sus zócalos. Suelen ser versículos del Corán. Entre sus múltiples curvas, la mayoría no entendemos nada. Probablemente, será otra sarta de sentencias apodícticas, axiomáticas, dogmáticas. Probablemente, sí. Pero ¡qué belleza! Cuando uno contempla un lienzo completamente decorado como el de arriba, lo primero que piensa es en mármoles, marfiles, panes de oro. Pero sólo son yeserías. Y hasta cuando reparamos en los luminosos azules, nos imaginamos sin dudar los brillos misteriosos del lapislázuli. Pero sólo es pintura de azul índigo. Sí, tal vez esas bellas curvas hablen de fanatismos y de sentencias sin discusión. Pero, como diría una compañera que cumple hoy años, ¡qué belleza!

Yeserías en el Palacio de Comares, en la Alhambra (Granada, Andalucía, España)

          Enero, 2009 ----- Nikon D300

lunes, 27 de marzo de 2017

DEL VIAJAR Y SUS RIESGOS (Y PLANTAR UN ÁRBOL)

Me sorprende que no me canse viajando. Nunca lo hubiera podido prever, habida cuenta del estado de mi espalda. Pero sí, enhebro velocidad, pericia, buena vista y ganas de llegar pronto para pisarle lo suficientemente duro sin dejar por ello de permitirme ser prudente a la vez. No obstante, nunca se aparta de mí la idea de que en cualquier momento el revólver que cabalgo puede disparar o que otros revólveres o ametralladoras pueden dispararme a mí. De hecho, viniendo ya a Asturias hace unos meses, contemplé delante de mí, en riguroso directo, un accidente. Por fortuna, leve, porque fue un impacto lateral aunque los coches quedaron mal parados. Pero diez segundos más, y yo hubiera sido el que habría recibido ese impacto. Es así. No conviene darle más vueltas, porque si uno tuviera en cuenta todos los riesgos de vivir, no viviría: se consumiría pensando cómo vivir bien sin riesgo, o sea, no viviendo, en suma.

Pero sí, viajo bastante. Conozco nuevos sitios, nuevos parajes, sí. Pero el primer contacto con la experiencia que principia es el desplazamiento en sí. Y éste tiene lugar en el coche. Por mucho que conduzca me seguirá fascinando que un conjunto de acciones con los brazos, las manos y los pies me traslade de lugar y me permita paladear otras culturas, otros edificios, otras calles, otros alimentos. En realidad, la técnica que me sirve bien me maravilla. Sea del tipo que sea. 

Por fortuna, puedo permitirme ese riesgo (ese lujo), porque luego hago compartir ese aparente fanatismo tecnológico con el romanticismo más puro de plantar una vida aparentemente inmóvil en un trozo de terreno que previamente yo habré ayudado a excavar.

(Fue cosa de ver con qué ilusión acometí la dura tarea de coger la pala y extraer tierra de aquel rectángulo y depositarla en un cono irregular a uno de sus lados, para crear hueco suficiente para el plantón. Igual de sorprendente fue cómo di instrucciones a mi amiga anfitriona, para que fotografiara todo, y así dejar constancia del hecho de que, por primera vez, proporciono vida y no sólo la consumo. Durante un buen rato, la técnica fue sustituida por el músculo y el sudor. Por unos minutos, las perspectivas de rapidez a la hora de ejecutar algo quedaron a un lado, ante las perspectivas del lento crecimiento de un ciprés, que —así lo espero— me sobrevivirá).

En el Diario inédito de 2001, entrada de 31 de enero

domingo, 26 de marzo de 2017

PERSONAL HOMENAJE DE GAUDÍ AL ARTE GRIEGO




Si se mira bien la imagen, y se sabe algo de arte, se reconocerán algunos rasgos propios del orden dórico, creado por los griegos. Así, las columnas estriadas de arista viva, el sencillo capitel con su ábaco rectilíneo y su equino curvo; también, un amago de triglifos, aunque sin metopas, y algunas gárgolas (perdónense los tecnicismos, a todas luces necesarios en este caso). Por tanto, se podría pensar que su autor es alguien amante del arte griego y que hasta copia sus dictados, como hicieron muchos a lo largo de la historia del arte. Pero, no. Pese a ser copiados los rasgos de cada orden, cada estilo sucesor resulta distinguible por rasgos añadidos o suprimidos. Si vemos los órdenes griegos en arquitecturas romanas, no tendemos a confundirlos de ningún modo, y aunque se quisiera imitar conscientemente lo griego en su pureza, como sucede en el Neoclasicismo, también hay apariencias que lo distinguirían del modelo inicial. 

Bien, pues la imagen que hoy nos ocupa fue diseñada a principios del siglo XX, para un industrial catalán. Se trata de la Sala hipóstila o Sala de las Cien Columnas del Parque Güell barcelonés. La última vez que estuve, mientras tiraba unos cuantos centenares de fotos –es un lugar fascinante para cualquiera, pero para quien guste de la fotografía, es fantástico-, escuché una de esas frases que lo vuelven a uno más pesimista de lo que es habitual. Era un hombre joven, bien vestido, con una niña de unos diez o doce años, y soltó la perla de que “mucho Gaudí, mucho Gaudí, pero no paró de copiar otros estilos: el gótico, el griego…”. Vamos, poco más o menos, estaba acusando al arquitecto barcelonés de plagio. La cosa me impresionó tanto, que durante un minuto o dos dejé de hacer fotos. Luego, pensé que, como en la radio o la televisión, cualquier imbécil puede opinar de cualquier cosa, pontificar, y quedarse tan ancho. Pensé en la influencia de ese tipo de programas en nuestra sociedad. Y me tranquilicé un tanto.

A ese sujeto habría que recordarle -aunque dudo que acabara comprendiéndolo- el adagio latino de ex nihilo, nihil, o sea, que de la nada, nada sale, a no ser que entremos en temas de fe. Y que toda la historia del arte (o de cualquier manifestación creativa) se ha de basar necesariamente en lo anterior, incluso cuando el propósito es crítico o disolvente, como en el caso del Dadaísmo. 

Gaudí ama el arte griego, pero él no hace arte griego. Lo recrea. Y, sí, los elementos que mencionaba al principio están. Pero todos alterados y pasados por su particular tamiz. Los ángulos poligonales, triglifos de cuatro barras y extendidos a las cornisas, espacios de metopas lisas, abundancia de gárgolas, espacios cóncavos y convexos alternantes, ábacos hexagonales y equinos almohadillados al compás de las estrías, y en el interior bóvedas vaídas, por no hablar de que encima de dicha sala se encuentra ¡una plaza!, circundada por el conocidísimo banco ondulado que la bordea. Impensable, cada uno de ellos en la antigua Grecia. Pero todos esos elementos son originalidades surgidas de la sensibilidad creadora de un genio que sabía mucho de lo pasado, para, desde él, catapultarse hasta un lugar donde muchos, bien se ve, no han llegado ni seguramente lleguen jamás.

Sala Hipóstila del Parque Güell en Barcelona (Cataluña, España)
Enero, 2016 ----- Panasonic Lumix G6

sábado, 25 de marzo de 2017

LAS PREGUNTAS DE GREGORY STOCK (5)

Pregunta 9

¿Preferiría vivir en una democracia en donde los líderes fueran incompetentes o deshonestos, o en una dictadura donde fueran talentosos y bien intencionados?

Sé lo suficiente de Historia como para saber que la incompetencia y la deshonestidad se dan tanto en la democracia como en las dictaduras. Sé, de igual forma, que los políticos talentosos y bien intencionados son escasísimos, se trate del tipo de régimen que se trate, y a estas alturas de mi vida soy muy desconfiado de toda aquella persona que elija la política como forma de vida.

Sé muchas cosas sobre las democracias y otras tantas sobre las dictaduras. Y sólo sé que ninguna de ellas me agrada, aunque por motivos diferentes. De la dictadura, lógico, no aguanto la ausencia de libertad de expresión, su habitual recurso a la violencia para imponer voluntades. De la democracia, su mediocridad, su mito de que la mayoría tiene la razón. Para mí ambas son formas distintas de dictadura, considerando más honesta y coherente a la que se presenta sin ambages como tal.

Vivo en una democracia, y vivo bien. ¿Viviría peor en una dictadura? Seguramente, peor sí, pero no demasiado peor. Me hallo alejado de casi cualquier movimiento político colectivo, y cuando voto la mayoría de las veces lo hago en blanco, pues nadie concita mi interés. Sin embargo, si tuviera a alguien vigilando lo que yo dijese, lo que yo pensase, lo que yo hiciese, o con quién me reuniese, sí me sentiría muy mal. Pero todo, en política, se reduce a una pregunta que debiera figurar antes que la formulada en este noveno lugar: ¿qué pido yo del régimen político del país en que me hallo? Respondiendo a esto, se responde a la planteada aquí.

Lo que yo quiero de un sistema político (teniendo en cuenta que soy hiperegoísta, individualista extremo, y funcionario, para más señas) es seguridad, un nivel de inoperancia y de corrupción tolerable, y libertad para hacer lo que me dé la gana, cuando me dé la gana, entendiendo que este “lo que me dé la gana” no es lesivo para nadie. Por tanto, el régimen me sería un poco indiferente, aunque mi pasado de “rojillo” de postal tal vez se escandalizase y resucitase si se hallase en medio de una dictadura, aunque estuviese regentada por políticos de talento bien intencionados (lo cual es una contradictio in terminis, porque la gente de talento y bien intencionada no promueve dictaduras).


Resumiendo, si la dictadura fuese como la propugnada por Platón y en una sociedad como la ateniense, me decantaría por ésta. En nuestros días, creo que preferiría la atonía monocorde y mediocre de nuestras democracias occidentales, porque creo que me facilitarían más el marco donde ser yo más yo. Vamos, como estoy ahora, ¿para qué cambiar? 

Pd/ Los textos que responden a las cuestiones formuladas en El libro de las preguntas de Gregory Stock, fueron creados entre 1998 y 1999

jueves, 23 de marzo de 2017

GILGAMESH, HÉROE O GENIO


Visitar el Louvre siempre ha estado entre las cosas más maravillosas que a mí me han sucedido en la vida. He estado varias veces en la capital francesa, y si algo nunca faltó en cada visita, fue el Louvre. Pero siempre había sido un “solo” día. La última vez que estuve en París, en 2012, comuniqué a mi pareja que, si íbamos a estar 15 días, dos al menos debían ser para el Museo de museos; lo necesitaba, y aclaré que me parecía innegociable. Por fortuna, no tuve mucha resistencia, ésa es la verdad.

Me reencontré de nuevo con mis mitos personales. En la sección antigua -inabarcable, pero fascinante-hay una figura para la que la memoria asociaba a un personaje. Y en esta visita pude salir del error, suponiendo que lo fuera. La figura que está ahí arriba es una obra de arte asirio, que se halla en la misma sala que los toros androcéfalos del Palacio de Sargón II en Khorsabad. La altura y las dimensiones de dichas esculturas resulta imponente, pero había una cuyo interés para mí era especial. Es justo la aquí reproducida. Muestra desde una posición frontal -aunque con las piernas de perfil- a un hombre gigantesco dominando un león con una mano, y sosteniendo una honda en la otra. Si comparamos los tamaños de ambos, la desproporción destaca enseguida. Pero el error venía de que yo pensaba que se trataba de Gilgamesh, el protagonista de la primera obra literaria de la humanidad. Y dicho error se había fundamentado en que las ediciones que yo había manejado ilustraban el texto con esta imagen, atribuyéndole una identidad que al parecer no resulta cierta.

A quien le produzca una sonrisa benévola el chasco, debo aclarar que para mí La epopeya de Gilgamesh es una obra que siempre me removió por dentro, desde que la conocí cuando estudiaba 1º de Historia. La he releído varias veces, y he de apuntar que cada vez que pasa por mis ojos pienso más y mejor de ella, pues, siendo la primera, lo contiene ya todo.


Pero, no. El hombre de la imagen, gigante y dominador, no es Gilgamesh, o al menos así reza la cartela que figura al lado. Es “sólo” un “héroe o genio” que se colocaba para decorar y proteger fachadas como elemento artístico o religioso, y que, con esas dimensiones, debía imponer lo suyo. Mi frustración duró sólo unos segundos, porque la contemplación de las dos figuras lo traspone a uno a otro mundo, donde seres imaginarios dominaban la vida de estos sanguinarios pero sensibles hombres. Visto además en contrapicado, a lo que obliga sus 5 metros de altura, ese rostro impasible pero feroz se contrapone al del terror que nos ofrece la cara de ese león, que más parece un gatito indefenso, en comparación con su terrorífico captor. Dos mil setecientos años de diferencia. En esos instantes yo sentí una pequeñez similar a lo que sentían los asirios cuando entraban en el palacio de Sargón II. Pero, pese a todo, este héroe o genio le pondrá cara para siempre a mi adorado Gilgamesh.

Héroe o genio del Palacio de Sargón II, Museo del Louvre (París, Francia)
Julio, 2012 ----- Nikon d300

miércoles, 22 de marzo de 2017

PRESERVAR EL INSTANTE

En la película Tango feroz. La leyenda de Tanguito (Marcelo Piñeyro, 1993), pese a diversas distorsiones tendenciosas, aparecen varios momentos memorables, pero hay uno especial, que me emocionó un poco más.

Están toda la panda de músicos y sus respectivas parejas viendo amanecer, luego de una noche intensa de camaradería y juerga, tras haber asistido a un concierto. Se hallan sobre un puente, o un viaducto, no se sabe bien, sobre el estuario del río de la Plata. Se hacen bromas. Ríen. Se divierten. Están felices. Entre ellos, uno no deja ni a sol ni a sombra su pequeña cámara tomavistas: es el cineasta del grupo. Todos le dicen que pare ya de filmarles, que no sea pesado. De repente, Tanguito le pregunta que por qué hace eso. El portador de la cámara le dice que se dedica a conservar, a conservar momentos, personas. Se hace un silencio. Les dice que se callen un momento. Le obedecen. Luego dice que ese instante, ese lapso ya pasó, desapareció, se volatilizó. Sin embargo, si él lo hubiera filmado, pasaría a la película y al proyectarse se volvería a ver el mismo momento. Ese mismo momento y esos mismos personajes con sus mismos rostros, con sus mismas risas, con sus mismas preocupaciones, con sus mismos gestos.

Tanguito se siente atraído por dicha explicación, y como previendo que ese documento tendrá un valor enorme en el futuro, le pide a su amigo que le ruede, que tiene algo que decir. Ahí la escena se interrumpe. Es al final de la película cuando se recupera ese instante, cuando ya Tanguito ha muerto (¿asesinado?), y surge de nuevo su voz, su rostro, hablando a la cámara: ≪Todo, no se compra...; todo, no se vende...≫.

En ese pequeño fragmento se condensa la esencia de todo proceso creador. La permanencia, el ansia por detener el tiempo, por permanecer, por conservar lo que se posee, por perdurar. Por continuar, por no morir, en suma, que es a lo que se reduce todo.
Pero dicho de una forma dulce, hermosa, convincente, atípica y práctica. E inolvidable.

En el diario inédito Migas para el bosque, entrada de 6 de Mayo de 1998

martes, 21 de marzo de 2017

LA AÑORANZA DE MARÍA MAGDALENA


¿De qué se arrepiente María, la de Magdala? ¿De los siete demonios que le fueron expulsados del cuerpo? ¿De lo que hizo? ¿De lo que no llegó a conseguir? ¿De lo que alcanzó, pero luego la Iglesia católica prohibió recordar, enterrando la verdad en el olvido? ¿Del maltrato al que ha sido sometida su figura, contrapunto pecaminoso y lascivo de la pureza inmaculada de la madre de Jesús? ¿Por qué hace penitencia? ¿Pecó realmente? ¿Se acusaba de no haber entendido lo que los demás sí? ¿O era justamente al revés?

Aunque también es posible que la postura que nos muestra no sea la del arrepentimiento, en realidad, sino la de la añoranza. La del recuerdo del cuerpo fibroso que acaso fuera suyo durante un tiempo, y que había desaparecido para siempre. La del recuerdo del hombre que quizá por vez primera la tratara con respeto, correspondido en su caso por una adoración, algo inédito para ella. El modo en que tiene la cruz en sus manos sobre sus rodillas, y el gesto del rostro, no dejan lugar a dudas: es un lamento. María Magdalena lamenta no tener a su lado a Jesús, y esa cruz compuesta tan sólo de dos cañas se lo recuerda en el momento más cruel en que ella lo contemplara. Su cuerpo, desmadejado, aunque todavía bello, se derrumba hacia su izquierda, apenas vestido con telas de eremita, dejándonos ver los brazos, las piernas, parte del pecho. Su cuerpo nos recuerda que ella es una mujer carnal, no mística, una mujer que ha accedido al Maestro, que lo añora, que lamenta su faceta divina, que ella lo amaba como hombre, y es a ese hombre al que ahora echa de menos con la fuerza que sólo el recuerdo es capaz de reactivar. Apenas nos fijamos en la calavera. En realidad, sobra. Ella mira la cruz, y, en ella, ve el cuerpo del Crucificado. Y recuerda, recuerda. Se sume en el mayor dolor. Y llora.

Magdalena penitente, de Antonio Canova, en el Palazzo Bianco de Génova (Liguria, Italia)

Julio, 2016 ----- Panasonic Lumix G6

lunes, 20 de marzo de 2017

HITOS DE MI ESCALERA (16)

Entre septiembre y octubre del año 1977 tuvieron lugar dos hechos capitales en mi adolescencia. El primero, que comencé el que iba a ser el curso con peores resultados de mi vida académica. El segundo, que nos mudamos de piso, a sólo 150 metros del anterior, con unas condiciones de vida mucho mejores.

Del 2º de BUP, recuerdo con nitidez el desasosiego constante que casi todas las asignaturas me producían. Imagino que las hormonas estaban haciendo de las suyas también en mi cuerpo, como resulta natural pensar. No estaba a gusto ni conmigo, ni con el mundo, ni con lo que tenía que estudiar. Lo sorprendente, es que no lo estaba ni con las materias de letras, que han supuesto la base de toda mi vida, así que pueden imaginarse con facilidad mis sufrimientos con las de ciencias, sobre todo matemáticas y física, que constituyeron los muros más infranqueables que yo tuve en mi vida de estudiante. Hoy sé que logré aprobar la primera, porque el profesor que nos la impartía (es un decir) era un personaje graciosísimo, entrañable, penoso didácticamente hablando, ceceante profundo, obeso y fumador compulsivo (en aquélla, aún se fumaba en clase), pero que se dormía en los exámenes, poniendo el periódico como pantalla para que no viéramos sus profundas cabezadas vespertinas; gracias a esa circunstancia, yo podía copiar íntegras las respuestas de mi amigo Rogelio, que era un fenómeno para esa materia; lo que por entonces jamás entendí es por qué el sacaba ochos y nueves, y yo nunca pasé del cinco, si los exámenes eran idénticos, pero como el objetivo era aprobar, la cosa podía obviarse sin mayores investigaciones. Sin embargo, lo que todavía en la actualidad se me antoja imposible de comprender, es cómo llegó a figurar en mi expediente de junio un suficiente pelao en la asignatura de Física, siendo yo, como todo el mundo sabe, negado para los números y las fórmulas; máxime, teniendo en cuenta que nos la daba una mujer preparadísima, excelente profesora, que se trabajaba duramente la materia, y no dada especialmente a favoritismos ni martingalas. No llegaré a saberlo jamás, pero fue el último escollo de ciencias que se me atravesó, y cuando fue superado sin que se sepa cómo, pude ver la cara a Dios, y eso que de aquélla yo ya era ateo militante y confeso. Desde aquí agradezco a don Fdandcizco (no recuerdo el apellido), alias el Bola -por su orondez-, y a Felicidad Paramio, alias Velocidad Paramio -porque se movía como un esquiador de eslalom, por entre los alumnos-, las circunstancias que me permitieron pasar a 3º de BUP herido, pero intacto, y sin pasar por la humillación de septiembre. 

El otro hecho fundamental fue que en octubre dejamos para siempre aquel 1º oscuro y gélido (y sin ascensor) de la calle Obispo Almarcha para trasladarnos al 4º luminoso y calentito (y con ascensor) de la calle San Guillermo. El cambio fue más que notable en confortabilidad y en luz. Allí se podía leer sin quemarse las pestañas, ni estar embutido en tres camisetas y dos pijamas. Bien es verdad que debía hacerlo en el salón, cuando no hubiera nadie más, pero las dos gigantescas ventanas de esa estancia compensaban otra problemática doméstica, que venía dada porque mi madre consideraba que la vivienda debía ser un espacio sagrado e inmaculado para “poder ser enseñado en cualquier momento a cualquier visita” y no un lugar donde vivir el día a día. Pero de eso hablaré en otra ocasión, pues esa situación bien lo merece. Ahora, lo que procede añadir tan sólo es que, si hubiéramos creído en malos augurios, habríamos salido por pies de allí enseguida. Porque el mismo día que nos trasladamos ya definitivamente -para dormir- cayó un tormentón tan espectacular, con tanta lluvia y con tan dilatado aparato eléctrico, que interrumpió todas nuestras operaciones de piso a piso por espacio de una hora larga, y sumió a mi madre -alérgica mentalmente todavía hoy a las tormentas- en un estado de nervios apocalíptico. Por fortuna, sólo fue una anécdota. Intensísima, eso sí -fueron más de 50 l/m2-. Pero sólo un mal comienzo para una vivienda que a día de hoy todavía alberga a mis padres, casi 40 años después.

domingo, 19 de marzo de 2017

BONITO TRISTE FINAL



Toda una vida nadando por los siete mares, comiendo sardinas, anchoas y jureles, procreando por doquier, visitando costas y abismos, huyendo de mis enemigos y persiguiendo a mis presas, compitiendo en velocidad con mis primos atunes, para, ahora, acabar en la mesa de una loca de la cocina, que no se conforma con comerme a mí, sino que antes me trocea, me rocía con líquidos, me abrillanta, me coloca frente a una cámara y otro loco me hace fotos y más fotos mientras habla sin parar. Triste destino el mío, en verdad. Menos mal que la cabeza está intacta, y aún me rige…

Bodegón con bonito del Norte (La Coruña, Galicia, España)
Septiembre, 2015 -----  Nikon D5200

viernes, 17 de marzo de 2017

EXCESIVA ANTICIPACIÓN (MICRORRELATO)

Estimado amigo, le envío este billete para tranquilizarle sobre la carta suya de hace dos semanas.
He de decirle lo muy impresionado que me ha dejado. Pero en un sentido negativo, por lo que temo seriamente por su salud.
Nunca dudé de su imaginación, a tenor de su obra precedente, ni puedo olvidar cómo de asiduo ha sido usted siempre de las obras de ese visionario francés tan perturbado como popular, que ha llegado a imaginar viajes tan imposibles como —he de reconocerlo— atractivos de primera mano.

Ahora bien, una cosa es aventurar expediciones bajo el mar, o la tierra, o idear un vehículo que nos transporte hasta la luna, como Jules Verne nos contó. O, como ya imaginara H. G. Welles hace sólo una década, viajes a través del tiempo o a otros planetas. Pero convendrá Vd. que otra muy distinta es creer que algún día tendremos un dispositivo del tamaño de un billetero, que funciona con pilas, a través del cual no sólo podríamos hablar a distancias enormes, y sin hilos, sino que serviría también para capturar fotografías, leer libros, periódicos o revistas, efectuar pagos bancarios o ver películas como en el  cinematógrafo.

La imaginación, querido amigo, también tiene sus límites, y si bien resulta válida a nivel literario casi en cualquier circunstancia, puede tornarse preocupante si, como es su caso, cree firmemente que algún día todo ello llegará a producirse y lo justifica con vehemencia visionaria. Es por ello que lo encuentro desde hace algún tiempo seriamente perturbado, déjeme que se lo diga con total franqueza, y necesitado de ayuda en temas mentales, si no espirituales, que sería más grave. Haría bien en realizar una cura de salud en algún balneario, créame; le sentaría a Vd. de maravilla, y podría retomar en breve su prometedora carrera de literato de ficción.

Entienda, pues que, entretanto, nos veamos obligados a rechazar su manuscrito, pues no creemos que fuera bien aceptado entre un público, por lo común crédulo, pero sin tanta capacidad para asumir sus audaces y absurdas predicciones.

Atentamente suyo,
Su Editor
                                                                                                                                                                                 Del libro inédito Micrólogos, 2012

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