Uno de los hechos capitales de mi adolescencia, y que
perfiló con más claridad mi carácter, tuvo lugar una mañana de febrero del año
78; aún no había cumplido 15 años. El lugar fue mi aula de 2º A, y el catalizador
del episodio, don Fernando, mi profesor de latín y secretario del centro. Este
era un personaje muy peculiar, y no creo exagerar si afirmo que era la persona que
más miedo inspiraba en el instituto. Se le temía, no porque agrediera a nadie:
se le temía porque era capaz de acojonar a cualquiera sólo con el uso de la
palabra y la ironía, sin excluir el recurso, entonces tan habitual, a la
humillación. Este profesor fue el que me definió con claridad la diferencia
entre potestas y auctoritas, algo que él practicó con firmeza a lo largo de todo el
curso. Y aunque yo en aquella no fui consciente de ello, fue quien más influyó
en el modo de entender cómo se controla un aula desde uno de los múltiples
puntos de vista que existen para hacerlo, que, en este caso, encajó a las mil
maravillas con mi carácter mucho tiempo después. Pero no nos desviemos.
Para ser muy claro, y para proseguir el tono barriobajero ya
iniciado más arriba, diré que este señor era, como persona, un cabrón integral
en toda regla. Al menos, todos teníamos esa impresión. Pero era muy bueno dando
clase. Su catadura moral y sus dotes didácticas podían entrar en contradicción
clara. Pero en esa edad, a ver quién lograba un análisis certero. A pesar de
que objetivamente lo considero un buen profesor, cuando te sacaba a la pizarra,
o te preguntaba algo, podías relajar tus esfínteres sin problema ninguno, que
nadie te lo reprocharía luego. Con todo, yo, hasta el día de autos, no había
destacado en latín, más allá de que había aprobado las dos evaluaciones previas
de forma ramplona. Me mantenía en un discreto segundo plano. Ya comenté que
este 2º de BUP fue mi annus horribilis.
Pues bien, yo había captado que a este individuo le gustaba la gente coherente,
la que justificaba sus actos con explicaciones bien argumentadas, sin dudas de
ninguna clase. Una de sus frases estrella era “¿está usted seguro?”, mientras te
recorría de arriba abajo con su inmutable mirada gélida. Tras ella, el miedo te
inundaba de abajo arriba, sin dejar un poro libre. Pero una mañana yo decidí no
tener miedo, y ser coherente y consecuente, que era lo que él deseaba.
Cuando me llamó a la palestra, me pidió un par de cosas más
que no recuerdo, y al final, me requirió la declinación de la palabra prudens, -tis, de la tercera. No olvidaré
esa palabra jamás. Pues bien, para abreviar, yo, allí delante de la clase, decliné
muy ufano la palabra en cuestión mirando al tendido, de pe a pa, sin desmayar
el tono y con seguridad manifiesta. Pero (siempre hay un pero) confundí el genitivo
plural prudentum con el
dativo-ablativo prudentibus, un error
algo estúpido para quien se sabía la 3ª declinación, pero que yo mantuve a machamartillo.
Cuando alguien citaba algo de carrerilla, preguntaba siempre con mirada torva: “¿está
usted seguro?”, y como dudaras, o cambiaras la respuesta, la nota que ponía al
dubitativo rara vez subía del cero absoluto. Por eso, cuando me lo preguntó al
acabar, mantuve mi posición y afirmé que sí. Me concedió otra oportunidad para
decirlo bien. Y yo respondí que era eso mismo, orgulloso de hacer algo de
lo que la mayoría no era capaz: enfrentarse con firmeza a don Fernando. “Yo
creo que se equivoca”, dijo con paciencia inusual. “No, no; es como le he dicho”.
Me miró condescendiente unos segundos (debía tener el día bueno), e indicó a
uno de los compañeros de delante que me leyera la respuesta correcta. Tras
oírlo, yo afirmé, delante de mis 39 compañeros, que no, que no, que aquello era
una confabulación que él había tramado con el alumno para hacerme dudar y que
me cayera el cero correspondiente. El tipo no debió salir de su asombro cuando
me escuchó decir eso ¡en su clase! Contrayendo el entrecejo, y ya visiblemente
molesto, me ordenó: “Arias, coja el libro, y lea la declinación completa de esa
palabra”. Lo hice, y cuando hube acabado, mi jersey de color azul debía
contrastar al cien por cien con la rojez de mi cara y de mis orejas. Me había
obstinado en un error garrafal. “Bien, ¿se ha enterado ya?”. “Sí, don Fernando”,
respondí contrito, con un hilo de voz. “¿Sabe ya la nota que le voy a poner?”. “Sí,
don Fernando” respondí de nuevo ya con sólo un hilo de voz. “Bien, puede sentarse”.
Con una estatura de apenas unos milímetros sobre el suelo, logré encaramarme al
pupitre y quedarme allí, muerto en vida, el resto de la clase.
El cero no me lo quitó nadie. El suspenso esa evaluación,
tampoco. Pero a sus ojos, desde aquel día, me incorporé al grupo de los
elegidos para la gloria. Yo había sido el insolente que había osado enfrentársele,
cuando un episodio así no se recordaba en los anales recientes. Cuando fui viendo
que el trato que me dispensaba mejoraba día a día, y hasta me pareció que
a veces me “enchufaba”, el gusto por la asignatura mejoró muchísimo, y tener la
lección bien aprendida o la traducción bien realizada fueron para mí
prioridades absolutas. En junio, me puso un “bien”.
De don Fernando aprendí muchas cosas sobre el control del orden
público en clase, sobre la exigencia, y sobre la justicia. Varias de ellas las
he aplicado en mis clases desde el principio, me parece que con éxito. Aunque,
eso sí, aquel hijo de perra (aun si su madre fuera santa) nunca sonrió en
el aula más que cuando preveía con fruición otra posible víctima de sus
palabras. Yo sonrío mucho más y de forma mucho más sincera, mucho más humana.
Dónde va a parar…