Pese a que apenas ejerzo, mi formación de historiador me impulsa siempre a la búsqueda de las causas de cualquier hecho, de cualquier situación. En el hallazgo y la comprensión de las mismas se halla siempre la tranquilidad de poder disfrutar aún más de las cosas buenas de la vida y de intentar que las malas no prolonguen su existencia, impidiendo su repetición. Pero entender las causas requiere al menos tres cualidades: en primer lugar, interés (para iniciar el proceso); luego, estudio (para conocer lo sucedido, desde varias perspectivas posibles); y por último, paciencia (para aguardar los resultados sin abandonar antes de tiempo). Debo advertir que nunca he sentido carencia de ninguna de las tres. Me siento afortunado por ello.
Sin embargo, llevo unos años en que esa fortuna no me aleja el malestar -por otro lado, demasiado común y cotidiano- por la situación en que ha terminado nuestro país, al despertar de sus delirios de nuevo rico por la brutal realidad de la crisis que a la mayoría nos ha afectado. Desde hace un par de cursos, por ello, me he dedicado a leer lo que personas mucho más sabias o expertas que yo han querido publicar sobre nuestra crisis y de lo que la ha producido, pero sobre todo, sobre las diversas propuestas para salir de ella. No han sido pocos, he de confesar. La “literatura de la crisis” lleva varios meses acumulando en mis anaqueles ejemplares de unas cuantas obras. No sé si las principales, pues en esa lista faltan Gay de Liébana y Niño Becerra, por ejemplo. Pero a pesar de ello puedo, a estas alturas, emitir un dictamen y alguna recomendación.
El dictamen es simple: estamos demasiado inmersos en el problema como para que nuestra capacidad de análisis no se contamine desde el mismo inicio; falta perspectiva temporal y nuestras sensaciones priman sobre el intelecto. Aun así, el dictamen se completa con otra afirmación menos disuasoria: hay suficientes libros escritos como para hacerse una idea cabal de lo sucedido. Por tanto, quien lo desee puede enterarse con bastante aproximación, mientras aguardamos lo que los historiadores nos digan dentro de quince o veinte años.
Las recomendaciones serán más subjetivas, pero aun así las expongo sin rubor.
Desde luego los mejores libros no serán los que salieron en los primeros meses, en el revuelo inicial del desconcierto; aquellos como Indignaos, de Stéphane Hessel, la recopilación de artículos de variados autores de Reacciona, ni mucho menos el opúsculo de Federico Mayor Zaragoza, Delito de silencio, a pesar de su claridad y capacidad estimuladora. Todos ellos mueven a la acción más que mostrar inteligentes análisis sobre lo sucedido. Se centran más en el qué hacer que en la comprensión, en la llamada a la militancia que en la explicación precisa de cuanto ha sucecido.
Tampoco, desde luego, en libros colectivos como 40 preguntas y respuestas para entender la maldita crisis, Economía para andar por casa, o Europa al borde del abismo (aunque éste contenga las mejores y más clarificadoras páginas sobre el caso islandés que yo haya leído). Son libros en plan recetario, cuya agradable lectura puede ayudar a formar una opinión, pero cuya intención no fue globalizadora sino coyuntural.
Ni siquiera obras cuya intención divulgadora, simpática y cercana, como No estamos locos, de El Gran Wyoming, La jungla de los listos, de Miguel Ángel Revilla, o todos los del prolífico Leopoldo Abadía. Todos ellos son libros que aprovechan el tirón mediático de sus autores, su fluidez y cercanía comunicativa, y también su oportunista claridad pseudo-demagógica de fácil asimilación. Uno no plantea que lo que escriben no sea cierto, ni que el humor no sea necesario incluso ahora, pero son análisis que podría realizar cualquiera con un mínimo de intelecto, si se pusiera y sistematizara cuanto piensa y siente.
Mucho menos, las dos obras que me han parecido peores (eso sí, leídas en su integridad, pese a mi idea hedonista de la lectura). Me refiero a Indecentes, de Ernesto Ekaizer, abstruso, desordenado, escrito al albur de la verborragia radiofónica que lo caracteriza. Y a El dilema de España, de Luis Garicano, que, aunque germánicamente claro, demasiado partidista y monolítico en sus ideas.
Las obras que creo que más han iluminado mis ignorancias, alimentado mis curiosidades y ofrecido ideas contundentes con las que poder argumentar, discutir, explicar, son estas tres. A nivel específico, sobre la base real del problema, el del dinero: El hundimiento de la banca, de Íñigo de Barrón Arniches. Claridad, conocimiento de lo que habla, alto grado de objetividad: ésos son sus valores. A nivel global, donde se explica con detalle otra de las realidades de la crisis, la privatización del Estado del bienestar, Piratas de lo público, de Antón Losada. Aunque también partidista, el análisis a que somete los tres principales ámbitos en que la crisis se ha cebado (educación, sanidad, servicios sociales) es preclaro y estremecedor, sin que por ello falte la propuesta en cada caso para recuperar el bienestar de hace tan sólo quince años. Y por fin, aunque no en último lugar, el ensayo Todo lo que era sólido, donde Antonio Muñoz Molina, con la espléndida prosa que lo caracteriza, nos recuerda la mutabilidad de todo, la obligación de llegar a acuerdos, la necesidad de pedagogía de la democracia y que la honestidad y la eficiencia rijan nuestros destinos para recuperar lo que tanto costó conseguir, y que tantos dieron por logrado para siempre.
Ni que decir tiene que admito recomendaciones de vuelta.