En las cumbres, sólo se escucha el silencio y el bisbiseo del viento en su roce silbador contra cualquier cosa que le dispute protagonismo. Si el sol compite con autoridad, los brillos suscitan en ocasiones los recuerdos, y a continuación una conciencia de pequeñez que refuerza la marcha sobre la vida, colocando a cada uno en su verdadero lugar. En invierno, cuando hasta las aves escasean, ateridas por los elementos, sólo la roca, la nieve y el cielo logran el maridaje perfecto. Acompañándolos, la vegetación se muestra rala, desnuda y agazapada, a la espera de un nuevo brote de vida, en meses venideros. En las cumbres, la nieve y el silencio forman a veces otra hermandad que nos habla de historias contadas al amor de la lumbre. En nuestra cabeza, pese a todo, jamás nieva, ni reina esa paz que sólo estos lugares procuran. Por eso hay que ir cada cierto tiempo a las alturas, a renovar ciertos pactos, a henchirse de ideas puras y a adivinar el parecido de cuanto se contempla con el concepto tan humano de la perfección, de la infinitud.
Puerto de Piedrasluengas, entre Palencia y Cantabria (España), con la Liébana al fondo
Febrero, 2010 ----- Nikon D 100
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