Comentaba yo una vez en voz alta que el llanto era algo ajeno a los árboles, cuando mi pareja, sorprendida y divertida a la vez, me soltó: “¿y los sauces llorones?”. Hube de convenir, también sorprendido y divertido, que tenía razón, siquiera fuera enunciativa. Pero yo seguía poético o melancólico o simplemente caprichoso. Y, no sé por qué, lamentaba que los árboles no pudieran llorar. Ellos, que son de las formas vivas más antiguas y longevas del planeta, no habían desarrollado el llanto. Pero me equivocaba. Como si alguien me escuchara, los cielos se ennegrecieron y pronto comenzó a llover, no de un modo fuerte, pero sí constante y molesto, por ser verano. Poco rato después comprobé que los árboles sí lloran, pero necesitan de la ayuda de la lluvia para poder hacerlo.
Hoja de tilo, en la localidad de Saint Bertrand de Comminges (Haute Garonne, Midi-Pyrénées, Francia
Julio 2009 ----- Nikon D 300
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