miércoles, 22 de junio de 2016

DORMIR POCO SIN INSOMNIO

Duermo pocas horas. Pero no padezco de insomnio alguno. Duermo poco por propia iniciativa, porque el día se me queda corto. Necesito más horas, y dormir me parece, como a Descartes, Nietzsche, Hemingway y tantos más, una pérdida de tiempo. Sé que no lo es, pero a mí sí me lo parece. Sé que no lo es, porque también sé que el sueño es un proceso generalizado en los seres cordados, esencial en la regeneración neuronal, clave en el asentamiento de los conocimientos y las emociones. Pero también sé que me parece que pierdo el tiempo porque me impide realizar otras actividades que me procuran gran placer. Y aquí vendría la advertencia de alguien que me señalaría: “pero ¿y los sueños? ¿no te resultan gratificantes?” . Y yo contestaría que sí, que seguramente sí, porque me consta que los tengo. Pero el problema es que no puedo recordarlos, o al menos no recuerdo la inmensa mayoría de ellos, ni los buenos, ni los regulares, ni los malos, ni las pesadillas, suponiendo que haya habido, que no me constan, vamos. Así que dormir ¿para qué? Pues para descansar el cuerpo. Y yo para eso, con cuatro o cinco horas voy que (me) chuto. Eso sí, si pudiera recordar los sueños, no me importaría dormir más. Sería uno de los deseos que le pediría al genio de la lámpara. Sería maravilloso. Mis escritos ampliarían su temática, sus argumentos, sus fantasías. Mi humor combinaría más registros aún, si cabe. Mis conversaciones tendrían un contrapunto inconsciente -acaso loco- del que habitualmente carecen. Mis recuerdos incorporarían elementos no sucedidos a su elenco temático. Todo yo cambiaría. A mejor, seguramente. Pero no se da el caso. Por ello, y mientras la prescripción facultativa no venga a joderlo todo, de momento seguiré durmiendo poco y produciendo y (divirtiéndome) más.

martes, 21 de junio de 2016

LOS CLAUSTROS Y SUS LECTURAS


Este claustro no es de los más bellos que albergo en la memoria. Pero cuando volví a ver la foto, me trajo recuerdos de otros que sí lo son y donde también, como en este caso, leí algunas líneas de algunos poetas de silencios silábicos y estremecidas pausas con que aliñar la soledad y la meditación. Ahora, así, con rapidez, se suceden fugazmente ante los ojos memoriosos unos cuantos franceses, varios españoles y alguno que otro portugués. En ellos, el librito acompañaba la bolsa de fotos y ninguno de ellos se entendía sin el compañero. Se complementaban de la manera más simbiótica posible. Y algunas imágenes que capturé no se entenderían sin las palabras leídas en voz baja, pero audible, de algunos autores a quienes quise homenajear en mis visitas. Particularmente emotivas fueron las lecturas de Pessoa en los Jerónimos, de Julio Llamazares en Santillana del Mar, de Caballero Bonald en Silos o de Yourcenar en Moissac. Escandir sus versos o su prosa poética en semejantes escenarios ha sido una más de las felicidades que me han procurado la combinación de arte y literatura, sin que ninguna se resienta; antes al contrario, amparándose una en la otra, me han hecho alcanzar alturas inimaginadas. Sea así por muchos años, por muchas veces, por muchos versos, en muchos claustros.

Claustro de la catedral de Palencia (Castilla y León, España)
Marzo, 2011 ----- Nikon, d300

lunes, 20 de junio de 2016

DE OPOSICIONES

Mis compañeros están de oposiciones. Tres, en concreto, sólo de mi departamento. También tengo algún amigo, hijos de amigos, aquí, allá... Es algo frecuente y habitual, pero que en los últimos tiempos había dejado de serlo. Y había muchas ganas de que volvieran. Resulta curioso cómo se puede anhelar una tortura semejante. La explicación viene después. Después de obtener la plaza, naturalmente.

Quien ha pasado por ello, lo sabe bien. Es un sistema alienante en grado sumo, y tremendamente falseador de la realidad. Pero, pese a todo, cada tanto tiempo sigue habiendo oposiciones. Debe ser que no se ha encontrado un sistema menos malo que permita seleccionar a una pequeña porción de una gran cantidad de aspirantes. Y en ésas seguimos.

Este curso, como cada vez que se convocan, he estado a punto de ser miembro de tribunal. Por fortuna, me he vuelto a salvar del trago. En otras dos ocasiones, fui suplente, pero al constituirse la mesa, ya no fue necesario mi concurso, de modo que me libré. Me he librado siempre hasta ahora. Pero cada vez que hay un proceso selectivo, pienso en lo que haría, si me tocara hacer lo que más deploro de mi profesión: juzgar. 

¿Qué haría yo en semejantes circunstancias? Pues nada diferente a lo que pretendo cada día en clase. Ser educado, ser exigente, ser duro, ser objetivo: en definitiva, intentar ser justo. Lo primero, lo consigo casi siempre. Lo segundo y lo tercero, también, aunque la edad reblandezca mediante la experiencia ciertas decisiones, avaladas por un relativismo cultivado durante 26 años. Lo cuarto sería lo máximo  en una oposición, donde la asepsia sería lo más recomendable para enfrentar el  punto final. Pero lo último, ¿cómo lograrlo? Nunca se sabe cuándo se acierta. Y en una oposición, tampoco.

Quienes decidieron hace años que yo estaba capacitado, no tenían ni idea de lo poco que había preparado la prueba. No obstante, algo debieron ver, porque yo no conocía a nadie en aquel tribunal madrileño. En mi caso, pienso que acertaron. Pero, ¿y los compañeros inútiles, prevaricadores, holgazanes, débiles, jetas, etc. que he tenido y tengo? No son más de un 10 %, es cierto. Pero ¿cómo lograron engañar a sus jueces? Esa es una duda que algunas veces me acaba asaltando. Y en momentos como éste enlazo la pregunta anterior con esta otra: si yo fuera miembro de tribunal, ¿podría acabar eligiendo a quien no lo mereciera? La respuesta, me temo, debería ser que sí. Y eso hace que me agazape aún más, esperando que todo pase. Como ahora, que está pasando, pero sobre mí, sin afectarme directamente.

domingo, 19 de junio de 2016

CON CARÁMBANOS HABRÁ DE SER


El tiempo es maravilloso. Tras la ventisca, las montañas lucen blancas y brillantes. El frío no es un obstáculo. Al contrario, un acicate. El sol invita a todos a desperezarse y a colapsar los remontes, como han decidido ese fin de semana. Yo, en cambio, tengo otros planes porque estos días trabajo. Como había calculado, los carámbanos tienen un tamaño considerable. A casi dos mil metros de altitud, y con esa helada, era de prever.  Cuando he abierto la ventana, comprobé su estructura. Rompí algunos, los sopesé, verifiqué la longitud y lo puntiagudos que habían quedado. Son perfectos. Por eso, cogí la cámara, para inmortalizar la composición. Luego, dispondré de poco tiempo, y tal vez me olvide. Al fondo, el valle. En primer plano, los chupiteles que brillan, incitantes. Sólo he hecho una docena de tomas, pero es más que suficiente. Enseguida se oye ruido en el apartamento de al lado. Ya se levantaron. Pronto, la mujer y los cuatro niños bajarán a desayunar. El hombre se quedará revisando en el ordenador las últimas cotizaciones de su empresa. Sólo me resta escoger los dos o tres más afilados, llamar a la puerta y clavárselos por sorpresa en el pecho. Morirá de inmediato. Luego, sólo agua mezclada con la sangre. Una curiosa coincidencia bíblica, por encargo expreso. Mi clienta es muy religiosa, también. Del Opus, creo.  Y aunque no le administrarán la extremaunción ante mortem, la mujer me aseguró que el funeral lo oficiará el arzobispo, nada menos.

Carámbanos, con la estación de Valgrande-Pajares al fondo (Asturias, España)
Febrero, 2010 ----- Nikon d300

sábado, 18 de junio de 2016

ÚNICO GOL (MICRORRELATO)

La jugada dejó boquiabierto al estadio. En el primer lance del juego, tras el pitido inicial, arrebató el balón a un centrocampista, se lo pegó a sus botas, y ya no lo soltó. Ante la sucesión de jugadores del equipo local, que tenía delante, fue driblando y superando con velocidad a uno tras otro. Apenas tuvo oposición, dada su velocidad y lo habilidoso de sus acciones. El estadio no rugía, como en otras ocasiones; estaba estupefacto, mudo. En pocos segundos, llegó a la línea frontal del área y ya sólo un defensa le cerraba el paso. Éste lo miró con estupor mientras esperaba quieto el avance de quien tan bien guiaba el balón, a quien en teoría debía detener como fuera. No obstante, un punto de sorpresa y de incredulidad apareció en sus ojos, tras un segundo que fue muy largo. El veloz driblador se detuvo un instante, miró al defensa y sus miradas se encontraron. Mientras los ojos se cruzaban, un toque por sorpresa con el exterior del empeine impulsó la pelota hacia el lado derecho, dejando al defensa en su sitio, mientras la excelencia de la acción le ofrecía la contemplación completa de los tres palos, donde el portero parecía entregado a su suerte. Cuando el chut salió de su bota, el balón describió una leve parábola que dejó clavado al guardameta, que sólo pudo contemplar cómo la bola traspasaba su portería. El estadio había enmudecido desde el primer instante, por la sorpresa. Todo había sucedido dentro del primer minuto de juego. Y entonces sólo se oyó una voz, una sola. Un grito estentóreo que se escuchó hasta en el rincón más alejado del terreno de juego. El grito de gol, largo, gutural, tremendo, que aquel árbitro elevó a los cielos mientras recorría el perímetro del campo con el puño levantado hacia las gradas, celebrando radiante e ilusionado lo que tantas veces había entrevisto, lo que siempre había ansiado conseguir y que nunca, nunca antes, se había atrevido a realizar.

Del libro inédito Crueldades necesarias, 2005

jueves, 16 de junio de 2016

LA GOTA Y LA FLOR


La gran gota se erige en el centro como la protagonista absoluta del encuadre. Se siente el centro de la mirada. Es la más grande de una gran familia, la más brillante. Aunque el colorido de la flor donde descansa la apabulla un tanto, el brillo es su arma. Destella fulgente. Y es de una perfección esférica que la flor jamás alcanzará. En su fuero interno, hasta la desprecia. La flor, en cambio, se sabe mate. Se sabe inmóvil, aunque a merced de los elementos. Pero sabe esperar. No tiene prisa alguna. Sólo ha de aguardar un par de horas. Con el sol, la gota desaparecerá, evaporando su esfericidad, su brillo, su reflejo perfecto. Puras pavesas de un fuego húmedo que sólo existió en su arrogante imaginación.

Macro de hoja de orquídea
Febrero 2013 ----- Nikon d300

miércoles, 15 de junio de 2016

COMO SIEMPRE, COMO ENTONCES (MICRORRELATO)

Como siempre, saltó de la cama en un impulso. Iba a llegar tarde al trabajo otra vez. Se afeitó con premura, se vistió, salió de casa, arrancó el motor. Con la prisa en el cuerpo, en la memoria. Como le ocurría cada día. En el atasco habitual, una mujer llamó su atención. Conducía un coche azul. Las miradas se encontraron. Se reconocieron. Él no pronunció palabra alguna. Ella tampoco mostró intención de establecer contacto. Ni un gesto siquiera. Ninguno de los dos hizo nada. Sólo mirar, recordar. Como siempre, como entonces. Nada había cambiado en todo ese tiempo. Ni los ademanes, ni los deseos. Ni la forma de mirar o de aguardar la iniciativa del otro. Ni los orgullos, ni los rencores. Ninguno bajó los ojos. Ninguno de los dos se movió apenas. Se hallaban muy tensos. Como al acecho el uno del otro. Al final, el semáforo les ofreció una salida impuesta. La liberación para ambos. De nuevo, otra coincidencia divergente. Arrancaron en direcciones opuestas. Como entonces.

Del libro inédito Crueldades necesarias, 2005

martes, 14 de junio de 2016

ESCULTURA POBRE, IMAGINACIÓN RICA


Viajar te abre la mente. Pero sólo si estás atento a que algo nuevo suceda. Sólo si miras queriendo mirar. Sólo si te sacudes el provincianismo propio y unas cuantas ideas preconcebidas. Si uno se convierte en una esponja desde el momento en que sale de casa, es posible que el nuevo entorno, en el rincón menos esperado, nos ofrezca algo distinto, que nos sorprenda, nos remueva, nos haga reflexionar, reír, dudar. (No es verdad que el nacionalismo se cure viajando. El nacionalismo sólo se cura si uno se quiere curar. Hay quien va a París y busca un lugar donde comer tortilla de patata o pulpo a feira). Si uno espera, anhela, rastrea, es muy posible que se encuentre algo. De otro modo, miles de realidades nos pasen al lado o por encima sin tocarnos, sin permearnos, sin transformarnos. Y si cuando volvemos a casa somos los mismos que cuando partimos, el viaje sólo habrá sido, cuando más, un período de descanso sin mayor trascendencia.

Pero, a veces, en el pueblecito más recóndito se hallan objetos, personas, paisajes, situaciones fascinantes. El verano de 2009, tras una jornada agotadora en una reserva de bambú del Rosellón francés (La Bambouserai d’Anduze) que nos llevó casi todo el día, en el pueblo de al lado encontramos esto. Hay quien dirá que sólo es un divertimento. Yo lo llamaría Arte. Con mayúsculas. Quien tenga dudas, que explique por qué con menores mimbres Alexander Calder logró su pase a la historia. O de dónde salió el Arte povera. Al lado de esta figura, había muchas más obras realizadas con objetos reciclados, viejos, inservibles. Se encontraban en un huerto sin tapia cerrada. Estaba a la vista de quien pasara al lado. Arte, insisto. Y gratuito. Sólo al precio de poder, saber y querer mirar.

En Anduze (Gard, Languedoc-Rosellón, Francia)
Julio, 2009 ----- Nikon d300

lunes, 13 de junio de 2016

LA INUTILIDAD DEL DEBATE ELECTORAL

Nuestros políticos son un fiel reflejo de lo que somos. De ahí que se les vote. Si no, nadie pondría en ninguna urna un papel que llevara sus nombres. Son lo que somos, pero traducido a personaje público, famoso, mediático. De ese modo, son corruptos porque nosotros lo somos (sí, en menor escala, pero porque no podemos); también son despreciativos con el adversario, porque nosotros hacemos lo mismo en el campo, en la cancha, frente al televisor; de igual modo, son lenguaraces y tendentes a la descalificación fácil, porque nosotros pontificamos sobre todo y quien no esté de acuerdo no es nuestro amigo, y no podemos incluirle en nuestro club, y mucho menos darle agua, caso de que tuviera sed: se está con nosotros o contra nosotros, y se le echa de nuestro lado. Con uno o varios insultos lanzados a la línea de flotación, y descarga lenta, para que sangre bien al asimilarse. Son... eso mismo: nosotros. Ellos son nosotros. Y ese nosotros me causa pena, una pena muy grande. Justo antes de sobrevenirme, eso sí, una ira gigantesca que no puede canalizarse de forma adecuada porque mi superego no me lo permite.

Esta noche debaten nuestros próceres. Y yo no voy a ver dicho debate, porque ya sé lo que va a suceder. En un resumen rápido, no nos informarán de nada, pero se lo insultarán todo, a veces de a dos o tres contra el mismo; aunque de forma alternativa y/o rotatoria, para que cada cual tenga su ración. Lo criticarán todo de los contrarios (que son todos los que no sean de su partido). Ensalzarán todo de su agrupación, pues es la única que lo hace todo bien y que no precisa ninguna autocrítica. Por ende, se colige que cada uno encabeza un proyecto que es el único que nos puede sacar de la debacle a que nos conduciría una victoria de cualquiera de los otros. Y todo ello, aderezado con frases atropelladas, insultos de erupción instantánea o producto de laboratorio, y con dialécticas que abochornarían -salvo alguna excepción- a cualquier alumno de retórica de aquellos sofistas a quienes Sócrates señalara con el dedo de la impostura. Y todo el espectáculo, alimentado desde fuera con las ganas de ver morder el polvo al enemigo, ya no adversario o rival. Porque luego, instantes después de que estos salvapatrias hagan sus ruidosas e irrespetuosas señales de humo, vendrá la hora del análisis para determinar “quién fue el vencedor”, pues al modo de justas medievales se han diseñado estos modernos torneos cargados de testosterona, prepotencia y competitividad. No servirá para nada que no sea consumir unos minutos de audiencia, que en algunos casos logrará cifras millonarias, que se computarán y servirán para ajustar los cachés de los segundos publicitarios previos y posteriores. No servirá para nada. Pero se va a desarrollar igual. Porque la democracia bien lo merece. Porque los medios de comunicación lo demandan con exigencia. Porque la gente quiere “ver debatir”. Porque algunos quieren aclarar quién será su elegido, aunque sea por una palabra, una corbata o una sonrisa. También, porque cada régimen político tiene sus propias reglas. Pero yo no lo voy a ver porque no me da la gana, que, como razón -no se me negará- es bien poderosa. Sobre todo, para mí.

sábado, 11 de junio de 2016

LA HORA AZUL


En la hora azul, todo vuelve a cobrar vida. Aunque el crepúsculo da paso a la noche, esos instantes parece que recargan la energía que todo lo nocturno precisa. En ese período preliminar, la luz inyecta unos contrastes irreales que combinan de otro modo los colores primarios, dándoles una existencia impostada, pero que puede crear gran belleza. Sobre todo, porque no añoramos para nada la realidad: la conocemos de sobra. Son muchas horas al día dejando que el sol modele con lentitud exasperante las mismas aristas y las mismas sombras que sólo cambian de lugar, pero no de dureza. Pero en la hora azul todo se suaviza y se alarga, extendiendo la latitud de los colores cálidos que, por contraste, se intensifican y se hacen más táctiles, más acariciables. Imagínese si no esta misma imagen, sólo dos horas antes. Exacto, sí. El resultado: una imagen más, de tantas. De líneas proporcionadas, sí; de perfección arquitectónica, de acuerdo (¡cómo no!), pero vulgar; corriente; esperable. En la hora azul, lo superfluo se oscurece y lo exquisito prevalece por un juego de temperaturas de color. Y es entonces cuando se pueden admirar todavía más las líneas góticas en su perpetua e incompleta ascensión. Anticípese a continuación el crepúsculo que sobreviene, pero aún no está. Contémplese el protagonismo absoluto de lo que antes se confundiría con el caserío circundante y que apenas destacaría sobre un cielo anodino. Una vez que el milagro se produzca y se tenga todo fijo en la retina (acaso en el sensor de la cámara), uno ya puede cerrar los ojos; y pensar, añorar, soñar.

Catedral de León (Castilla y León, España)
Mayo, 2016 ----- Nikon d300

viernes, 10 de junio de 2016

EN CAMPAÑA (OTRA VEZ)

Otra vez. Sólo unos meses después. Otra campaña electoral. Otro gasto innúmero. Otra época de búsqueda de ilusiones, de proyectos para captar adeptos; en el fondo, otra riada de mentiras. Otras semanas de hartazgo informativo, de pereza a la hora de encender el televisor. Más días de preguntas sin respuesta. Más apuestas, más quinielas, más sondeos, más declaraciones, más viajes, más cansancio progresivo. Y todo para convencer a un tercio del electorado. Ese que se autodenomina “indeciso”. ¿De veras los hay indecisos? Con esto cada vez me parece que hay menos transfuguismo. Si no, ¿cómo se explica que el partido del gobierno ganase -todavía- los últimos comicios, y que haya serias posibilidades de que repita triunfo el 26-J? Se “es” de un partido, como se “es” de un equipo de fútbol. Inamovible -casi siempre-, fiel -casi siempre-, defensor de sus causas imposibles -casi siempre-. Entonces, todo esto ¿para convencer sólo a menos de un tercio de los votantes? Me parece demasiado esfuerzo, demasiados embustes liberados al aire por bocas traicioneras, demasiado dinero, demasiada campaña. Otra vez. Vuelvo a la sensación de asco y de hartazgo. Otra vez.

EL CID, COMPENDIO DE UNA VIDA


Esta imagen, o alguna parecida, está muy ligada a mi infancia. En ella, este personaje, omnipresente en la literatura histórica franquista, era el héroe por excelencia. Con él yo aprendí las cualidades máximas que todo español debía asumir: gallardía, valor, inteligencia, generosidad, obediencia, ausencia de rencor, honradez, sentido de la justicia, fidelidad, benevolencia ante el vencido, y trascendencia. Era mi héroe cuando yo era pequeño, hasta el punto de que me gustó siempre más El Capitán Trueno que El Jabato, por motivos fáciles de entender. Luego, cuando crecí, y supe más cosas de él con mayor rigor histórico, me desengañé mucho de su persona, y abominé de él por haber servido al dictador en su campaña instructora. Recuerdo que hasta llegué a despreciarlo por haber sido un mercenario que guerreaba indistintamente con los cristianos o los moros, dependiendo del bando que mejor le pagara. Pero, con el tiempo cayó en mis manos un libro con el que no contaba: el cantar de gesta máximo de nuestra lengua, el Poema de Mío Cid, que me transportó de nuevo, como antes lo había hecho la Epopeya de Gilgamesh o La Ilíada a un campo donde las esencias éticas van asociadas mediante la aventura a las exigencias estéticas necesarias para hacer que las palabras se derramen por la mente y la boca hasta llegar a los dedos que pasan las páginas. Volví a reconciliarme con el personaje, literario esta vez. Pero noté que la imagen antigua, la de la escultura burgalesa sobrepujaba la recientemente adquirida. Hasta un día, cuando fui a visitar a mi querida familia de Burgos, en que vi esta escultura en su emplazamiento actual. Y todas las situaciones previas se solaparon, fundiéndose en la retina de un animoso joven una mañana calurosa de septiembre. El Cid pervive en mi memoria, habiendo pasado por todas las fases, sin olvidar ninguna, pero habiendo logrado que todas ellas convivan definitivamente en paz y agradable concordia.

Estatua de El Cid, en Burgos (Castilla y León, España)
Julio, 2007 ----- Nikon d100

martes, 7 de junio de 2016

HITOS DE MI ESCALERA (5)

Tras el paso por La Bañeza (de donde tengo uno de los pocos recuerdos agradables de mi padre en su faceta de tal en la infancia, acompañándome a cambiar cromos de Astérix o de naturaleza), mi familia recaló en León, a donde llegamos en 1970. Pero como llegamos tarde, no hubo tiempo de que me pudiera matricular en una escuela pública, de modo que me tuve que apañar en un colegio pequeñito, de barrio, privado, con clases unitarias (eso antes estaba permitido), donde convivíamos en régimen semi-carcelario los ocho grupos de la EGB, en total unos 25 críos. Aquel curso 3º yo aprendí mucho, porque como ya conté en la anterior entrega, si eras espabilado y estabas atento escuchabas asuntos de otros niveles superiores, y eso ensanchaba tu mente. En otro orden de cosas, fue la única vez que incurrí en la enseñanza privada.

Pero el hecho capital de ese curso 1970-71 fue mi Primera Comunión. Y no porque fuera muy creyente (que lo era), porque supusiera un banquete monumental con muchos invitados, como sucede hoy día, (sólo fuimos nueve) o porque la ceremonia religiosa me diera de lado como les pasa ahora a los niños actuales (que para nada), sino porque entre mis modestos y escasos regalos hubo uno que marcaría mi existencia para siempre. Sin embargo, antes de contar eso, no me resisto a recordar una anécdota sobre este episodio, al albur de que este mes llevo asistido a dos comuniones en el plazo de una semana (¡ay!).

Yo era muy, muy creyente, como sólo lo puede ser un fanático, un ignorante o un niño. Llevaba la preparación a rajatabla, y ese maximalismo que me caracterizó durante tantos años derivó en una situación que aún hoy me provoca ternura y a veces una risa tonta inexplicable. Resulta que el día antes del magno evento debíamos llevar a cabo la primera confesión oficial de nuestra historia de católicos militantes. Nada que observar al respecto. Tras la cola preceptiva, le conté al cura todo cuanto yo pensaba que fuera pecaminoso con mis 8 años recién cumplidos, y luego cumplí disciplinadamente mi penitencia con la adecuada contrición y el debido propósito de enmienda. Salí de la iglesia, e iba yo más feliz que una perdiz, sintiéndome limpio por dentro (ejem), y volvía a casa, cuando por la otra acera venía en sentido contrario un compañero de mi clase, uno de esos matones agresivos a quienes sólo gusta la escuela porque les propicia víctimas para sus sadismos. Lo miré, pero él no me vio. Fruncí el ceño, e interiormente le deseé una maldad bien grande, y seguí camino. Pero a los pocos pasos caí en la cuenta: había vuelto a ensuciar mi alma, en grado de pecado de pensamiento. Pues ahí me di la vuelta de camino a la iglesia, para volver a hacer la cola y contarle al cura mi tropelía. Este a duras penas contuvo la risa, me acarició la nuca, alabó mi acendrada y circunspecta fe, me mandó un padrenuestro más, y a casa.

El día de mi Primera Comunión es pródigo en recuerdos, pero curiosamente no en la ceremonia religiosa, que tengo presente porque hay dos fotos del evento. Sin embargo, fuera del recinto sí tengo muchas, hechas por el único que tenía una cámara fotográfica: mi tío Luis. Y en casa me esperaba una maravilla: el regalo de este personaje, hermano de mi padre, crítico con mi madre, y “de la familia de mi padre”, vamos; con eso queda dicho todo. Pero en aquella yo era poco consciente de esas rivalidades. Lo que contó fue que mi tío Luis me hizo el más caro e inteligente regalo de mi comunión: una caja con los 50 Juegos Reunidos de Geyper. Quien tenga una edad parecida a la mía podrá entender lo que esa caja significaba, y lo dificultoso de poseerla en aquella época. Pero mi tío quiso obtener un primer premio alguna vez en su vida, y aquel mayo de 1971, conmigo, triunfó.

El regalo me maravilló, como resulta esperable. Pero lo que no era imaginable siquiera fue que me fascinara con dos juegos que ya me acompañarían para siempre: las damas y, sobre todo, el ajedrez. Con las mínimas e imprescindibles instrucciones que venían en la caja, aprendí el movimiento de las diferentes piezas, y comencé mi andadura de ajedrecista aficionado, que dura hasta hoy. Me fascinó aquella forma de combatir sin tener que sangrar o mancharse. Y me aficioné de tal modo que poco después ya competí en la escuela, aunque sin federarme, porque eso de federarse, para mi madre, era igual que participar en política o ser de un club, y “podía tener consecuencias negativas”. El caso es que todavía a día de hoy, raro es el día que no juego mis tres o cuatro partiditas en línea con jugadores anónimos e impersonales de todo el mundo en el portal de juegos de pogo.com. Aquel regalo sí que fue un regalo. Y se lo debo a una de las personas que con el tiempo más acabaría odiando en mi vida. Aunque eso tuvo lugar en mi etapa de odiador familiar inducido, que “sólo” ocuparía unos 20 años de mi recorrido.

domingo, 5 de junio de 2016

LA BARCA COQUETA


Esa barca fue. Tuvo sus días pasados. En su momento ayudó a su dueño a llevar el sustento a una familia que nunca tenía bastante. Era una barca coqueta, que además se sentía orgullosa de sí misma. Acababa maltrecha muchas veces. Pero el viejo Pedro siempre le lijaba los desconchones y le cambiaba alguna  pieza o le aplicaba pasta para que la estanqueidad no se resintiera. Muchos kilos de pescado transportó. Muchas colas de pez revolotearon en su interior, hasta perder las fuerzas y entregarse a su fatal destino. También, una galerna que no la desguazó de milagro. Muchas millas recorridas, siempre cerca de la línea de costa. Fue una buena barca. Tuvo sus buenos tiempos pasados, sí. Pero, muerto Pedro, nadie volvió a ocuparse de ella. El resultado de varios años a la intemperie lo puede contemplar cualquiera que se asome al paseo marítimo.

La barca de Pedro tuvo sus días pasados. Ahora los tiene presentes, pero ya no es igual. Ahora sus cuadernas muestran sus desnudeces al ritmo de las mareas entrantes y salientes, y el sol carcome su ajada pintura cada día un poco más. El agua que antaño repelió con firmeza ahora se cuela de continuo por su interior, y su quilla ofrece algunas vías que la tienen anclada al fondo cenagoso de la ría. Sin embargo, si se sabe mirar, su coquetería permanece intacta, porque a lo largo del día, las maromas que impiden que inicie el viaje último, forman una línea que la conecta con su cuerpo, si antaño sólido, hoy deshilachado y hundido. Y si se capta esa línea, si se sabe mirar, por un momento el agua y la barca se alían para ofrecernos una señal de su unión eterna, estética  esta vez, matriz de una imagen que jamás antes pudo haberse dado.

En el paseo marítimo de Noia (La Coruña, Galicia, España)
Mayo, 2016 ----- Nikon, d300

sábado, 4 de junio de 2016

ETIMOLOGÍA DE LA PALABRA ESCUELA

Tengo 53 años. Toda mi existencia ha estado unida de forma directa o indirecta a un aula. Llevo 26 años dando clase: casi la mitad de mi vida. Y me entero ¡anteayer! de una cuestión etimológica esencial. Resulta que el origen de la palabra escuela es latino, cosa que yo ya sabía: schola, que significa lo mismo que el vocablo castellano. Pero lo sorprendente viene cuando leo que la palabra latina proviene, a su vez, de la griega  σχολή (skholé), que significa tranquilidad, ocio, tiempo libre. Al parecer, los griegos pensaban que sólo en el tiempo de ocio era posible la conversación y la meditación, base de todo conocimiento duradero. Una vez que me enteré del asunto, bajé la cabeza avergonzado y decidí expiar mi falta comunicándola por aquí al respetable, por ver si así se me pasa algo esa sensación tan personal, tan poco explicable, y tan poco comprensible desde otro punto de vista que no sea el mío propio.

jueves, 2 de junio de 2016

CONTEMPLATIVA QUIETUD


Admitámoslo. No es habitual que un crío tan pequeño esté en esa posición, con esa actitud, sin compañía. Si el protagonista fuera un adulto, la fotografía podría mostrar el mismo bello paisaje pirenaico, pero sería una imagen muy común. Pero, no. El chico está quieto, sobre una roca, al borde de un lago glaciar con unas imponentes moles al fondo, contemplando el paisaje. Quieto. Contemplativo. Pareciera que no cree lo que ve. Es posible que esté contento por haberse librado un rato de la vigilancia paterna. Acaso se encuentre pensando en quién sabe qué compañera que quedó en la ciudad donde vive, y que no volverá a ver hasta septiembre. Puede que lo hayan castigado después de una tropelía y así, separado de los demás, se sienta distinto, mientras expía su culpa. O, sencillamente, tan sólo sea un niño con una sensibilidad extrema, impresionado por la belleza de un paisaje cerrado, amenazante, pero cuyos colores lo han llevado muy arriba, muy lejos, muy feliz.

Lago de Gaube, con el Vignemale al fondo (Hautes Pyrénées, Midi-Pyrénées, Francia)
Julio 2011 ----- Nikon d300

miércoles, 1 de junio de 2016

UNA HISTORIA DE LA LECTURA, DE ALBERTO MANGUEL

Leo un libro sobre la lectura. He ahí uno de mis aspectos más idiosincrásicos. Leer sobre libros. Ya hasta José, el hijo de Mauro y Margarita, mis libreros, me tienen calao, y me enseñan las novedades sobre la masturbación más productiva que conozco.

El otro día me muestra un libro de un tal Alberto Manguel, argentino-canadiense, titulado Una historia de la lectura. La broma, 3.500 pts. Dudo, me engaño a mí mismo, y lo dejo al primer envite. Me niego a reconocer ciertas realidades. Una de ellas entronca con el hecho de que ese libro acabará en mis manos sea del modo que fuere y más pronto que después y que tarde. De esa forma ¿a qué prorrogar un prototipo estéril de falacia? Voy, confieso mi culpa, lo tomo y me lo traigo. Esto era ayer. Hoy lo he empezado. Ya.

El primer capítulo ya me pone bien. Se cuenta una pequeña evolución de las diferentes respuestas que algunos pensadores se han venido formulando desde hace muchos siglos sobre el problema que se plantea cuando uno se pregunta: ¿qué ocurre cuando leemos? ¿Qué mecanismos se accionan para dar lugar a esa magia?

Admito que a pesar de la relativa ansiedad que me embargaba mientras leía esas páginas, en el fondo deseaba que la cuestión quedase sin respuesta. Y sí. Por fortuna, lo que se sabe relaciona todo el proceso con el hemisferio izquierdo y con el área de Broca y determinadas interconexiones de oscura investigación y difícil hallazgo. Creo que es mejor que sea así. Algo que produce una alquimia sensorial tan increíblemente hermosa y productiva no puede acabar reducido a fórmulas científicas constatables y mensurables.

Prefiero la deliciosa ignorancia a la hora de proceder a sumergirme en la actividad que más placer me inyecta y que con mayor rapidez me disuelve, me inspira, me alimenta, me instruye, me hace disfrutar, me desdobla. Es, ¿cómo decirlo?, más dulce, más recóndito, más próximo al arcano críptico de la hermosura.


Del Diario inédito Instantes intestinos e inconstantes, entrada de 23 de Abril de 1998

martes, 31 de mayo de 2016

ACCIÓN DEL TIEMPO SOBRE EL PAISAJE (Y SOBRE LO DEMÁS)


Este paisaje fascinante es el resultado de una actividad extractiva en tiempos de Roma y fue uno de los lugares más valiosos para el imperio romano. Se trataba de unas minas de oro, muy grandes, y además algo particulares. No había vetas claras, ni se hallaban en río alguno, sino que las pepitas se hallaban mezcladas de forma compacta con la arcilla y la arenisca. Ante la dificultad, la excitación ante la pureza de algunas pepitas logradas, los romanos, inteligentes, pero a quienes el uso de la fuerza no fue nunca ajeno, optaron por lo más fácil: derruir toda la zona, para entresacar por cribado posterior todo el oro posible. Optaron por lo más fácil, aunque supusiera una obra espectacularmente compleja. Es lo que entonces se denominó ruina montium, es decir, arruinar el monte en provecho del codiciado producto final. Se inyectaba desde arriba agua a presión en unos túneles excavados parcialmente, y la acción del agua por su gravedad hacía el resto, derribando paredes, resquebrajando las rocas blandas y aun las duras, hasta que todo aquel conjunto de derrubios, piedras y tierra, era capturado abajo del todo, donde los cedazos y los operarios separaban lo que no servía -la inmensa mayoría- de lo valioso -proporcionalmente menor-; con todo, se calculan unos cuantos miles de toneladas del preciado metal extraídos a lo largo de varios siglos. Como resulta lógico deducir, después de mucho tiempo de explotación exhaustiva, aquello quedó hecho una ruina, y nunca mejor dicho. Pero la acción de la naturaleza, creativa a veces, destructiva otras, modificó el resultado final, para modelar un paraje sorprendente de tierra rojiza mezclada con vegetación caducifolia que hoy calificamos de bellísimo, y que recientemente ha sido considerado Patrimonio de la Humanidad. Si en aquellos tiempos hubiera habido ecologistas, habrían tildado aquella mina de atentado brutal contra el medio ambiente, que sólo buscaba llenar los bolsillos del estado romano. Como se ve, todo puede ser relativo. Ya que el tiempo modifica en buena medida lo que opinamos sobre cada cuestión y la mirada que echamos en cada momento. Todo, sí. Lo modifica todo.

Paraje arqueológico de Las Médulas, en el Bierzo (León, Castilla y León, España)
Diciembre, 2005 ----- Nikon d100

lunes, 30 de mayo de 2016

SUFRIMIENTOS DEL FÚTBOL (Y OTROS SUFRIMIENTOS)

En la final de Campeones de fútbol del sábado pasado, observé algo curioso, que acaso explique bien algo de lo que a nuestro mundo aqueja en profundidad. Como el resultado era escueto, y las circunstancias podían variar a favor de quien iba en contra, y viceversa, en cuestión de minutos, a medida que el partido avanzaba, la angustia de los seguidores se iba haciendo palpable. El realizador de la transmisión, consciente del juego que daban las expresiones de los aficionados, cada poco iba enfocando a algún grupo de ellos, con sus vestimentas y adminículos bien representativos, después de algún lance favorable para su equipo o peligroso por parte del rival. Se veían rostros transidos por la emoción, expresiones de temor, de pánico en ocasiones, de alivio ante el peligro conjurado. Así, todo el partido. Yo entretenía el aburrimiento por la obligación de tener que verlo (familia obliga) con el periódico del día y alguna partida de Scrabble en el móvil. De vez en cuando levantaba la mirada, a ver si la intensidad inevitable del encuentro cedía en aras de mayor calidad de juego. Pero, no. Lo que sí aumentaba eran las expresiones de lamento, susto, terror, placer, según conviniera al episodio observado. Y el paroxismo llegó ya al final, cuando, agotados los cuerpos, las resistencias, y la prórroga de media hora correspondiente, llegó la fatídica tanda de penaltis, en la que todo el mundo sabe que los mejores no siempre hacen valer sus cualidades. Las cámaras enfocaban antes y después de los lanzamientos a los diferentes grupos o rostros. Las manos se tapaban los ojos, que por una abertura minúscula buscaban en cambio poder ver lo que iba a suceder, pero se temía que sucediera de forma adversa. Así, se pudo contemplar a varias chicas y a algún mocetón con las lágrimas formando regueros, incluso antes de que el final del encuentro decantara hacia un lado la apurada victoria y al otro la amarga derrota. Lágrimas, tensión, miedo, terror, en una gama de gestos que podrían tomarse como ejemplo para muchos otros casos, muy alejados de ese mundo. Y, en éstas, mi madre, sorprendentemente muy atenta al desarrollo del encuentro, dijo: “Pobres, hay que ver lo que sufren”. Y ella misma lo dijo ciertamente compungida, como si empatizara con dicho sufrimiento.  Yo, harto ya de todo aquel espectáculo lamentable, me arranqué y solté aquello que llevo diciendo mucho este curso en clase, cuando mis alumnos se quejan de algo: “¿Sufrimiento? Para dolor y desesperación, los de los refugiados sirios, no lo de esos descerebrados masoquistas”. Mi madre me miró, extrañada, y hasta molesta por mi tono. “¿Los sirios?. Y ésos, ¿quiénes son?”. Ya no respondí, porque ¿para qué? Pero de repente entendí todo lo que había que entender sobre ese conflicto que lleva varios años intentando mordernos la conciencia a los europeos desarrollados y deportistas. En vano hasta la fecha, como se puede comprobar sin dificultad.

domingo, 29 de mayo de 2016

EL MILAGRO, TAMBIÉN EN LA CALLE


Creo que se trata de un saxo soprano y un saxo alto. No entiendo tanto de música. Pero creo que sí. Son dos formas cuyo reposo no permite aventurar cómo suenan. Aunque su cercanía los sitúa en un contexto muy concreto. Una calle. Unos músicos que ejecutan sus temas, propios o ajenos, a cambio de unas monedas. Gente joven, seguramente. Muchachos que empiezan, que quieren hacerse un hueco en el siempre difícil arte de vivir de aquello que apasiona. Algo de bohemia, mucha camaradería, tal vez algo de bebida o drogas. Lo usual en estos casos. Pero, no. No en este caso, al menos.

Una banda de jazz de personas, cuya edad media no bajaba de los 40. Vestidos impecablemente. Con dos vocalistas alternativos, cuya dicción sería digna de una escuela de declamación u oratoria. Una estética cuidada hasta los últimos detalles, como los limpísimos cordones blancos de unos zapatos de tafilete negros que parecían de estreno. Unos sombreros cortos, de tweed, gafas oscuras, chaquetas blazier de corte insuperable. Camisas todas muy oscuras. Algunas corbatas de anchura escueta. Pantalones con raya, pero modernos y ajustados, flexibles. La única mujer, blanca, de voz grave, paradójicamente negra. Su vestido, entallado, también negro absoluto, como los zapatos y las medias, pero con un rojísimo sombrero masculino de ala corta; y un collar de perlas desiguales; y un brazo desnudo; y otro brazo cubierto con un guante largo, hasta casi el hombro; y en ese brazo, una pulsera de cuentas vegetales, de curvas infinitas, que sonaban como un instrumento más.

Era el 14 de julio en París. Día festivo. Mucha gente por la calle. Pero en este puente, alejado un tanto del agobiante centro, los dos saxos reposaban al lado de otros instrumentos, sin peligro de que las masas los arrollaran. Era un momento sin música, sólo con palabras de diferentes timbres y colores. Una pausa entre dos tandas. Apoyados en el pretil, los músicos bebían unos refrescos, comentaban, reían. Lo hacían en inglés. Nosotros los mirábamos. A veces, ellos también miraban a quienes aguardábamos que reiniciaran. Pasados unos minutos, ordenada y disciplinadamente, se fueron incorporando a sus diferentes instrumentos. La última en incorporarse fue la mujer. Su largo vestido negro se colocó en el centro. Saludó con una amplia sonrisa. Nos regaló unos agradecimientos, que en su boca sonaron muy sensuales. Entre muchas palabras que no entendí, pronunció el nombre de Sarah Vaughan. También el de Billie Holliday. No hizo falta más. Aguardamos a que el milagro tuviera lugar. Y, sí, se produjo.

Banda callejera en París (Francia)
 Julio, 2012 ----- Panasonic Lumix G6

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