martes, 27 de mayo de 2014

LAS VECES QUE NO LLEGUÉ A MORIR -II-

No elegimos cuándo nacemos, y la mayoría de las veces tampoco elegimos el momento final. Aunque nos hallemos ya en la etapa postrera, la muerte nos pilla casi siempre de improviso. En una entrega anterior, ya relaté que estuvo a punto de alcanzarme muy antes de tiempo. Hubo dos veces más. Ésta que aquí recupero es la segunda.

En la etapa universitaria, yo simultaneaba gente de dos pandillas. En una de ellas, estaban amigos, sólo masculinos, procedentes de la etapa del instituto, con quienes practicaba deportes de cancha y de sala de juegos. Sin embargo, la intensidad era mayor con otro grupo, este mixto ya, donde se daban los clásicos tonteos, los típicos cruces, las mismas expectativas frustradas que en tantas pandillas. Solíamos hacer muchas excursiones y, como en toda colectivo, siempre hay quien lleva más terreno recorrido, y quienes vamos por detrás, aprendiendo de los avezados.

Un domingo de verano, se planteó hacer algo diferente. Uno de los líderes naturales de ese grupo planteó hacer algo de “espeleo”. Ante la pregunta de qué era la cosa, nos explicó que él había hecho algunos recorridos por el interior de algunas cuevas de las que tanto abundan en la montaña leonesa. Nos puso los dientes bien largos, detallándonos sus andanzas con un grupo de montaña que poseía todo el equipo necesario para esas incursiones. Tras su relato, decidimos que “haríamos una cueva”; sencilla, eso sí, para empezar, para que “hasta las chicas” pudieran recorrerla. El líder eligió la que nos convenía e impartió instrucciones sobre el equipo que debíamos. Todos quedamos en llevarlo cumplidamente.

El día de autos nos juntamos siete, y de los siete, sólo llevaban calzado adecuado tres; y aun así no eran botas de montaña. Yo no me encontraba entre ellos. En aquella época no sobraba el dinero en casa, y yo no había ido de monte en serio en mi vida. Todo lo más, caminatas cerca de los ríos, para lo que era suficiente unas playeras o unas zapatillas deportivas. Eso sí, linternas llevamos todos. Pero aquella colección era digna de verse. Cuatro de petaca y dos cilíndricas poco más anchas que un rotulador. El líder no llevaba. La tenía incorporada en el casco. Era un casco con “carburero”, como los mineros, nos apuntó. Por supuesto, sólo dos llevaban algo de abrigo. Era un día de verano con mucho calor fuera. De modo que cuando llegamos a la cueva, seis descerebrados y alguien con cierta idea nos disponíamos a romper las marcas de la temeridad en la historia de la espeleología local.

Nada más que recorrimos unos metros, nos dimos cuenta de que, ver, veíamos lo suficiente, pero había más humedad de la prevista, el suelo estaba muy resbaladizo, había algunas zonas encharcadas  y poco a poco iba haciendo más frío, con lo que nuestras camisetas de manga corta no ayudaban mucho al bienestar propio de actividad tan esforzada. A mayores, dos de las chicas que integraban el grupo, lucían camisetas de tirantes y unos pantaloncitos ajustados recién adquiridos que no abrigaban nada, pero que podían hacer subir la temperatura, llegado el caso,a quienes las siguieran por el estrecho camino. Yo en ningún momento sentí frío alguno.

Circulamos despacio, e internamente notábamos que el miedo nos invadía más y más, pero verbalmente nadie decía nada. Todo era pose. Nadie quería quedar como un cobarde, poco preparado para tales hazañas. En un momento determinado, el sendero se estrechaba, y había que salvar un escalón de apenas un metro hacia arriba, lo que comportaba colaboración entre nosotros y cierto esfuerzo físico. El líder pasó el primero e hizo las indicaciones oportunas sobre cómo, cuándo y con las ayudas de quién y por dónde. Yo no iba el último, pero la parte trasera de una de mis amigas me pareció suficiente tentación como para ejercer de caballero galante y ayudarla desde atrás, mientras los otros ayudaban por delante. El espectáculo merecía la pena, con las luces yendo y viniendo, ampliando o adelgazando, ocultando o transparentando los cuerpos. Y, sí, mereció la pena. Hasta que me tocó a mí. En otro gesto de estupidez hormonal muy propio de mi género, rechacé la ayuda desde arriba y tenté la suerte de subir el escalón apoyando los pies en los lugares ya previamente marcados. No sin esfuerzo, logré llegar arriba, pero al ir a incorporarme a la parte final, el pie izquierdo, calzado con unas deportivas de suelo desgastado (las buenas se reservaban para la ciudad), resbaló en el barro que cubría la roca, y me hizo perder el equilibro. La linterna, que llevaba en la boca, se me cayó. Y yo, en un instante sorprendentemente largo, porque me dio tiempo a pensar lo que iba a suceder, caí hacia atrás. En la caída, manoteé intentando agarrarme a algo. La mano izquierda encontró roca, pero resbaló de seguido. La izquierda no la encontró al principio, pero la halló al final. Ninguna de las dos me ofreció el ansiado agarre. A cambio ambas aristas me produjeron sendos cortes en las muñecas, cuya profundidad llegó hasta el hueso. Seguí cayendo hacia atrás de espaldas. Por fortuna, la altura no era grande, de modo que sólo quedé magullado en el suelo, mientras los demás miraban consternados desde arriba lo que acababa de suceder.

Cuando recobré el sentido de la realidad, y vi los ángulos filosos de las rocas que me escoltaron en mi caída, fue el momento en que caí en lo que pudo haber ocurrido y por fortuna no sucedió. Lo sorprendente, no fue que aquel incidente acabara con unas heridas, unos hematomas y un susto memorable. Lo que aún hoy me sorprende al recuperar la memoria, es que mi cabeza no impactara con nada, porque de haberlo hecho, el más mínimo contacto, habría producido un daño terrible, probablemente irreparable. Así, sólo la sangre restañada, los cardenales que tuve en mi espalda y una pierna durante varios días, las chanzas recurrentes de mis compañeros y tres cicatrices bien visibles aún hoy en mis muñecas, fue todo el balance del incidente. No tardé muchas horas en llegar a la conclusión de que la vida me había ofrecido otra oportunidad, para meditar sobre lo sucedido y aprender otra valiosa lección. Aún habría tiempo para otra más.

viernes, 23 de mayo de 2014

ESPONTÁNEO GUITARRISTA


El chico llegó desde atrás con la funda negra sobre su espalda. Lo hizo con cautela, porque un grupo de jazz estaba tocando en el mirador, y mientras éste atacaba la pieza en sus compases finales, él sacó su guitarra, la afinó muy bajito, sin apenas ruido, y se sentó en el pretil sobre el Tajo. Cuando el grupo terminó su canción, los que allí nos encontrábamos prorrumpimos en un aplauso casi unánime, porque eran buenos músicos, y su ejecución había sido muy lucida. Una riada de monedas fueron a parar a los sombreros que había al frente del improvisado escenario.

Casi de inmediato, el rasgueo violento de una guitarra española nos sacó a todos del momento de emoción que habíamos vivido con los instrumentistas de jazz. Era una forma de tocar casi desesperada, con mucho fraseo, muchos contrastes, mucha subida y bajada de la mano izquierda sorteando trastes a lo largo del mástil, que se movía a uno y otro lado, mientras la mano derecha alternaba toque con percusión en la madera de la propia guitarra. Era una canción que nadie reconocimos, pero que mezclaba ritmos latinos, flamencos y de fusión. Sonaba raro, pero sonaba bien. Y el tipo le ponía tal pasión a su modo de tocar, que inevitablemente todos acabamos mirándole y desviando la atención del grupo de jazz a su persona. Aunque no sólo era pasión, que eso siempre se da mucho en los músicos callejeros, sino que, además, se notaba que dominaba bien su instrumento. Su música nos acabó envolviendo a todos, y las pérgolas con mimosas que había encima hacían resonar sus acordes de manera muy convincente. 

Fueron unos minutos algo hipnóticos que no nos impidieron, sin embargo, pensar en la reacción que tendrían los músicos de jazz a quienes el espontáneo había interrumpido en su sesión. Al final, un último rasgueo, y un “olé” largo y franco, mostrando toda su blanquísima dentadura, dio por finalizada la exhibición. Nos quedamos algo alelados por el modo de concluir. Me pareció que todos pensábamos sobre lo que  iba a pasar a continuación. Nadie aplaudió. Nuestras cabezas iban de su figura recortada contra el cielo lisboeta a las de los del grupo de jazz. De repente, se soltó del pretil con un saltito hacia adelante y un “hale-hop”, mientras se inclinaba con cierta vehemencia saludando al respetable. El tipo exudaba energía, optimismo y una sonrisa tentadora. Nadie supo cómo reaccionar. Hasta que el saxofonista del grupo rompió el silencio del instante y la inmovilidad de toda la parroquia, cuando soltó: That’s really good, mate, great! Y tras agacharse para tomar unas monedas de su propio sombrero, se acercó al guitarrista, y metiéndoselas en el bolsillo de la chaqueta del chándal, le palmeó el hombro con fuerza, y luego inició una salva de aplausos que todos, absolutamente todos, liberamos sin excepción.

Robado en Lisboa (Portugal)
Abril, 2009 ----- Nikon D300

domingo, 18 de mayo de 2014

SHOCK POR JOSÉ MUJICA

Confieso que escribo esto desde un shock, aunque mi salud palpita estupendamente. Es un impacto emocional producido por escuchar a un viejo. Ese viejo también es una persona muy especial. Y da la casualidad de que, sorprendentemente, fue elegido presidente de un país, en este caso el Uruguay. Me encuentro en estado de shock, porque le he escuchado hablar a lo largo de una hora, cuando yo sólo quería ver cuándo empezaba la emisión para ponerla a grabar y verla otro día a mi conveniencia, pues había tareas pendientes que requerían mi atención. Pero fue empezar a hablar, y todo lo que había leído sobre él, que era bastante, se materializó de repente para comenzar una andadura de 60 mintutos en la que su palabra, sus gestos y sobre todo su mirada, me abdujeron, me pegaron al asiento, e hicieron inútil la grabación que había programado.

Lo de menos es lo que todo el mundo conoce de él. Que si vive en su chacrita, que tiene un móvil y un coche antediluvianos, que si cultiva sus propias cebollas y tomates, que si dona casi todo su sueldo, que si una de sus mejores compañeras es una perrita coja que vive con él, que si no tiene vehículo oficial y apenas equipo de seguridad. Incluso no es tan importante saber que este hombre fue un guerrillero tupamaro, que estuvo 13 años en la cárcel recibiendo torturas físicas y  psíquicas horribles. No es lo importante. Lo verdaderamente impactante de este personaje, José Mujica, es su palabra: es oírle hablar. Y si se le oye hablar, es muy difícil no escucharle.

Después de oírle, de escuchar sus razones, sus argumentos, la descripción de una realidad que no siempre puede domeñar; después de verle asumir sus fracasos y de hacer gala de un sentido común y de una humanidad absolutamente impensables ahora mismo en este continente nuestro, inmerso en otra engañifa electoral más; después de que esa mirada me convenciera al ciento por ciento de que todas las palabras que emitía poseían una coherencia absoluta, meditada, inusual en estos tiempos; comprobando que incluso una persona como él asume que la inmersión global en el sistema capitalista hace imposibles muchas reformas necesarias, y que el mercado es el gran dios que gobierna el mundo; tras ratificarme de nuevo que sin la ética presente ninguna actividad humana adquiere credibilidad (menos, si es política o pública); una vez que, a preguntas de un sagaz periodista, afirma algunos de sus logros políticos sin alardear ni sacar pecho, y relativizándolo todo en un contexto puramente cercano; después, digo, de haberle escuchado decir cuanto dijo, yo volví a pensar que en España y Europa no tenemos un político así, y volví a maldecir el momento político que vivimos y llegué a la conclusión de que si lo hubiera, es posible que me arrancara de mi decisión, cada vez más firme, de abstenerme de votar en esta pantomima que se nos plantea el próximo domingo.

Dije más arriba que verlo en directo me había arruinado la grabación. Pero, no. La grabación  va a permitir que lo vuelva a ver, y verificar que lo que hoy sentí al verlo no fue un espejismo, sino una realidad. Distinta realidad. Inusual. Esperanzadora, al cabo.

sábado, 10 de mayo de 2014

A HOMBROS DE MI PAPÁ


Pese a lo que diga mamá, yo sé que mi papá me quiere. Yo creo que me quiere mucho. Antes me regañaba alguna vez, pero ahora cuando salimos de fiesta es el mejor, y me compra lo que quiero. Sobre todo, cuando vamos al centro comercial, de tiendas. Si le digo que me monte en ese coche eléctrico que se alquila por horas, me lleva enseguida. Si luego me apetecen unas gominolas ácidas que acaban de salir, me pregunta qué son, se lo explico, y me compra unas cuantas. Es muy bueno. Era genial cuando estábamos los tres juntos. Pero entonces no me compraba tantas cosas, y estaba muchas veces triste, y discutía con mamá, y le gritaba, y ella también lo hacía, y lloraba; a veces también lloraba él. Ahora es mejor, ahora me quiere más. Pero sólo lo veo cada dos fines de semana. Él dice que los martes y jueves llama y pregunta por mí, pero mamá no me dice nada. Con ella es distinto. Está siempre seria y cuando vamos de compras, sólo vamos a comprar, no hay atracciones, ni chuches, ni nada. Volvemos a casa muy rápido, aunque haga sol. Y en casa cada tarea hay que hacerla a su hora, y en eso mamá no admite cambios. Pero mi papá está siempre alegre, y me pone sobre sus hombros, y me gusta rascarle el pelo, aunque ahora tiene menos y hay algunos blanquitos, y me cuenta chistes y me hace cosquillas y me dice cosas bonitas. Cuando nos despedimos, los dos quedamos algo serios y nos decimos adiós. Una vez hasta lloré, pero él me dijo que muy pronto volvería y fue verdad. Ahora sé que a las dos semanas mi papá vuelve siempre y podemos reír juntos y yo soy más alta cuando me sube sobre sus hombros y lo veo todo desde arriba y pienso, y a veces sueño.

jueves, 8 de mayo de 2014

¿CUMPLEAÑOS POR CUMPLIR AÑOS?


Cada vez que la Tierra da una vuelta alrededor del sol, coincidiendo con el mismo día que nacimos, celebramos el hecho con toda suerte de felicitaciones, parabienes, deseos de lo mejor, comilonas, regalos, agradecimientos, compras, etcétera. Excelente. Si todo eso nos produce placer, sea. Pero, en realidad, ¿por qué? ¿Porque se haya cumplido una circunvolución astral? ¿Porque hemos sobrevivido un año más en este valle de lágrimas? ¿Porque nos merecemos algún homenaje cada cierto tiempo que hemos establecido en un año? ¿Porque es conveniente renovar lazos con determinadas personas? ¿Porque nos agrada que quienes no se acuerdan nunca de nosotros lo hagan en ese día? ¿Porque lo hace todo el mundo, y no queremos parecer raros (o desagradecidos, que es peor)? ¿Porque cada cierto tiempo hay que renovar los proyectos y hacer balance, al modo en que se realiza en Nochevieja? No sabría responder con exactitud.


Pero este año he cumplido 51. La cifra no es baladí, pero tampoco tiene una estética que haga subir la bilirrubina. Cuando el año pasado cumplí 50, pensé que iba a tener una trascendencia. No sabía cuál. Sólo pensaba que tendría una; cualquiera. Incluso elaboré una lista de 50 tareas que llevar a cabo en los 50 (de la que sólo cumplí 16; ahí es nada). Esperaba una trascendencia, insisto, la que fuera. Sin embargo, no fue como esperaba. No llegó ninguna. Todo siguió igual, lo mismo que había sucedido cuando cumplí 30 y cuando hice lo propio con los 40. Porque en realidad, a mí cumplir años siempre me gustó o, en el peor de los casos, me dio igual hacerlo: seguía adelante, y no me detenía demasiado a mirar atrás; estaba muy ocupado haciendo algo como para detenerme a analizar mi edad o mi encaje en la misma. Curiosamente, al haber cumplido 51, este año me dio por pensar. Unas horas sólo, eso sí, porque aunque pensar me gusta, hacerlo sobre determinadas estupideces me parece poco práctico. Además, ha coincidido con la lectura -absolutamente azarosa, no programada- de un libro de Vicente Verdú, Señoras y señores. Impresiones desde los cincuenta, donde se trata de este tema en plan ensayístico profundo, pero ameno como en él es habitual; lo cual me ha quitado las ganas de pensar en la trascendencia de estos 51, amparado en las sonrisas que este autor me regala y en la emoción que quien mejor me quiere me procuró ayer con una foto tempranera en la distancia, que equivalió al mayor de los abrazos y al más cítrico de los besos.

jueves, 1 de mayo de 2014

LAS VECES QUE NO LLEGUÉ A MORIR -I-

En el dominical de El País, de 16 de febrero del corriente, figuraba un artículo de Rosa Montero, titulado “Todas esas veces que pude haber muerto”. No era brillante, pero sí captó mi interés, y me dio para recordar, en mi caso, las veces que he estado a punto de morir, de acabar mi andadura, de desaparecer, en suma. Eché cuentas. De forma clara, fueron tres. De forma indirecta o habiendo existido la posibilidad si hubieran concurrido otros factores, salían otras cuatro. Nada menos. Para alguien cuyo sentido de la aventura tiene más que ver con el cine que con ir a hacer una ruta dominguera, la cosa tiene su mérito (o su guasa). Siete veces he podido llegar al final y, como los gatos, siete veces me he librado. No seamos agoreros, ni convoquemos al maligno para exorcizar nuestros males. Han sido siete veces. Punto. Coincidencia. Tampoco voy yo ahora a hacer colección, para atraer la octava. No. Mi sentido del morbo no se inclina por este lado. Mi recuerdo se centró en recuperar los momentos de las tres veces en que fui consciente de que aquello tocaba a su fin. Porque si no hay consciencia, no hay asunto. En las tres, lo tuve claro, aquello era el final de mi recorrido. Sin embargo, una sucesión de fortunas ciegas se coaligaron a mi favor para aislarme de todo mal. 

La primera tuvo lugar cuando tenía 10 ó 12 años. El momento es difuso porque donde sucedió yo estuve de vacaciones cinco veranos seguidos, y así no hay forma de que me aclare el cuándo. Además, esto no lo supieron mis padres, por tanto, no puedo recabar su ayuda para ubicar la cronología. El marco físico es la pequeña playa de la isla de La Toja, casi al lado del puente que la une a la localidad de O Grove. La hora es la de la siesta. El modo es una carrera. De esas tontas que uno entabla con alguien que le gusta mucho. Y aquella niña a mí me gustaba una barbaridad, de ese modo que sólo sucede en esos momentos intermedios entre la infancia y la adolescencia. De modo que una reta a uno. Uno acepta el reto. Carrera a nado desde la orilla hasta el primer pilar del puente. La marea no estaba subida del todo, pero allí nos cubría a los dos por entero, sólo que a mí no me lo pareció a primera vista. Una nada que se las pela. Uno hace lo que puede, pero ha de mantener el orgullo intacto. Y avanza, pero a los treinta metros ya está casi agotado y ha de detenerse a respirar. Pero cuando se quiere dar cuenta ya no hace pie, y hasta ese momento, siempre había nadado en lugares donde la seguridad del pie tocando fondo tranquilizaba toda maniobra en la superficie. Me puse muy nervioso, tanto que hasta se me olvidó que la niña había llegado a la base del pilar hacía rato. Manoteé, intentando mantenerme a flote. Aun así, me hundí varias veces y tragué agua, que me hizo toser, y reaccionar, pero hacia el pánico. No sé de dónde saqué las fuerzas para impulsar brazos y pies, pero aun con la torpeza del desesperado, unos cuantos metros más atrás llegué a una zona donde hacía pie. Entonces me desplomé, y se dio el caso que cuando más agua tragué fue en esos instantes en que ya me vi salvo, pero desfallecido, hasta el punto de no poderme sostener de pie y caer de bruces sobre el agua. En fin, una odisea marina. Mis escasos músculos acumularon tal cantidad de estrés y agotamiento, que no me moví de la toalla en toda la tarde. Mis padres, ni se enteraron. Sólo se sorprendió mi madre del ansia con que devoré dos plátanos en un santiamén. Mi hermano, ni estaba, perdido como siempre en sus exploraciones sin fin. Y la niña, vencedora legítima de aquel pique, una vez que supo de su victoria clara, ni siquiera se acercó a ver qué me había pasado. Tardó en dejar de gustarme el mismo tiempo en que mi mente se recuperaba del trance. O sea, una tarde. Esa fue la primera vez. Pero entonces no fui muy consciente de la trascendencia de lo que acababa de suceder. Eso tendría lugar mucho después.
(Continuará)

lunes, 28 de abril de 2014

REALISMO Y RECHAZO



Esta obra, que se puede contemplar en Valladolid con detenimiento (morboso, diletante, religioso, cultural, artístico, despreocupado, crítico, desmitificador, curioso, acumulativo, etc.) o con prisa (obligada, terapéutica, ignorante, pachanguera, horrorizada, etc.), es un ejemplo señero de lo que en el siglo XVII hispano se entendió como efectismo contrarreformista. Con él ansiaba la Iglesia recuperar el prestigio y la ascendencia perdida con el movimiento protestante del siglo anterior. El procedimiento era sencillo, pero de efectos muy exitosos. Consistía en mover a la compasión del espectador, buscando la empatía hacia lo que le había sucedido a aquel hombre excepcional, de quien seguían afirmando que era el Hijo de Dios. De ese modo, había que mostrar con toda crudeza de detalles lo que el proceso previo y la muerte postrera había producido en aquel cuerpo del que no se tienen noticias de cómo sería, pero que con el paso de los siglos se decidió que fuera ejemplar, fuerte, bello, rotundo, pero también vulnerable y frágil. 

Gregorio Fernández, insigne escultor de finales del XVI y primera mitad del XVII, entendió perfectamente lo que había que hacer, y a su capacidad técnica admirable, unió una creatividad de visionario, que le condujo a que los tipos por él esculpidos acabaran siendo canónicos en las representaciones posteriores. La postura, el gesto, la sangre, el número de heridas, su disposición, su policromía, los materiales empleados: todo ello contribuyó a proyectar su realismo de un modo muy diferente al que surgía del divino Bernini, allá en Roma, cabeza de la cristiandad. Su realismo supera cierta realidad, hasta el punto de que puede resultar desagradable para muchos.

Hace unos años, tuve en clase de Hª del Arte a una alumna uruguaya. Era de las que destacaba en calificaciones, interés y entusiasmo por la materia. Pero, al llegar al tema del barroco hispano, comprobé que en varios momentos se cubría la cara con las manos, molesta con lo que tenía que ver, obligada por su hiperestesia y por sus precedentes culturales. Se negaba a mirar aquellas obras. Lo hablé con ella, y no me cupo duda de la sinceridad de sus palabras. Provenía de un país por completo laico donde las tradiciones de nuestra Semana Santa son un embeleco que se contempla como folclore desde otros lados. Además, tanta sangre, tanto sufrimiento, tanto desgarro, la hacía temblar, literalmente. Le dije que estudiara el tema como mejor pudiera, pero que esas manifestaciones artísticas son también una forma de comprender cómo somos culturalmente. Ahí, se me rebeló. Llegó a comparar demasiadas cosas llenas de sangre y violencia que no le gustaban para nada, incluidos los toros en su vertiente más española. Prudentemente, me callé. Comprendí que no lograría nada con ella, porque ni su sensibilidad extrema podría con ciertas cosas, ni su juventud y carencia de referentes educacionales permitiría una comprensión que requiriese mayor madurez y perspectiva. 

Pensé que aquel caso había sido una excepción a la regla. Pero hoy, para mi sorpresa, he asistido en clase a algo, si no igual, sí muy parecido al abordar el mismo tema. Y en personas que han vivido siempre aquí. Pero igualmente desvinculadas de ciertas creencias y tradiciones que marcan nuestra historia. Por tanto, creo que la cosa da para pensar. A ser posible, sin prejuicios. Si es posible.

Cristo yacente, de Gregorio Fernández (1625-1630)
Museo Nacional de Escultura (Valladolid, Castilla y León, España)
Abril, 2014 ----- Panasonic Lumix G6

domingo, 27 de abril de 2014

¿PARA QUÉ MÁS?


No hace falta más. Una temperatura cálida. Un cuerpo abierto al sol. El mar, delante, ofreciendo su monótona movilidad a quien quiera contemplarlo. La sed, requiriendo algo que beber. El cerebro, anhelando algo de dulce. La sensación de que todo lo malo queda detrás, nunca delante. Que sólo el oleaje comprende los vaivenes de una existencia desafortunada. La caricia de la brisa recorriendo el vello sobre la piel. Una mano que alcanza un melocotón que se muerde con despreocupación cansina, pero estimulante. Un dulzor que calma las sensaciones, produciendo otras. Los pensamientos, que se cambian al ritmo de las formas de las nubes adormecidas. Algún recuerdo que acciona la lengua sobre los labios. Los ojos que se entrecierran, para ver mejor el alcance de la herida abierta desde hace seis semanas. Y tan sólo un día de descanso después de una semana atroz. Antes de volver a la tremenda realidad bajo una luz fluorescente durante diez horas al día. Sólo un día, invertido en adivinar el horizonte, en sentir el calor del sol en los miembros desnudos, en retener el azúcar en la mente, en aspirar aromas de costa, olvidando, recordando. Aislándose, serenándose, adormeciéndose. ¿Quién necesita más?

Robado en Benicassim (Castellón, Com. Valenciana, España)
Julio, 2006 ----- Nikon D100

INCREDULIDAD

Ya lo anticipaba ayer. Ya no busco credulidad, porque uno, de tanto mentar al lobo, ya no consigue que nadie venga a ayudarle cuando el depredador se acerca de verdad. Pero por la noche sucedió algo revelador, a colación de ese proyecto, promesa o sólo intención. Mi propia pareja, entre las risas burlonas que la caracterizan, me despertó el oído soltándome que sí, que bien, que vale, que eso ya lo había dicho muchas veces... con resultados conocidos. Lo que venía decirme es que no me creía, vamos. Lejos de enfadarme, su confesión me llenó de melancolía. “No me conoce todavía”, pensé al hilo de la conversación. Esbocé un mohín de contrariedad. Qué pena, me dije, tanto esfuerzo de transparencia creciente, tanta eliminación progresiva de reticencias, para nada. Pero, dos instantes después, mi inveterado optimismo emergió desde mi habitual pesimismo, y la alegría sustituyó las sensaciones precedentes: “Pero eso es toda una suerte”, concluí. Si después de casi 14 años aún no me conoce, es que todavía nos queda cuerda para rato. Aún puedo sorprenderla de cuando en vez. Y con ese pensamiento de optimismo etiliforme, me acosté. Sorprendentemente, me dormí.

sábado, 26 de abril de 2014

MI REGRESO

Algo me bulle dentro. Siento una opresión que me suena, pero a la que no le puedo dar nombre ni identificar por completo. Es como un burbujeo previo al degüelle de los vinos espumosos, una congelación previa al destaponado obligatorio que elimine las heces acumuladas entre las que he venido macerando en los tiempos últimos.

Llevo sin escribir de forma continuada varios años. Tendría que consultar ahora en mis agendas cuándo. Recuerdo bien el modo, pero se me difumina más la temporalidad: signo de los tiempos. Ha habido entre medias, bien es verdad, unos cuantos relatos; algunos ya corregidos, la mayoría en estado inicial post-parto. También he tenido accesos de reinicio de esta escritura memorialista, o del yo, o diarística. Ahí constan, manuscritos, telemáticos o informáticos. Ninguno fructificó. Fueron sólo coletazos puntuales, que anticipaban -tal vez- ese desasosiego que me mueve hasta este instante.

Porque es desasosiego, justamente, de lo que se trata. 

En esta etapa de mi vida última realizo muchas fotos, tanto en mis viajes como en mi entorno. Las edito con regularidad y las expongo y muestro en mis páginas de la red. Lo hago con cadencia prácticamente diaria, lo que no deja de ser sorprendente para muchos. Me proporcionan mucha satisfacción, debo confesar. Mucha, pero jamás la que he sentido cuando he terminado de escribir un buen relato o una carta particularmente emotiva o un fragmento de diario que podríamos tildar de literario. En los últimos tiempos, la imagen bidimensional se ha tragado todo mi universo interior. Con mi consentimiento, pasivo. Con mi colaboración, cómplice. Con mi voluntad, inercial. Pero todo tiene un límite.

Hoy, después de leer durante casi hora y media, me he sentido todavía más preso de esa sensación indefinible que alía paradójicamente la autocompasión más dañina con la rebeldía más estimulante. Después, al sentarme a la mesa ante el ordenador, he mirado por la ventana, y me he dado cuenta de que las copas de los árboles del parque Ferrera ya están todas ellas cubiertas de hojas. La primavera había llegado y yo me hallaba en otros mundos. Es hora, pienso, de que yo también renazca.

Siento que necesito escribir. Que si no lo hago, por muchas fotos estupendas que tome, edite y muestre, algo en mi interior se queda vacío y sin sentido. La calidad de lo que escriba será cuestión a debatir, opinar o plantear. Pero la necesidad de la escritura se ofrece como perentoria, oxigenante, vivificadora. Y a ello me pienso entregar. Con las libertades y obligaciones que me caracterizan. Es decir, escribir de lo que me dé la gana, sin atender a públicos ni búsquedas espurias. Y también, con la regularidad diaria obligatoria que me tiene como único juez evaluador de dicho compromiso.

Vuelvo, pues.

(Sí, ya sé que lo he dicho antes. No busco credulidad. El número de entradas que se puedan repasar dentro de unos meses y el balance subsiguiente serán los mejores testigos que confirmen este regreso que ahora anuncio).

domingo, 23 de marzo de 2014

AMOR DE MADRE



Es una imagen de gran sencillez, con pocos elementos que la conformen. La parte superior de una mujer de rasgos orientales, sus manos, el borde de un cochecito de bebé, cuyo ocupante nos muestra sus dos manitas y una de sus piernas. Pero la sencillez muchas veces significa mucho más de lo que puede parecer a simple vista. La toma aísla otros componentes de la escena, que sobran para lo que se pretendía captar, pero que existen. Enumerarlos ahora, del mismo modo que decir dónde tenía lugar la escena, qué la precedió, qué siguió al disparo de la cámara, resulta del todo inútil, cuando no improcedente.

Fijémonos tan sólo en el lenguaje que emana de un rostro y de las manos. El otro rostro, el de la criatura que se halla oculta por la estructura que lo transporta. No se aprecia, pero lo intuimos. Y lo hacemos porque la suma de los gestos tiernos de su madre nos lo comunican todo: lo que siente ella, lo que transmite a su hijo, y lo que éste, a su vez, siente y devuelve a su madre.

Es sólo una sonrisa, una cercanía física, una voz susurrante y, sobre todo, una caricia efectuada sobre el piececito del bebé, por su planta, aunque no con la intención de hacerle cosquillas, sino con la de acariciar, relajar, aproximar, comunicar. Todo ello con una emisión de sonidos apenas audible, sin escorzos, conformando una intimidad (en plena calle de una localidad infestada de turistas), aislando a los dos protagonistas de todo lo demás. Y, con el gesto abarcador de una piel cálida contactando con otra cálida piel, enseñar a todo a quien tuviera la suerte de poder mirar en ese momento, todo lo que una madre puede transmitir a su hijo con el más pequeño de los gestos. Es una escena íntima, donde no cabe nadie más que dos. Ni el padre o los hermanos que pululaban alrededor. Ni, mucho menos, el fotógrafo, que sólo gracias al poder de una lente pudo atravesar el muro de amor que esta madre construía en ese instante para ellos dos.

Escena robada en Ronda (Málaga, Andalucía, España)
Julio, 2004 ----- Nikon D100

sábado, 22 de marzo de 2014

¿Y SI SÓLO ME QUEDARAN UNAS HORAS?

Una persona muy querida me requiere para responder una de esas preguntas con mucha miga, futuribles sorprendentes, situaciones imposibles. “Si supieras que sólo te quedaran unas horas de vida, ¿qué harías con ellas?” Este tipo de interrogantes implica que la respuesta será siempre errónea o, como poco, insuficiente. Y, además, está el asunto de en qué edad tiene lugar la prueba. No es lo mismo formular la cuestión a alguien joven, que a alguien en su madurez -como es mi caso- o a quien ya se encuentra en el tramo final de su existencia.

Lo que apetece decir tal vez no sea lo procedente, y lo que procediera, tal vez fuera una aburrida estupidez. ¿Qué haría uno en tales circunstancias? Las opciones tampoco son tantas. O lo mismo de siempre (caso de que se tenga una vida plácida); o algo muy diferente (caso de que la existencia haya resultado pesada o dura); o algo excepcional o extravagante (restringido espacialmente a un radio kilométrico cercano).

En mi caso personal, debo confesar que siento tentaciones por las tres, pero no de manera intensa, sino vagamente difusa y alternativa. Mi amor por la rutina que no caiga en la monotonía destructora, y mi situación vital, que es lo suficientemente agradable como para llegar a suscitar alguna envidia, me decantarían de primera mano por la solución primera. Mi carácter poco social y escasamente amante de los riesgos no me abocaría a la segunda más que de un modo puntual, y después de haber pensado bien qué “diferencia” querría experimentar (y acaso no hubiera tiempo para ello). Y en un radio de acción razonable ¿por qué hecho o acción excepcional o extravagante me podría decantar? Algunos me vienen a la cabeza, pero...

Otra cosa es dilucidar si desearía estar solo o acompañado. Y también en este punto encuentro tentaciones en ambos sentidos. Mi vida solitaria me ha hecho asumir perfectamente una de las lacras para la mayoría de los humanos, y hacerla parte de mi vida cotidiana. Pero también, el ejemplo del Fedón platónico nos recuerda el goce intelectual de estar rodeado en los últimos momentos por quienes te amaron por tu persona y tu intelecto. Y ¿qué decir de hacerlo en la compañía de la persona amada? Si se trata de la persona elegida en el recíproco sentido, y esas horas no se convirtieran en un llanto anticipatorio de la desaparición, podría ser delicioso y acaso lo más recomendable. 

Pero ¿qué elegiría yo en particular? Pues bien: debo confesar que a las 11 horas 44 minutos del día 22 de marzo de 2014, en la ciudad de Avilés, no sabría responder con precisión. Si acaso resurgiera la pregunta, acaso me la replanteare.

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